Giuseppe Garibaldi, militar y político italiano, cuyo nombre se halla asociado al de la emancipación final de la península italiana, junto al de Cavour y al de Víctor Manuel II. Fue el responsable de muchas de las victorias militares del Risorgimento, larga y trabajosa epopeya de unificación de la patria italiana. Desmembrada desde hacía siglos, Italia había sido campo de invasiones, de choques entre el papado y el imperio, mosaico de comunas y pequeños estados, y finalmente presa de dominaciones extranjeras. Las guerras de la Independencia, que a lo largo del siglo XIX culminaron con la proclamación del reino de Italia, tuvieron como figuras emblemáticas a Garibaldi y sus «camisas rojas».
Acontecimientos importantes en la vida de Giuseppe Garibaldi
1807 Nace en Niza.
1836 Comienza el exilio en Sudamérica.
1848 Primera guerra de Independencia contra Austria. Garibaldi, general de la República romana.
1849 Segundo exilio.
1859 Segunda guerra de Independencia, contra Austria. Garibaldi, comandante de los Cacciatori delle Alpi.
1860 Expedición de los «Mil» contra el reino de las Dos Sicilias.
1862 Derrota de Aspromonte.
1882 Muere en la isla de Caprera.
El retrato del mítico aventurero Giuseppe Garibaldi, el guerrero libertario y republicano que comenzó su extraordinaria trayectoria con un puñado de hombres, los «camisas rojas», era venerado por los campesinos pobres de Italia y se podía encontrar entre las imágenes de los santos y la Virgen. Era el héroe intachable, el romántico sin ambiciones políticas, que combatió por la libertad en varios
países de Europa y América. Había nacido el 4 de julio de 1807 en Niza, hijo de un capitán de la marina mercante sarda de origen genovés, que quería hacerlo sacerdote. Pero el muchacho prefería el bullicio del puerto y los versos de Ugo Foscolo a la calma de las aulas. Tal era su amor por el mar, que en la temprana adolescencia consiguió la autorización del padre para embarcarse como grumete en un barco mercante que marchaba a Oriente. En uno de sus viajes, ya pasados algunos años, oyó hablar por primera vez de justicia y libertad cuando conoció a bordo del carguero Clorinda a Emile Barrault, un socialista francés seguidor de Saint-Simon. Pero el encuentro decisivo se produjo cuando tenía veinticinco años, en Italia, al cruzarse con Giuseppe Mazzini, el gran profeta del nacionalismo italiano, fundador de la sociedad secreta Joven Italia, a la que pronto se afilió Garibaldi. Cautivado por el idealismo romántico de sus postulados y la aspiración hacia la unidad y la independencia nacional, en 1834 el joven marino organizó un motín en el puerto de Génova, en apoyo del pequeño ejército de Mazzini que intentaba invadir Saboya desde Suiza. Como era previsible, el complot no tuvo éxito y, tras el fracaso del movimiento, Garibaldi huyó rápidamente a Marsella, donde se enteró por los periódicos de que un consejo de guerra lo había condenado a muerte.
La aventura sudamericana
Giuseppe GaribaldiDesilusionado ante la solidez de las dictaduras europeas, emprendió entonces el camino del exilio: a bordo de un bergantín francés, como segundo oficial, puso rumbo a las costas del Brasil. Llegó a Río de Janeiro en 1835, en plena lucha del estado de Rio Grande do Sul contra el corrompido gobierno del Imperio brasileño, y tardó poco en convertirse en el mentor ideológico de los farrapos, o harapientos, nombre que se les daba a los rebeldes. Asociado con otros exiliados italianos, a bordo de su barco Mazzini se dedicó a la piratería: saqueaban las embarcaciones brasileñas, liberaban a los esclavos negros y se repartían el botín, pues contaban con patente de corso otorgada por el gobierno de Rio Grande. En sus arriesgadas aventuras por mar y tierra libró múltiples batallas contra brasileños y uruguayos, fue hecho prisionero por el gobierno argentino y se le nombró comandante en jefe de la pequeña flota de Rio Grande. En el asalto al estado de Santa Catarina conoció a Anna María de Jesús da Silva, Anita, una belleza morena, esposa de un pescador. Mujer de un gran valor rayano en la temeridad, durante toda su vida fue la compañera de Garibaldi en la lucha y una firme defensora de la democracia y la libertad de los pueblos. Juntos llevaron una existencia durísima, entre sangrientos combates, hasta el final de la guerra, en 1840. Viendo que ya no quedaba ninguna esperanza para el estado de Rio Grande, emprendieron la aún más dura retirada hacia Montevideo con su hijo nacido ese año, Menotti.
