Revista Talentos

Gitanos

Por Sergiodelmolino

En inglés, la palabra gipsy no significa solo gitano. Por extensión, se aplica a cualquier persona nómada, de vida desordenada, dispersa, sin domicilio, errabunda. A veces, asimilable a los hipsters que tan famosos se hicieron en los años 40 en Estados Unidos.

Gipsy no es necesariamente peyorativo. Connota libertad, espíritu indómito, antiestatalismo y anticonvencionalismo. Los bandidos y los vagabundos tienen muy buena fama en la cultura anglosajona, como demuestran los mitos de Robin Hood y de Billy el Niño. Aunque maten. Aunque pongan a prueba los límites no sólo de la ley, sino también de la moral. Porque hacen lo que les da la gana, porque están más cerca de la idea platónica de la libertad y del ideal ácrata.

Los gitanos parecen irreductibles. Un pueblo que ha creado el flamenco y la música zíngara, que no se ha diluido en una Europa llena de cables y de autopistas, que se ha mantenido marginal, fuera de los límites de lo tolerable, de lo decente y de lo comprensible por la burguesía. Es un pueblo grande, cuya grandeza cantó Jan Potocki en El manuscrito encontrado en Zaragoza mucho antes de que García Lorca readaptara en el siglo XX el cliché romántico de amoríos jineteros y claveleros.

Cuando Michelle Obama fue a escuchar flamenco al Sacromonte, una de las gitanas que participaron en el espectáculo declaró a la prensa que se había pasado toda la velada llamándola “señora Mojama”. Cuando le afearon su error, la señora se encogió de hombros y soltó una carcajada enorme, sin embarazo ni rubor alguno. Qué más le daba a ella cómo se llamaba la paya-yanqui de las narices. Muchos se rieron y se escandalizaron con la ignorancia de la señora, sin reparar en que sólo desde la ignorancia se puede ser libre. Y esa señora fue inmensamente libre. Quizá la más libre de España ese día: mientras todo el país reverenciaba a la gran dama, a la esposa del gran líder, ella le sacó los cuartos y le llamó como le salió de las mismas, sin protocolos ni respetos ni patochadas. Olé.

Los gitanos han sido perseguidos muchas veces a lo largo de la historia. Con frecuencia se olvida que son tan víctimas del Tercer Reich como los judíos. En los campos de concentración, llevaban un triángulo marrón invertido cosido a su uniforme. Aunque hubo gitanos en muchos campos, incluido Auschwitz, la mayoría fue a parar a Buchenwald, donde un monumento les recuerda. Es uno de los pocos homenajes a los gitanos asesinados por Hitler que hay en Europa.

Francia es una nación que aún no ha terminado de asumir su papel en el Holocausto. La retórica nacionalista oficial y los símbolos del Estado la presentan como víctima de Hitler, obviando que el régimen de Vichy fue, junto a Italia, el único Estado fascista de Europa occidental implicado directamente en la solución final. Hace menos de cinco años que el ayuntamiento de París accedió a homenajear a los miles de judíos parisinos que fueron deportados a los campos de exterminio en 1942. Casi todos, delatados y empujados por sus vecinos, ahorrándole el trabajo sucio a la Gestapo. Buena parte de la clase política de la postguerra venía directamente de esos lodos. El propio Mitterrand fue un funcionario condecorado por el mismísimo mariscal Pétain antes de descubrir la Resistencia y el arrebatador charme de De Gaulle (y mucho antes de descubrir la socialdemocracia y cómo parasitar el desunido y moribundo Partido Socialista)

Que un país que todavía manda callar ante algunas dolorosas verdades de su pasado reciente abandere una nueva persecución racista en Europa es, como poco, desasosegante. Quizá algo más: tiene un punto aterrador. ¿Cuánto tiempo llevábamos sin ver deportaciones en Europa? Algunos ingenuos pensábamos que no las veríamos más, que eran cosas de nuestros abuelos, que fueron unos bestias y unos hijos de puta. Pero no: parece que nosotros también tenemos nuestra cuota de bestialidad e hijoputez. No es un rasgo generacional ni pretérito.

