Tras demasiados meses de agonía exhibiendo de forma manifiesta notorios desencuentros, sonadas disidencias e incontables conflictos, se dio ayer por finalizado el Pacto de Gobierno en Canarias. Ahora se abre un periodo de incertidumbre en el devenir del Ejecutivo autonómico, que afectará probablemente a las Administraciones Locales y a otras muchas instituciones del archipiélago. Ese empeño políticamente erróneo y constitucionalmente discutible de vincular el acuerdo gubernamental entre Coalición Canaria y el PSOE a Cabildos y Ayuntamientos supone en este momento -una vez terminado el compromiso en el ámbito de la Comunidad Autónoma- que los municipios e islas liberados ya de las órdenes provenientes de los aparatos de ambas formaciones políticas, tendrán las manos libres para formar otras mayorías y diseñar equipos alternativos. También en el Parlamento de Canarias se plasmaban hasta la fecha los compromisos de los ya desvinculados socios de Gobierno, de modo que habrá que estudiar en ese ámbito nuevas fórmulas de colaboración y consenso entre los diversos grupos con representación en la Cámara.
En un sistema parlamentario como el nuestro los ciudadanos no designan al Presidente del Gobierno, sino que su elección se lleva a cabo por la Asamblea Legislativa. Por ello, son los miembros de dicho órgano quienes pueden promover su cese, bien a través de una moción de censura o bien por medio de una cuestión de confianza. En virtud de nuestro modelo, la labor del Ejecutivo es pues fruto del respaldo parlamentario y las políticas que lleva a cabo están legitimadas y tienen sentido en tanto en cuanto reciben el apoyo de la Cámara resultante de los correspondientes comicios electorales.
Históricamente se ha venido garantizando tal respaldo por la vía de acuerdos de legislatura o por la de pactos de gobernabilidad entre diversos partidos. De un modo más o menos forzado, se han ido negociando iniciativas políticas y repartiendo diferentes puestos de responsabilidad a cambio de la tranquilidad derivada de un apoyo parlamentario garantizado. Así, en las casi cuatro décadas de vigencia de este sistema que se recoge en nuestra Carta Magna, ha habido de todo, desde alianzas duraderas capaces de cumplir los fines que perseguían hasta uniones fracturadas a mitad de camino.
En todo caso, no existe de entrada ninguna circunstancia que impida que un Gobierno en minoría -es decir, sin un apoyo claro de la mayoría de los diputados-pueda salir adelante. El ejemplo más palpable se produce actualmente a nivel nacional, ya que el Gobierno de Mariano Rajoy no tiene asegurado que sus propuestas reciban mayor número de síes que de noes cuando sean votadas en el Congreso, estando obligado a negociarlas una por una, proyecto a proyecto. A veces triunfará en el intento. Otras, por el contrario, saldrá derrotado. Se trata de un panorama que acarrea una mayor incertidumbre, pero ello no debe traducirse necesariamente en la realización de peores políticas ni en unos peores resultados de cara a la ciudadanía. En realidad, la clave del éxito o del fracaso radica en la capacidad o incapacidad de los diferentes líderes para negociar, ser responsables y estar a la altura de los desafíos de cada concreta época en la que les ha tocado desempeñar su cargo.
En todo caso, existen algunos pilares básicos para los que todo Ejecutivo debe contar con un sólido apoyo del Parlamento, como la Ley de Presupuestos. Lo mismo ocurre con los principales proyectos legislativos, que necesitan de un evidente consenso. De no ser así, es preferible no perder el tiempo y no engañar a la ciudadanía fingiendo que se gestiona y se administra cuando, en realidad, todos los esfuerzos se centran en mantenerse en equilibrio sobre el alambre para no perder un relevante puesto de poder.
Lo sucedido en nuestra tierra ha de hacernos reflexionar sobre los errores cometidos, para que no se repitan en el futuro. ¿Se debe reincidir en los denominados “pactos en cascada” e imponer a Ayuntamientos y Cabildos alianzas no deseadas y que les son extrañas? ¿Procede empeñarse en mantener un sistema electoral en el que el tercer partido en votos sea el primero en escaños, dejando fuera de la representación ciudadana a partidos con amplio respaldo popular y provocando la formación de mayorías ficticias? ¿Es de recibo prolongar artificialmente unos acuerdos que evidencian más desencuentros que encuentros? Las preguntas son tan claras como sus respuestas. Corrijamos, pues, los errores de una vez por todas.