El actual Ejecutivo español ha anunciado que no se someterá a las iniciativas de control parlamentario. El Secretario de Estado para las Relaciones con las Cortes, José Luis Ayllón, ha defendido dicha postura argumentando que se trata de un Gobierno en funciones y que, como tal, no debe someterse a las habituales vías de control político. La citada postura se asienta sobre la tesis de que el motivo por el que el Congreso de los Diputados puede fiscalizar a los miembros del Ejecutivo deriva de la previa elección del Presidente por la Asamblea Legislativa y el consecuente otorgamiento de la confianza que lleva aparejada dicha designación. Según su teoría, dado que los nuevos diputados no han procedido aún a dicha elección, tampoco pueden realizar las correspondientes labores de examen e inspección gubernamentales.
A mi juicio, dicha interpretación presenta tan elevada dosis de fundamentación política como escaso rigor jurídico. El argumento está revestido, en principio, de una aparente lógica. Si quien elige, controla, quien no elige, no controla. Sin embargo, la simplicidad del análisis pone de manifiesto que, para llegar a esa conclusión, olvidan deliberadamente por el camino una serie de bases y normas de nuestro ordenamiento que no pueden obviarse para abordar el estudio de la cuestión.
En primer lugar, los principios centrales del sistema parlamentario (aunque languidecen por culpa de la desproporcionada concentración de poder en manos del Ejecutivo y en detrimento de las Asambleas Legislativas) siguen estando teóricamente presentes. Y ya va siendo hora de que los rescatemos, a no ser que pretendamos dar el tiro de gracia definitivo al modelo parlamentario y, sin disfraces ni disimulos, optemos por otro. Entre dichos principios, el control político del Gobierno por parte del Parlamento es fundamental. Así, el Título V de la Constitución (artículo 108 y siguientes) lo proclama con rotundidad, sin excluir expresamente el periodo en el que esté “en funciones”. Es más, tampoco del contenido de esos preceptos se deduce vinculación alguna entre la labor de fiscalización y la previa elección del Presidente, que se regula en otro Título distinto de la Carta Magna. Pero, a mayor abundamiento, no es que esta cuestión se considere elemental en el concreto ámbito de nuestro país, sino que resulta consustancial a cualquier sistema parlamentario para que pueda ser calificado como tal.
A todo lo anterior se suma el artículo 21 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, que establece limitaciones para el Gobierno en funciones (que no para las Cámaras legislativas) y que, al regular las excepciones al contenido del mencionado Título V de la Constitución, tan sólo lo hace para prohibirle la presentación de una cuestión de confianza, sin oponer ningún reparo al resto de vías por las que se regula constitucionalmente el control político.
Sucede lo mismo con el Reglamento del Congreso de los Diputados, que contempla en varios de sus apartados la normativa sobre preguntas e interpelaciones a los miembros del Ejecutivo, estableciéndose claramente que en las semanas en las que exista sesión ordinaria del Pleno se dedicarán, como regla general, un mínimo de dos horas para la formulación de las mismas. También está previsto reglamentariamente que los miembros del Gobierno comparezcan ante las Comisiones Parlamentarias a petición propia o cuando así lo solicitaren las propias Comisiones. Por lo tanto, no se percibe en todas esas normas de referencia ningún atisbo de limitar o suspender las habituales reglas de comportamiento por el mero hecho de que el Gobierno esté en funciones.
No hay duda de que el actual clima político está notoriamente enrarecido, como que la incertidumbre sobre la articulación de una mayoría capaz de encumbrar a un candidato está en el aire. Es verdad que nos enfrentamos a un escenario inédito, pero lo menos conveniente es seguir avanzando por la senda de las excentricidades y de la generación constante de conflictos y pugnas institucionales. Si pretendemos sustituir esta situación de incertidumbre e inestabilidad por otra más normalizada y coherente, habremos de poner en práctica, además del sentido común, los valores y principios más elementales de nuestro modelo de convivencia.