Revista Talentos

Gimlasia

Por Sergiodelmolino

Una vez, Homer Simpson se propone adelgazar y sale a correr por las noches. En una de sus carreras, se para frente a un local con el letrero GYM.

-¿Ge, y, eme? ¿Qué es ge, y, eme? Ah, claro, es gimlasia, justo lo que necesito.

Mi ignorancia del mundo gimnástico es equiparable a la de Homer. De hecho, en esta soterrada crisis de los treinta que atravieso, y que me ha llevado a ser padre, a ponerme a escribir novelas, a pensar que un fin de semana en un balneario no es un mal plan, a comprarme un armario entero de camisas de estampados setenteros y colores chillones, a aprender a distinguir entre un malbec y un syrah, a carcajearme con la Guía para padres desesperadamente inexpertos de La Parejita, a mejorar mi técnica coctelera y a plantearme cultivar mis propios tomates, hay dos cosas que no se me han ocurrido: comprarme una moto y apuntarme a un gimnasio.

Y eso que podría haberme dejado contagiar por el entorno. Hace unos años, abrieron un gym superfashion y dididisaign al lado del periódico, y muchos compis aprovecharon los mediodías para desfondarse en sus habitaciones minimalistas. Yo aprovechaba esos mediodías para comer pochas con chorizo en alguna tasca de los alrededores desde donde pudiera verles sufrir con su tarterita de lechuga. Pero cayó mucha gente en la tentación, incluso amiguetes libres de sospecha gimnástica. Yo me mantuve firme (o fofo, claro: firmes se estaban poniendo ellos).

El otro día llamó a casa una chica muy simpática que me ofrecía dos años gratis en un megapijo y superfashion gimlasio del centro de la ciudad. Le dije que muchas gracias, pero que no me interesaba.

-¿Cómo que no le interesa? -me dijo-. Fíjese que son dos años gratis, Sergio -me llamaba por el nombre: técnica básica de marketing-, es un ofertón, y todavía no me ha dejado explicarle los detalles, aún no puede saber si le interesa o no. Y es para toda su familia, no sólo para usted.

-Ya, pero es que no tenemos tiempo para ir al gimnasio, trabajamos mucho.

-¿Qué me dice, Sergio? ¿Me está diciendo en serio que no tiene unos minutitos al día para cuidarse?

Dios, qué irritante. Estuve por contestarle: sí que los tengo, pero los empleo en masturbarme con una bolsa de plástico en la cabeza con dos agujeros a la altura de los ojos para poder ver porno de ancianas escandinavas haciendo la tijera sobre un fiordo helado.

La de veces que me tengo que morder la lengua a lo largo del día. Y no debería, porque las comerciales aprovechan tus mordeduras de lengua para meter sus cuñitas:

-¿Y a su esposa?

Estuve por aclararle que no estábamos casados, pero me volví a morder la lengua.

-No, a mi esposa tampoco le interesa.

-¿Está seguro? Si no lo ha consultado con ella. ¿Por qué no le comenta la oferta y que decida por sí misma?

Zorra, pensé.

Zorra inmunda. Faltaba poco para que me denunciara por violencia de género.

Pero me había pillado. Había encontrado un flanco débil que había dejado expuesto: la comercial estaba aprovechándose, de forma algo tosca, pero eficaz, de la presión social. ¿Me iba a arriesgar a quedar como un machista?

Estuve tentado, vaya que si estuve. Estuve por decirle: mi mujer hace lo que yo le diga, y no tiene por qué ir a exhibirse impúdicamente a un sitio donde será objeto de miradas lúbricas por parte de tíos cachas y sudorosos. Mi mujer está muy bien donde está: encerrada en la habitación del fondo y zurciéndome los pantalones. Sólo saldrá de casa el Domingo de Ramos, y bien cubierta con una mantilla. Y usted, deje de hablar de ella si no quiere calzarse dos hostias.

Pero me volví a morder la lengua. La tengo en carne viva de tanto mordérmela.

Para qué engañarme: por primera vez, la agresividad de una comercial pudo conmigo. Generalmente les cuelgo, les respondo mal, me invento identidades y oficios, finjo interés para gastar bromas a terceros y miento como un bellaco. Me divierte. Pero con esta mujer no pude. Me sentí juzgado, me sentí sucio. La tía me estaba diciendo:

-Venga, gordito maltratador de mujeres, atrévete a colgarme si no tienes los huevos  vacíos. Para rehabilitarte socialmente, lo único que puedes hacer es aceptar la oferta del gimnasio y presentarte en él con tu mujer, y os apuntáis a step los dos, que ya verás cómo nos reímos cuando no sepas seguir la coreografía.

Así que le dije que tenía razón, que lo comentaría con mi esposa, en un contexto democrático y respetando la decisión que tomara, sin subyugar en ningún momento su libertad de movimiento, palabra o acción.

La comercial De Beauvoir, satisfecha, soltó a su presa.

-Puede llamarme mañana a este número.

Repetí las cifras para que la comercial castradora creyera que estaba anotando el teléfono y colgué.

Después, abrí la nevera, cogí lo más grasiento que había en ella (sobrasada con longaniza, panceta y mantequilla), me hice un bocata, me abrí una cerveza y me tumbé a la bartola toda la tarde.

Sé que, en el oscuro cubículo de telemarketing donde trabajaba, la comercial escuchó un pitido en el oído derecho. Era la venganza del gordito.

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