En la capital uruguaya vivieron unos años de merecida paz. Garibaldi trabajaba como vendedor ambulante y profesor de matemáticas, pero le era difícil adaptarse a la vida civil, y al cabo de un tiempo se vio envuelto en la guerra contra el caudillo argentino Juan Manuel de Rosas, que había sitiado Montevideo.
La resistencia duró ocho años y entre los grupos más destacados en el combate estuvieron los voluntarios de la Legión Italiana de Garibaldi, uniformados por primera vez con las camisas rojas. Su fama de rebelde, de líder guerrillero y de hombre insobornable había empezado a correr en boca de los europeos. A los cuarenta años, vestido siempre con el poncho de los gauchos pampeanos, Garibaldi había entrado en el mito. Del viejo continente llegaban noticias de que la lucha por la unificación italiana estallaría de un momento a otro, encendida por los aires revolucionarios de 1848. Paralelamente, la nostalgia que sentía por su tierra natal latía en él cada vez con mayor fuerza.
Las guerras de liberación
La revolución de 1848 parecía triunfar en toda Europa. A principios de ese año, el movimiento liberal y nacionalista había emergido con violencia, provocando la caída del canciller Metternich. En Italia ello había producido el alzamiento de Venecia y había impulsado a los liberales que rodeaban al rey Carlos Alberto del Piamonte a declarar la guerra al Imperio austríaco. El alzamiento comenzaba a radicalizarse y el pueblo se levantaba en masa por su libertad. La rebelión se extendía rápidamente por toda la península cuando Garibaldi acompañado de Anita y un centenar de seguidores desembarcaron en Génova, dispuestos a luchar por el Risorgimento.
Las primeras batallas de los garibaldinos en suelo italiano las libraron contra los austríacos en Luino y Morazzone, en defensa del gobierno provisional de Milán. Después marcharon hacia Roma, donde Mazzini había proclamado la república, y se batieron victoriosamente contra el general francés Oudinot. La defensa de Roma hizo de Garibaldi una figura legendaria y su coraje y determinación fueron una lección de patriotismo para los italianos. Pero finalmente la Ciudad Eterna cayó en manos de los franceses y Garibaldi tuvo que dispersar a sus «camisas rojas» y lanzarse a la huida a través de los Apeninos. Anita murió en la retirada, en una granja donde se habían refugiado después de vagar por los pantanos, amenazados por la sed y el hambre. Poco después Garibaldi llegó a Génova, donde fue arrestado por la policía piamontesa, y diez días después, el 16 de septiembre de 1849, salía hacia su segundo exilio.
Esta vez se embarcó rumbo a Londres y de allí pasó a Nueva York, donde trabajó en la fábrica de velas de un italiano, decidió volver al mar. Fue éste el período más triste de su vida, cuatro años que transcurrieron viajando por China, Australia y América del Sur, soñando con volver a reunir a sus hijos, Menotti, Riciotti y Teresita, dispersos por distintos colegios de Europa. Mientras tanto, en el Piamonte, Víctor Manuel II había elegido presidente del consejo de ministros al conde de Cavour, Camilo Benso, representante del compromiso entre la derecha y la izquierda moderada. Consecuente con su política de reformas liberales y sus intentos de atraer a la causa monárquica a los propios republicanos, Cavour autorizó a Garibaldi en 1854 el regreso a su tierra. Unos meses después, éste se instalaba en la isla de Caprera, al norte de Cerdeña, en una casa construida por él mismo al estilo sudamericano a la que comenzaron a llegar políticos, aventureros y exiliados de todo el mundo. Su nombre era suficiente para alistar a numerosos voluntarios y por ello el gobierno del Piamonte le nombró en 1859 general de división, al frente de los Cacciatori delle Alpi, aunque la desconfianza de los políticos por el indómito rebelde era cada vez mayor. El 27 de abril de ese año estalló nuevamente la guerra contra Austria: Garibaldi tomó Bérgamo y Lecco, condujo a sus hombres a la conquista de Várese y Como, y alcanzó la frontera sur del Tirol.
