El gran acierto de Los contrabandistas de Moonfleet, obra maestra del cine de aventuras dirigida por Fritz Lang en 1955, consiste en su capacidad para conjugar en una sola mirada el tratamiento adulto de un drama romántico con ecos del pasado y el descubrimiento, todavía inocente, que supone para un niño su primer acercamiento a la aventura y al mundo de los mayores. De este modo, los avatares de un grupo de bucaneros de la costa inglesa de Dorset se entremezclan con las evoluciones de un jovencito recién llegado que da sus primeros pasos autónomos en la vida, que se inician admirablemente con una zambullida en lo que para cualquier crío sería la apoteosis de la emoción y la diversión: una historia con piratas, barcos hundidos, tesoros enterrados, tabernas de marineros, soldados, duelos a espada, persecuciones a caballo, asaltos a fortalezas, ron a mansalva, mujeres licenciosas y, en el otro lado de la balanza, un ambiente tétrico, una atmósfera cargada de negros presagios, de cementerios derruidos, mansiones abandonadas, jardines devorados por las malas hierbas, panteones lúgubres, páramos desolados y tempestades furibundas que acosan las pesadillas de la madrugada… Todo un desafío para un director que, después de haber sido en Alemania uno de los mayores exponentes de la genialidad de los grandes maestros del cine mudo, labró sus mejores trabajos en Hollywood dentro de los cánones del cine negro.
En el año de 1757, el pequeño huérfano John Mohune (Jon Whiteley), el último vástago de una noble familia empobrecida y muy venida a menos, llega a la localidad de Moonfleet, un lugar oscuro y deprimente de la zona más accidentada y tempestuosa de la costa sur de Inglaterra, con el objetivo de ponerse bajo la protección de Jeremy Fox (Stewart Granger), un antiguo amigo de su madre recién fallecida, y que, tras años de estancia en las colonias americanas, acaba de instalarse en la antigua mansión familiar de los Mohune. Aunque Fox se codea con la decadente nobleza local, encabezada por Lord Ashwood (George Sanders, en una de sus interpretaciones canónicas), John se da cuenta de inmediato de que guarda tanta o mayor relación con el grupo de rufianes que frecuenta las tabernas portuarias, y más todavía con cualquier mujer que se le pone a tiro, sea la amante que se ha traído desde América, sea la bailaora flamenca que ameniza sus noches de juerga entre amigotes, o bien la propia Lady Ashwood (Joan Greenwood), aunque en realidad no hace ascos a nada que lleve faldas. También se percata de que el magistrado local no es muy favorable a Fox, al que persigue como sospechoso de dirigir una red de contrabandistas de coñac francés entrado ilegalmente en Inglaterra. Por otro lado, John es demasiado joven, quizá, para darse cuenta de que el rechazo de Fox a hacerse cargo de él proviene del dolor, del recuerdo de un amor frustrado en su juventud, y de que la “amistad” entre su madre y Jeremy Fox era otra cosa. Sin embargo, la vieja leyenda de Barbarroja, un antepasado de los Mohune, y del diamante que ocultó en algún lugar de la costa, atraerá mutuamente a Fox y John hasta que, en la catarsis final, el primero se redima y el segundo encuentre su camino.
En una mezcla de tonos y atmósferas que parece reunir las espectrales llanuras de Baskerville de Conan Doyle, los borrascosos torbellinos emocionales de Emily Brontë, La isla del tesoro de Stevenson, los seres marginales de Dickens y la Posada Jamaica de Daphne du Maurier adaptada por Hitchcock en los años treinta, Lang, que adapta la novela de J. Meade Falkner, construye una atmósfera perturbadora e incómoda, apta para la generación de miedos y pesadillas en la mente de un niño, y que no hace sino acompañar el tormento interior del personaje de Fox, un hombre que vive en continuo conflicto con su presente y su pasado. Aparentemente pérfido e insensible, no vive para otra cosa que para satisfacer sus caprichos, de cualquier clase o condición que éstos sean, y obtener aquello que se le antoja. Sin embargo, la mirada inocente de John, lo mismo que capta el ambiente sombrío y amenazante que lo rodea, insiste en contemplar a Fox como un amigo, un protector, alguien en quien confiar, honrado, digno y de palabra. Es el poder de este punto de vista el que logra abrir en el interior de Fox la veta para su transformación. Su futura alianza para conseguir el diamante de Barbarroja no es más que la puesta en escena de ese cambio interior, culminado en la salvación de John y, de paso en la suya propia.No obstante, uno de los puntos fuertes del filme es la maestría de Fritz Lang para generar una atmósfera enrarecida, opresiva, asfixiante, poblada de seres ruines y oscuros (en este punto, tan repulsivos resultan los contrabandistas que no logran en matar cuando lo consideran necesario que Lord Ashwood, cuya fortuna descansa en la pequeña flotilla de filibusteros que, anclada en Francia, desea hacer navegar por los siete mares al asalto de buques a los que desvalijar), de entornos misteriosos (esas tumbas coronadas por ángeles del infierno, esa iglesia en penumbra con la estatua de Barbarroja descansando sobre su espada, la cripta con el mármol fragmentado y las banderas desgarradas, la noche del páramo con los ahorcados meciéndose, como advertencia de lo que aguarda en los acantilados rugientes, las hogueras de los puestos militares como amenaza de la mazmorra…). Un buen puñado de tomas de mérito (como las incluidas en las fotografías) salpican la narración en sus 92 minutos de duración, si bien en otros aspectos (la caracterización de personajes y las relaciones de Fox con su entorno o el tiempo dedicado a subtramas y secundarios, muy escaso) la película flaquea en su equilibrio. Más interesado por el interior de los personajes que por las exhibiciones de acción, Fritz Lang hace mayor hincapié en diálogos y situaciones dramáticas -incluida la traición- que en la mera puesta en escena de las tan queridas acrobacias esgrimistas de Granger, aunque le concede tanto un duelo a espada en una taberna como la huida de una fortaleza para dar rienda suelta a sus dotes atléticas.
Con todo, un magnífico producto de aventuras, absolutamente recomendable para el disfrute de niños y mayores durante hora y media, maravillosa puerta de entrada en especial para que los más jóvenes abran boca en cuanto a las posibilidades de una buena historia bien contada como inmejorable medio de entretenimiento.