Hay ocasiones en que pensamos que tenemos todo resuelto en la vida.
El trabajo, la familia, los amigos… todo funciona con una estabilidad que no podría ser mejorada ni en un cuento de hadas.
Y de pronto, de la nada sale un ninja que nos arroja una serie de estrellas mortales (shuriken) que hay que evadir a toda costa. Algunas las podemos evitar, pero otras dan en el blanco.
Entonces la realidad como la conocemos cambia y nos tenemos que ajustar a este nuevo orden de las cosas.
Algunas personas salen muy bien libradas de estas encrucijadas de la vida, pero una fuerte cantidad de personas sufre debido a que no pueden soportar la idea de que nada es para siempre.
A esto se le llama Impermanencia y es una de las verdades del universo que no puede ser modificada por más que nos esforcemos.
Luego de años de estudio y meditación, el Buda llegó a la conclusión de que nada en el universo es permanente.
Según el dharma, hay cinco procesos de los que no nos podemos escapar y que no podemos controlar: el envejecimiento, la enfermedad, la muerte, la decadencia de las cosas y la destrucción de las cosas.
A pesar de que todos sabemos que nada es para siempre, a pesar de que todos tenemos en cuenta que vamos a morir y que las cosas que tenemos no durarán, nos esforzamos en ignorar este hecho.
Simplemente escondemos la cabeza bajo tierra y deseamos con todo el corazón que las cosas nunca cambien. Nos formamos la ilusión de que siempre vamos a estar jóvenes, sanos, que siempre vamos a tener una relación perfecta, que nuestros padres jamás morirán y que siempre vamos a tener empleo.
Y cuando los shuriken llegan, el impacto es devastador. No comprendemos cómo es posible que todo haya cambiado, si antes estaba perfecto.
De acuerdo al Buda, la vida es como un río. Es un momento progresivo, una sucesión de momentos distintos unidos para dar la impresión de movimiento continuo.
Este río se mueve de causa a causa, de efecto a efecto, de un punto a otro, de un estado de la existencia a otro; dando la idea de que es un movimiento continuo y unificado. Pero en realidad no lo es. El río de ayer no es el mismo río que el de hoy. El río de este momento no va a ser el mismo río del próximo segundo.
Así es la vida. Cambia todo el tiempo y se vuelve algo distinto de un momento a otro.
Nosotros mismos somos el ejemplo viviente de esto. Es una falacia pensar que somos la misma persona de cuando éramos pequeños. Siempre estamos creciendo, aprendiendo y con el tiempo, envejecemos.
Cuando comprendemos que nada es para siempre, es cuando la vida adquiere su carácter de joya preciosa.
Vivir el día de hoy como si fuera el último es lo que hace que nuestra experiencia sea maravillosa.
Si tenemos que decir te amo, hay que decirlo.
Si tenemos la oportunidad de reunirnos con alguien del pasado, hay que disfrutarlo.
Si hay que trabajar mucho, debemos enfocarnos y resolverlo.
Si tenemos que llorar y decir adiós, hay que hacerlo sin pensar dos veces.
Si la realidad cambia por sucesos inesperados, hay que adaptarnos, modificar el camino y seguir adelante.
A diferencia de los video juegos, en la vida no tenemos 3 oportunidades para terminar el nivel.
Sólo tenemos una oportunidad para hacer las cosas.
Y al estar conscientes de que todo es impermanente, hacemos que cada día sea una celebración de victoria.