Al año siguiente, en mayo, Garibaldi se lanzaba a la mayor aventura de su vida, la conquista de Nápoles y Sicilia, una aventura que en cinco meses concluyó con la destronación de una antigua dinastía, la de los Borbones, y transformó el mapa político italiano. El descontento de los sicilianos contra el absolutismo de Fernando II había hecho eclosión en 1860 contra el nuevo monarca Francisco II. Garibaldi partió de Génova a socorrer a los amotinados, con la expedición de los «Mil» camisas rojas, que poco después de desembarcar en la isla se multiplicaron por cinco, al unírseles campesinos y rebeldes. Dueños de toda Sicilia, en septiembre atravesaron el estrecho de Mesina y entraron en Nápoles. El final de los Borbones era inminente, sus tropas se pasaban en masa a los garibaldinos; el pueblo tomaba a éstos por verdaderos héroes y hasta los curas se ponían la camisa roja. Fue entonces cuando Cavour mandó su ejército a través de los Estados Pontificios y ocupó Nápoles, movido no sólo por el recelo ante las victorias de Garibaldi, sino por el temor de que éste marchara sobre Roma y declarara la república. Pero cuando el líder republicano se encontró con Víctor Manuel II en Teano, saludó en su persona al «rey de Italia» y le ofreció los territorios conquistados, en un gesto que siempre le reprocharían los revolucionarios. El idealismo romántico había sido vencido por el realismo político de Cavour, representado en la monarquía piamontesa.
La unificación de Italia era un hecho —en 1861 se había proclamado el reino de Italia—, pero el espíritu revolucionario del Risorgimento se había perdido en una serie de decepciones y compromisos. Por ello no sorprendió que en la sesión inaugural del parlamento, reunido en Turín, surgiera una fuerte disputa entre Garibaldi y Cavour, en la que el «héroe de los dos mundos» condenó la administración de las provincias que él había conquistado y de las que se sentía particularmente responsable. Fue en esa época cuando el presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln, le ofreció un mando en el ejército de la Unión, cargo que Garibaldi rechazó.
Las últimas campañas
A pesar de su reconciliación con la casa de Saboya, no por ello el jefe de los camisas rojas había dejado de ser profundamente anticlerical ni de considerar el poder temporal del papa como el mayor obstáculo para la unificación final de su patria. Su empeño de marchar sobre Roma seguía en pie, y así, en 1862 partió en aquella dirección con un grupo de voluntarios al grito de «¡Roma o muerte!». Pero las tropas de Víctor Manuel le salieron al paso en Aspromonte, para impedir su avance, y aunque Garibaldi se rindió sin presentar batalla, a fin de evitar una lucha fratricida, fue herido por los bersaglieri en una pierna y luego encerrado en la fortaleza Varignano de La Spezia.
El segundo intento de Garibaldi por liberar la Ciudad Eterna para restituirla a Italia se produjo en 1867. Esquivando la vigilancia de las naves italianas salió de Caprera, reunió a sus voluntarios y cuando preparaba la invasión de los Estados Pontificios, fue arrestado en Sinalunga. Aun así, logró escapar y se reunió con sus hombres en Passo Córese, desde donde marcharon sobre Roma. Cerca ya de la victoria, los garibaldinos se hallaron frente a un ejército francés que acudió en socorro del papa y que les derrotó en la batalla de Mentana. Decepcionado, Garibaldi regresó a Caprera mientras que las tropas francesas se quedaban en Roma al cuidado del Estado Pontificio.
La definitiva conquista de la ciudad se produciría tres años más tarde, en 1870, cuando las tropas del rey Víctor Manuel II, comandadas por el general Cadorna entraron triunfales por la puerta Pía. Y justamente en esos momentos de victoria, Garibaldi no se encontraba allí, sino combatiendo al lado de sus antiguos enemigos, los franceses. La proclamación de la República gala en septiembre de ese año, había inflamado su espíritu republicano de tal modo que junto a sus hijos Menotti y Riciotti había desembarcado en Francia con un cuerpo de voluntarios, para defenderla del ataque de los prusianos. Su fino instinto revolucionario le indicaba que la política liberal-conservadora de sus antiguos aliados no respondía a los anhelos de renovación del pueblo italiano. Que el nuevo orden constitucional había dejado intacto el viejo organismo feudal y oligárquico, que, como diría Lampedusa en El gatopardo, por boca de su personaje el oficial garibaldino Tancredi, algo había cambiado para que todo siguiera igual.
Una vez más Garibaldi volvió a su isla de Caprera sin dinero, llevando un saco de semillas para iniciar nuevamente sus experimentos agrícolas. Enfermo de reumatismo y convertido casi en un recluso, pasó allí los últimos años de su vida dedicado a escribir sus Memorias y su novela Clelia, ferozmente anticlerical. En 1880, tras un divorcio escandaloso con la condesa Raimondi, el viejo general se había casado con Francesca Armosino, madre de sus hijos Clelia y Manlio. El 2 de junio de 1882, moría a causa de una congestión bronquial. En él, el ideal heroico y libertador del romanticismo había encontrado su encarnación más popular.