La dicotomía público-privada deriva, cada vez más, en posturas irreconciliables cuando se aplica a la gestión de recursos o instituciones. El maniqueísmo inherente al pensamiento español, que tiende a identificar siempre una postura como buena frente a la antagónica como mala, presenta siempre en los últimos tiempos a la gestión pública como ejemplo del buen hacer y aspiración deseable para aplicar en todos los ámbitos frente a la gestión profesional que es denigrada y vituperada bajo epítetos como “explotación”, “ánimo desmedido de lucro”, “enriquecimiento”, etc. De acuerdo a los puristas de lo políticamente correcto que no cejan en su empeño de reclamar por todos medios servicios exclusivamente públicos –banca, vivienda, sanidad, educación,… –, sólo la gestión pública garantiza un modelo justo, equitativo, productivo, eficaz y eficiente. Y, probablemente, nada más lejos de la realidad.
Esta semana todos los españoles nos hemos gastado la friolera de 11.839 millones de euros (casi 2 billones de las antiguas pesetas), para arreglar los desaguisados que unas banda de sinvergüenzas formada por políticos de todo pelaje y sindicalistas de la peor calaña habían organizado en la que fue, en su día, la tercera Caja de Ahorros más importante de España. Actualmente agrupada en un maremágnum de entidades englobadas bajo el nombre de CatalunyaBanc, Caixa Catalunya y el resto de Cajas que lo conforman tan solo tienen en común el tratarse de entidades crediticias otrora solventes y saneadas y que fueron tomadas al asalto, amparados en una ley tan perniciosa para el sistema financiero español como ha sido la LORCA de 1985, por un horda de políticos y sindicalistas sin escrúpulos que las han utilizado a su antojo y mangoneado sin piedad en favor siempre de sus propios intereses (y el de sus partidos y sindicatos, conviene no olvidarlo) hasta esquilmarlas por completo y dejarlas yermas y marchitas. Aunque pueda resultar reiterativo, no esta de más recordar para los ignorantes que las Cajas de Ahorro no eran instituciones públicas ni, por supuesto, ninguna suerte de ONGs. El modelo de negocio de las Cajas de Ahorro y de los Montes de Piedad había consistido siempre en atender la concesión de un préstamo, muchas veces de escasa cuantía y pignorado en función de la prenda que el solicitante dejaba como garantía -joyas u obras de arte-, recuperando posteriormente la cuantía del préstamo más un pequeño interés. Esta actividad no perseguía directamente el lucro de la entidad, sino que más bien preservaba el espíritu de lucha contra la exclusión social y financiera. No obstante, el lucro obtenido se dedicaba tanto al mantenimiento y crecimiento de la entidad como a la labor de la Obra Social. Y así fue mientras la gestión recayó en profesionales independientes y comprometidos con la entidad. Ahora, una vez destrozadas y perdido para siempre el espíritu con que fueron creadas, sólo queda recurrir, una vez más, a la generosidad de todos los españoles para intentar enmendar su despreciable comportamiento y diluir, en la masa informe del Estado, su responsabilidad. Esto es la gestión publica que muchos parecen añorar, y a esto es a lo que conduce: ineficiencia, corrupción, chapuzas,….
Por supuesto, sin duda se aducirá por parte de todos aquellos convencidos de las bondades de la gestión pública que se confunde ésta con gestión política. ¡Pero es que es lo mismo! No es posible concebir, al menos en España, una gestión pública que no sea una gestión política. Y la razón es muy clara: los máximos responsables de cualquier sistema de gestión pública han sido nombrados, con independencia de los méritos que algunos de ellos puedan acreditar, directamente por políticos, con un notable peso del argumento de su fidelidad al partido gobernante (en ocasiones, el único argumento). Desgraciadamente, esta ha venido siendo la norma en España, con contadas excepciones, desde tiempos inmemoriales. Y una de las características inherentes a nuestro modeló de gestión pública (política) es la nula capacidad para asumir las responsabilidades de la gestión, de manera que por muy mal que se haga, el gestor nunca reconoce sus errores porque siempre hay alguna instancia superior a quien culpar. Y en última instancia, siempre estará el sufrido contribuyente para hacerse cargo de los desmanes cometidos. Al fin y al cabo, la gestión pública, como el dinero público “no es de nadie…”. Esto es gestión pública y por esto tenemos ahora que afrontar, todos, el pago de casi 12.000 millones de euros a costa de los desvaríos de Narcis Serra al frente de CatalunyaBanc.
Finalmente, uno de los aspectos más llamativos que rodean el esperpento de CatalunyaBanc es la repercusión que ha tenido en la, por otro lado, adormecida y fácilmente manipulable sociedad española. Mientras que en el caso de Bankia las opiniones de sesudos analistas y tertulianos en medios de comunicación de toda índole, la cobertura mediática -especialmente, televisiva- y el acoso y persecución al que ha sido, y sigue siendo, sometido su principal responsable Miguel Blesa, con manifestaciones “espontáneas” plagadas de insultos y reproches cada vez que pisa la calle, el trato dispensado hacia Narcis Serra, presidente de Caixa Catalunya y CatalunyaBanc ha sido radicalmente diferente. ¿Por qué?, ¿por ser catalán?, ¿por ser socialista?, ¿por otras razones?, ¿por ninguna razón? No deja de ser curioso que el responsable de una de las gestiones públicas más desastrosas que se recuerdan, peor incluso que la de Miguel Blesa en Bankia, no reciba ni una mínima parte de la reprobación pública que su compadrón. ¿Tan fácilmente manipulable es la voluntad del pueblo español?
Esto es, y a esto nos conduce, la gestión pública. Aún así, habrá todavía quienes cegados por prejuicios pseuodoideológicos seguirán defendiendo, sin argumentos sólidos ni veraces, su absoluta idoneidad sobre cualquier otro modelo de gestión para cualquier ámbito. Y así nos va…
“Una buena gestión es el arte de hacer los problemas tan interesantes, y sus soluciones tan constructivas, que todo el mundo quiera ir a trabajar con ellos”
Paul Hawken, empresario y escritor estadounidense (1946)