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Gerardo Deniz

Publicado el 30 diciembre 2014 por Eduardomoga
El primero en darme la noticia de que Gerardo Deniz había muerto fue su compatriota Aurelio Major. El pasado día de Navidad me mandó un correo, circular, que solo contenía el poema "Veloma", con la especificación, junto al nombre del autor, de las fechas de su vida: 1934-2014. Gerardo Deniz, seudónimo de Juan Almela Castell, es otro de los niños españoles que llegaron a México, con su familia, huyendo de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, como Tomás Segovia, fallecido en 2011, o Ramon Xirau. Nacido en Madrid, hijo de un político socialista, vivió primero en Ginebra, donde su padre representaba a la República Española ante la Organización Internacional del Trabajo, y después, desde 1942, en México. Se licenció en Ciencias Químicas (como Jorge Cuesta, el gran poeta y antólogo de "Los Contemporáneos") a los 17 años, y trabajó en varios laboratorios. También se formó en lenguas modernas y clásicas (ruso, alemán, turco -"Deniz" significar "mar" en este idioma- y hasta sánscrito), y ejerció como traductor de libros de física, química, lingüística y mitología. Se inició en el mundo de la literatura con colaboraciones en revistas, como Biblioteca de México, Milenio y Vuelta, aunque no publicó su primer poemario, Adrede, hasta 1970. Luego siguieron muchos otros, como Gatuperio (1978) y Fosa escéptica (2002) -en la añorada colección española "Ave del Paraíso"-, hasta Erdera (2005), que recoge sus obras completas. Pese a la profusión de títulos, su obra se ha desarrollado en los márgenes de la sociedad literaria, en una suerte de destierro estético, coherente con su propio destierro personal: con escasos pero fervientes lectores y con igualmente escasa acogida crítica. Ello se explica por la aparente dificultad de sus formas y por su singularísima ruptura de las convenciones poéticas. Perteneciente a la estirpe lírica de Góngora, Nerval, Mallarmé, Pound, Eliot, Perse, Wittgenstein, Pessoa y, entre los mexicanos, Ramón López Velarde, José Gorostiza y Octavio Paz, Gerardo Deniz construye sus poemas con una urdimbre explosiva de referentes y registros léxicos entresacados de las diferentes disciplinas que ha cultivado profesional o intelectualmente, o de las artes que le apasionan, como la música. Sin embargo, este entramado –por cuya inteligibilidad, sabiamente, no se ha preocupado nunca, aunque en ocasiones haya aportado relaciones bibliográficas que aclaran sus acertijos, un poco al modo en que Juan de Yepes glosaba en prosa sus poemas– no pretende eludir la realidad, creando un mundo mágico o inventado (a pesar de que la hechicería, en todas sus formas, le ha interesado mucho, y la ha incorporado a menudo a sus creaciones), sino todo lo contrario: aspira a ahondar en ella, a desplegarla en la página con las palabras que la nombran y las construcciones que la explican: «Muerde y penetra la realidad (por si acaso fuese algo)/ mil veces más que el sórdido botiquín de polvos abstractos, gargarismos intelectuosos, supositorios dialécticos...», ha escrito Deniz. Por eso la materia está siempre presente en su poesía, aunque esa presencia se diluya, a ojos del lector, en la enmarañada y, con frecuencia, indescifrable suma de códigos que la definen. Sus composiciones contienen hechos, objetos, entomologías o etimologías, fórmulas químicas o citas bibliográficas: un amplio conjunto de informaciones que obran el prodigio de transformarse en enigma, un obstinado acúmulo de concreciones que se presenta como un vendaval de esoterismo, una sucesión de datos empíricos que puede confundirse «con una retahíla de metáforas culteranas», en palabras de Tedi López Mills. Pero se trata, en realidad, «de integrar recursos, tecnicismos, cultismos, lenguas y lugares extraños, no con el afán de oscurecer, sino de dar solidez, densidad y precisión a la experiencia», como ha señalado Pablo Mora; una integración de mecanismos y materiales que responde a una visión del mundo próxima a la de los neopositivistas o los experimentalistas, es decir, a la de aquellos que asumen los límites del lenguaje para alcanzar una transmisión plena de la experiencia. Deniz subvierte el lenguaje y los asuntos de la poesía para quebrar las otras realidades, poéticas (y estas sí, inventadas), que encauzan tediosa, tópicamente, la sensibilidad y el pensamiento del lector, o que los ahogan. Su abrumador tratamiento de la realidad, pues, obedece a una voluntad estética iconoclasta, que ansía derrocar los motivos y las formas de hacer literatura, y sustituirlos por otros que hagan renacer la experiencia lírica. En este sentido, su parentesco con Nicanor Parra –físico de profesión– es claro, aunque Deniz radicaliza al chileno: se desprende de sus acentos íntimos y sus concesiones simbolistas, y se sume en un desarreglo absoluto, en un estallido hirsuto y dodecafónico. «Tengo conciencia de no escribir poemas auténticos, sino, a lo sumo, parodias vergonzosas del género arduo y sutil, exquisito y multiforme, conocido como poesía», ha escrito Deniz. Con esas parodias, el mexicano impugna la neocursilería y persigue lo antisolemne, lo antilírico, lo imprevisible. En ellas confluyen una narratividad enemiga de la abstracción, un lenguaje coloquial que da paso fácilmente al humor, una ironía que a menudo deviene autoescarnio («¿Quién manda a nadie leer a GD?», pregunta Deniz), un estilo lúdico y paradójico, un erotismo constante, una propensión al collage, al pastiche y al ready made, una poliglosia que convive con el diálogo teatral, y, en suma, un carácter simbióticamente neobarroco y posmoderno.