¿Qué molesta tanto a los señores burgueses de los gitanos? ¿Sus chándales viejos, su miseria exhibida al aire libre, la forma en que les recuerdan que su país no es un conjunto de villes fleuries poblado por bonachones labriegos que comen camembert a la sombra de un roble? Por cierto, que Francia no se ha contentado con expulsarles, sino que ha chantajeado sin ningún pudor al Estado rumano: ha pedido que controle los fondos europeos para integrar a los gitanos. Exige a Rumanía que los mantenga a raya bajo la amenaza de vetar su inclusión en el espacio Schengen. Ni Don Vito Corleone era tan zafio. Don Vito jamás habría expresado la amenaza en términos crudos, la habría insinuado. Sarkozy quiere ser un mafioso, pero no pasa de un vulgar chulo de barrio.

Es vergonzoso, pero a este lado de los Pirineos no tenemos mucha autoridad moral para levantarle la voz a Sarkozy. Los gitanos son nuestros negros. Hay miles de paralelismos entre la segregación afroamericana y la historia de los gitanos en España. Y la respuesta de los negros americanos y de los gitanos españoles ha sido pareja: ambas minorías han creado una cultura a la contra, hedonista, marginal, hipersexualizada, religiosa y trágicamente hermosa.

Más que al jazz, el flamenco se parece al blues. Las dos culturas tienen sus propias ciudades sagradas: Cádiz para el flamenco, Chicago para el blues. Las dos emplean un término propio que no significa lo que parece significar para designar algo genuino que tiene que ver con el talento, la emoción y la belleza: el duende en el flamenco, y el feeling en el blues. Las dos son tristes, cantan a cosas tristes, a mujeres malas, a ladrones buenos y a policías cabrones. Y las dos se resignaron a asumir cierta protesta social muy a su pesar. Porque ni el flamenco ni el blues están hechos para levantar ni arengar a las masas, sino para arrasar de lágrimas al oyente, para retorcerle las entrañas.

Hay un capítulo de Boston Legal en el que hace un cameo un muy crecidito Jaleel White, el que fuera el insoportable Steve Urkell. White interpreta a un abogado aspirante a un puesto en el bufete. Hace una entrevista de trabajo brillantísima y, al final, el jefe del bufete le dice que está encantado porque “no suena como un negro”.

Se arma la gorda, lógicamente.

Pero la reflexión sobre el racismo está muy bien: en Estados Unidos se aceptan los negros a condición de que no actúen como tales. Gustan los negros como Obama, que ni siquiera son negros del todo. Negros universitarios, con perfecta dicción de la Costa Este, capaces de citar un par de libros de Faulkner y de vestir con elegancia un buen traje o una camisa bien abotonada. A los españoles nos pasa lo mismo con los gitanos: nos gustan a condición de que no hablen como un gitano, ni se muevan como un gitano, ni se vistan como un gitano, ni vivan como un gitano.

Que hagan flamenco, que nos gusta mucho, pero en el Teatro Real, no al raso en torno a una hoguera. Y que lo dejen recogido todo al salir. Que hagan flamenco, pero que lo hagan citando con arrobo a Lorca y que le añadan algo de fusión o unos toques de pijerío ibicenco. Cuando vemos a uno de esos gitanos pensamos: ¿ves qué bien? ¿Por qué no podrán ser todos como este señor, en vez de ir robando por ahí?

Tan funestos son el paternalismo y la condescendencia con las que las administraciones españolas tratan el asunto de la marginalidad de los gitanos como la exaltación romántica. Ni creo que haya que salvarlos de ellos mismos ni comparto los entusiasmos lorquianos, aunque me hagan gracia muchas picarescas y pitorreos. Son ciudadanos españoles que no necesitan la compasión ni la admiración de nadie. Quizás habría que hablar entre ciudadanos y no entre etnias. En el tú a tú, mirándonos a la cara.

De momento, y a falta de un milagro que nunca llega, canturreo una canción de Extremoduro que se titula Islero, shirlero o ladrón. Islero es el toro que mató a Manolete, y un shirlero es un término caló que define a los atracadores de poca monta. Dice: “Necesito trabajar, he aprendido a ser shirlero, ayudando a los demás a quedarse sin dinero”.

Quizá los señores burgueses de Francia duermen más tranquilos ahora que han limpiado la chusma y no se van a cruzar con un shirlero a la salida de Chez Roquefort, pero hay tres palabras en castellano que definen a quienes son capaces de dormir a pierna suelta tras una deportación instigada por ellos mismos: hijos de puta.


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