Revista Cultura y Ocio

Gente adulta. De profesión docente 2

Por Cayetano
Gente adulta. De profesión docente 2

Yo he sido adulto en el sentido de adulto de edad madura o de mediana edad, durante muy poco tiempo.

Hay una edad cronológica, pero otra cosa es la edad que te echan o la que tú asumes. A veces no corresponde con la real. Para empezar, diré que estaba deseando la llegada de la mayoría de edad para que no me pidieran el carnet de identidad ni en los cines ni en las discotecas. Pensaba que tener dieciocho años te otorgaba automáticamente una especie de salvoconducto anatómico y que todo el mundo "notaba" que ya eras un adulto. Pero no. Mi decepción llegó cuando durante más tiempo del que quisiera me seguían pidiendo el carnet para bailar en la disco o para entrar a ver películas como el Doctor Zhivago. La humillación era mayor cuando iba en compañía del alguna chica y que, para más inri, a ella no le pidieran acreditarse y a mí sí. Aquello podía ser el final de una incipiente relación. A veces, además, había que soportar ciertos comentarios por parte del portero:

—A ver, chico, cuántos años tienes.

—Pues dieciocho.

—Yo también, pero en cada pata. Jejeje. Venga, el carnet.

—Aquí tiene.

—Pues no lo parece. Anda pasa; pero que no te vean mucho andando por el local, no sea que encima me echen a mí la bronca.

Y es que durante bastante tiempo tuve un aspecto en exceso "juvenil".

Que te pidan el carnet para ver si tienes dieciocho años sienta mal cuando los acabas de cumplir; pero hay cosas peores...

Siendo ya profesor de un colegio privado, con veintidós añitos, se celebró  en un cine de la localidad un acto previo a las navidades, una especie de festival de cara a los padres, con teatro, canciones y baile, para que todos disfrutaran con el trabajo realizado por sus hijos durante unas semanas de ensayo previo. A mí y a otro compañero joven nos adjudicó la dirección la misión de controlar un poco el piso superior, el gallinero, porque era corriente entre los alumnos mayores subirse arriba y armar jaleo. Pues bien, poco antes de empezar el acto, mi compañero y yo subimos las escaleras para hacernos con el control de la parte alta antes de que dejaran pasar a los chicos. Y cuál fue mi sorpresa cuando dos empleados del establecimiento nos cerraron el paso y, mirándome solo a mí, nos espetaron:

—Los alumnos mayores todavía no podéis subir.

—Oiga, es que somos profesores.

—Y yo el director del colegio, no te jode. Venga, para abajo.

Menos mal que un alumno mayor, sensato él y que conocía al empleado le dijo: sí, sí, son profesores. Hubo disculpas y nos franquearon el paso.

Con el tiempo dejé de ser un chaval para la gente. Ya era un adulto, un hombre de mediana edad, con todo lo bueno y con todo lo malo.

Hasta el otro día. El miércoles pasado. Cojo el autobús en Navalcarnero para ir a Príncipe Pío.

Fue la puntilla, el colmo: alguien —una chica sudamericana muy educada— me dice en el autobús que si me quiero sentar y va y me cede su asiento. Y como no tengo dignidad ni orgullo, lo acepté y me senté.

Se lo conté a un amigo y me dijo: no te mosquees porque te tomen tan pronto por un anciano. A ti te pasa como a Paul McCartney: habéis dejado de parecer unos críos para convertiros  en dos días en abuelitos.



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