Revista Cultura y Ocio
La casa de mi madre es un ruidoso mirador —sobre todo en verano— de lo que sucede. Hace esquina, y eso le confiere una facultad que pocos lugares tienen. Casi una torre vigía. A veces me sorprende que pasen tantas cosas por allí. No escribo ahora desde ese mirador en el que algunas horas paso; pero no importa. Hace pocas horas que estuve allí y dentro de pocos días volveré a él y volverán a pasar por delante gentes y sucesos, como si fuese un lugar céntrico del mundo. Ni siquiera lo es del mío, pues viene a serme periférico. Sin embargo, sigue sorprendiéndome. Allí vi por vez primera a un trilero, enteco por más señas, mientras trabajaba. En directo y desde arriba; y a pesar de todo no logré dar con la bolita, y sí con el gancho. Por allí han pasado trotamundos en bicicleta y en nochebuena cargados con mochilas imposibles. Desde esos balcones he visto lo que nunca en un gran estadio: un grupo de neonazis inconcebibles —dieciocho o veinte abriles— que cantaban consignas de camino a un partido de fútbol y escoltado a distancia por guardia civiles a pie y en coches. Ahí estuvo el monumento más alto de mi infancia y más infame de mi vida adulta. Desapareció hace unos años, como tantos difuntos de hoy que por aquí pasaron. Ya hace tiempo que no vemos mi madre y yo a Menganita ni a Zutranito; aunque ella no lo sepa. En esa glorieta vimos a borrachos con escopeta y a borrachas con minifalda saliendo de los toros. A un cura párroco manteando su sotana al caminar como si fuese el De Pas de la novela inmortal. Mi madre me confunde con él algunos días cuando llego a ella. Yo no se lo tengo en cuenta. Desde el balcón de mi madre llegan voces intolerables, por su tono y por su fondo. Se escuchan, aunque no quieras. Ella querría; pero no escucha. El mirador de la casa de mi madre también tiene postigos que al cerrarse son espejos de lo que nos pasa dentro.