Reproduzco a continuación, como homenaje al poeta muerto, el poema que nos regaló, en su nombre, Aurelio.

Como un alto vuelo blanco de garzas temprano se convierte
en inferior cometa a ras de limo
sin el grabar en vísceras que aflige la balanza,
así los pensamientos de un día con su noche,
(a qué hora comenzará la carne a oír),
flores de dos esmaltes, son religiones hondas donde dormita
        el riesgo
al murmurar: amoneda tu rostro y has de amanecer tirano.



¿Caerán estrellas pronto (bastantemente, demasiadamente)
o tan sólo el domingo, soplado de cacao, juglar que defeca
         una vez por semana?
Pues ya en las sobremesas entre Abel y Caín
-donde tantas figuras fueron desplumadas-
se habló de cuatro cocoteros heridos de centella y en medio,
        necesario, el primer patíbulo.
Junto a los manantiales descubrían ambos hermanos a
        doncellas y más doncellas con lágrimas tatuadas
y coronas de cartón caídas al cauce fresco y reciente. ¿Los
        embaucaron? Poco interesa.
Hoy, un beso entre las clavículas –palillos de tambor bajo
        epidermis–, y a otro tórax.
(Se ruega no contraer el útero por tan poco, damiselas,
que no estará en letra de médico todo lo que ha de seguir,
        palabra de hombre.)
El meridiano, cualquiera lo soba. Y si el meridiano avienta
        arena a los ojos,
es por horizontal y cabe defenderse.
Desde la sima de esta cárcel de cuarzo, sé bien lo que
        divulgo y lo que abrevio.
He visto a hartas hadas de ferias cortando en sectores
–mientras proferían un algo alarido celestino–
su esfera horaria, más petulantes que magnolia por la
        noche.
Lo he visto y me ha indignado.
La luna tras las cumbres, redonda boina tibia
por el cráneo: cómo dudar que le saltaran íncubos por
        arriba y súcubos
por puro amor (sin pretender que volverían; más bien
nada prometieron). Lo certificará la madre al contar las
        manchas en la sábana
porque se asume infalible, como en el folklore. Y se equivoca:
la piel es y será un estuche de duendes, parézcanos o no.
Rumbo al polo, aquí empezaríamos a devorar los perros de
        nuestros trineos.

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