Revista Viajes
A la altura ya de Bistrice, la carretera me brinda un paisaje de lozanía y exhuberancia arbolada. Arribo a la preciosa villa medieval de Gjirokaster, sin premeditación o alevosía, en la efemérides de su septuagésimo aniversario de su independencia de Grecia.
La ciudadela (1336) está animadísima: gente por todas partes, desfiles, música, terrazas, bares abarrotados, coches que tratan de aparcar al borde de la cuneta…
Es un pueblo de innegable encanto; me apercibo de ello tan pronto como dejo flotar mi mirada sobre las casas blancas y pequeñas con tejados de oscura piedra cenicienta que saludan en la lontananza a las montañas Gramoz y Lunxheria.
Gjirokaster o “Ciudad de un millar de pasos o de piedra”, está merecidamente reconocida como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde el año 2005.
Para gozar plenamente de sus ópimas excelencias, nada mejor que una “cata” desde las alturas del castillo, actualmente Museo militar.
En los años 30 del exiliado rey Zog, esta fortaleza acogía entre sus muros sórdidas prisiones. Los amantes de lo belicoso disfrutarán entre los imponentes carros de combate y cañones de la 1º y 2ª Guerra Mundial.
También hay un avión maltrecho de las fuerzas norteamericanas que aterrizó en Rinas, no por propia voluntad precisamente, en el año 1957.
Estamos en la fortaleza de mayor calado en Albania. Es enorme también la explanada del castillo, donde nos espera el mencionado avión “secuestrado”. Aquí se ofrecen cada 4 o 5 años recitales folclóricos. Ya en los “bajíos” se reencuentran mis pies con un pavimento escarpado y pedregoso plagado de encantadoras tiendas.
Es magnífica la arquitectura en derredor de puro marchamo otomano. Para despedirme por hoy, nada mejor que unas vistas serenas del río Drinos.