Revista Viajes
Tomamos dirección a Mamoth Lakes y cruzamos como espías furtivos el clandestino e impenetrable área 51, aquel de las películas de expedientes clasificados y extraterrestres lobotomizados. Es un territorio miserable, apartado, recóndito y escurridizo; la sensación de ostracismo es inevitable. Está vallado, protegido como un búnker, kilómetros y kilómetros de vallado que prohíben la cercanía a los curiosos. El misterio insondable es inherente a esos muros de alambre que contemplan el mundo con ojos de anacoreta misántropo, si se me concede esta greguería, este despropósito imaginario de personificación.
Puedo ver fácilmente a los drones sobrevolando el desierto más solitario del mundo, otra hipérbole. Me pregunto, acaso removido por los relatos de Asimov, las narraciones de Sagan o de Iker Jiménez, qué suerte de enigmas se esconden tras esas instalaciones impermeables… ¿Acaso el gobierno estadounidense esté pergeñando allí procelosas y umbrosas investigaciones científicas ocultas ante el gran ojo del resto de los mortales?
Queda ya atrás el área 51 y me detengo ahora en la fantasmagórica localidad de Goldfield Nevada. Se trata de un espectral pueblo abandonado donde solían concitarse buscadores de oro, allá por el año 1910.
Esta fuente de esperanza, esta actividad de áureos relumbres, se prolongó hasta 10 años después. Fue en su día Goldfield Nevada sinónimo de urbe próspera y bulliciosa, grande y referente. Contaba entonces con unas 20.000 almas, en pos de un futuro nimbado de riquezas. Así se muestra en estos días el infame presente de aquel pasado rútilo: GOLDFIELD NEVADA