Versión en PDF
Una de las noticias más futuristas de 2013, y sin embargo muy real, fue la puesta en marcha del proyecto Calico para la prolongación de la vida humana, financiado por Google y Apple; un asunto que fue portada de la revista Time allá por septiembre y generó cierto debate por la excentricidad del título: “¿Puede Google resolver la muerte?”.
En descargo de la salud mental de los responsables de la compañía, la nota de prensa emitida se refería únicamente a la posibilidad de mejorar la calidad de vida de millones de personas que sufren enfermedades relacionadas con el paso de la edad. El objetivo de Calico es desarrollar tecnologías con las que combatir el envejecimiento y las enfermedades asociadas al mismo, como alzhéimer, cáncer y fallos cardiacos.
No obstante, según el experto en medicina regenerativa Aubrey de Grey, existen motivos para considerar literalmente la portada de Time y entrever la seriedad del asunto, por el hecho de que Calico no parece apuntar únicamente al tratamiento de las enfermedades, sino que su énfasis está en luchar contra el proceso de envejecimiento en sí mismo.
La gran apuesta de Google y Apple en estos últimos años está siendo la inteligencia artificial, por lo que quizás los críticos y escépticos con esta aventura de los gigantes de Silicon Valley no estén acertando al juzgarla en términos que se reducen al ámbito de la salud y la industria médica.
Ruy Kruzweil, uno de los socios de Calico, es uno de los mayores defensores de lo que se conoce como “singularidad tecnológica”, y que Kruzweil sitúa en la década de 2030: llegará un momento en que la inteligencia artificial superará la capacidad de la mente humana, de manera que las consecuencias de los desarrollos posteriores a ese momento resultan, a día de hoy, impredecibles. Literalmente, las máquinas habrán tomado el control y el ser humano quedará por debajo de ellas en la escala evolutiva.
Esta hipótesis surgió en los años 60 como solución al incremento de la capacidad tecnológica y a la observación de los cambios radicales que se dan con cada avance. Según escribe el filósofo Nick Böstrom en un breve ensayo titulado “Una historia del pensamiento transhumanista”, I. J. Good fue el primero en contemplar la posibilidad de que “una máquina ultrainteligente”, cuyas actividades intelectuales estuviesen por encima de las del ser humano, pudiera diseñar máquinas mejores que ella misma y, por tanto, que cualquier humano: “incuestionablemente, habría entonces una explosión de inteligencia, y la inteligencia del hombre quedaría muy atrás. Por tanto, la primera máquina ultrainteligente es la última invención que el hombre hará jamás”.
En 1998, se fundó la Asociación Mundial Transhumanista con el objetivo de, en palabras de Böstrom, uno de sus creadores: “proporcionar una base organizativa general para todos los grupos e intereses transhumanistas a lo largo del espectro político”.
El transhumanismo busca eliminar el sufrimiento humano mediante la combinación de vida natural e inteligencia artificial. A corto plazo, fármacos; a medio y largo plazo, ingeniería genética y fusión con las máquinas.
Pero el futuro transhumanista no consiste únicamente en la mejora de la vida humana o de una convivencia futura con inteligencias artificiales, sino que su aspecto central es lo que se conoce como uploading: un escaneo del cerebro humano para transferirlo a un nuevo soporte cibernético que conservara la conciencia e identidad del sujeto.
¿Es esa la forma de superar la muerte que se plantean los fundadores de Calico? A día de hoy, todos estos asuntos están siendo seriamente debatidos por filósofos y científicos aunque a pie de calle nos resulte una locura.
<img class="aligncenter size-full wp-image-9124" alt="google.cover.indd" src="http://i1.wp.com/www.erraticario.com/wp-content/uploads/2014/03/Google-vs-Death-TIME-360_cover_0930.jpg?resize=485%2C647" data-recalc-dims="1" />
Hay quienes piensan que el logro máximo de una civilización es alcanzar la inmortalidad; en cambio, hay quienes creen que, sin la presencia de la muerte, no habría civilización alguna. La conciencia de finitud es el combustible del esfuerzo por sobrevivir, y sin esta urgencia por la supervivencia el desarrollo técnico, científico y cultural no habría tenido razón de ser.
Si seguimos el vocabulario de Sloterdijk, la cultura, con sus mitologías, conforma las antropotécnicas, un sistema inmunitario en el nivel simbólico que el ser humano necesita para sobrevivir a su conciencia de muerte.
Esta idea de la muerte como motor de la civilización es la base de lo que la psicología social ha dado en llamar “teoría del manejo del terror”, según la cual cualquier visión del mundo se ha desarrollado para ayudarnos a vivir con el sentimiento de mortalidad. Las interpretaciones religiosas son las más evidentes, al reconocer una esencia inmortal en todo ser humano, pero también las concepciones materialistas de la existencia se adscribirían a esta necesidad; por ejemplo, la lealtad a los vínculos sanguíneos, la continuidad de la estirpe o las adhesiones a grupos nacionalistas llevan implícito el deseo del individuo de sobrevivir a través del colectivo, encontrando su esencia inmortal en la identificación con los valores comunes.
En las situaciones descritas para el manejo del terror, la presencia de la muerte suele ser inconsciente, un impulso que nos mueve pero sobre el que no pensamos. Cuando, en cambio, se racionaliza, el individuo no se limita a buscar al grupo para perpetuarse de alguna manera, sino que se cuestiona su relación con los demás en un nivel más profundo y desarrolla unos valores por encima de las motivaciones colectivas, centradas en perseguir la fama y la riqueza a costa de otros; se esfuerza, en cambio, por cultivar relaciones más hondas y vincula su desarrollo personal al de la acción moral. En una vida inmortal, ¿se dejaría llevar el ser humano por el lado más simple de la fama, de la voluntad de poder que mueve a los hombres a dominar y perseguir la adoración de sus contemporáneos? ¿Qué sentido tiene la vida sin la presencia de la muerte?
Pensemos ahora en la búsqueda de la gloria personal como el reverso de la moneda; no es la colectividad la que sobrevive por la acción del individuo, sino éste el que perpetúa su nombre a través del grupo al tiempo que lo reafirma. En todas las épocas, el legado personal, la contribución a una cultura determinada, ha sido la manera de sobrevivir a la muerte física. ¿Existirían las grandes obras de arte sin la necesidad imperiosa de burlar el sentimiento de mortalidad?
Esta pregunta, y la vaga respuesta afirmativa que se intuye, nos abre otros caminos por los que rondar las aspiraciones humanas. El arte en su máxima expresión es deudor de la tragedia, de la inquietud y la angustia. La cesación de la muerte no acabará con ellas.
Puede que el transhumanismo haya dado excesiva importancia al sueño de inmortalidad. La angustia seguirá presente, pues se antoja independiente de la cuestión de lo mortal: la necesidad de un sentido y la imposibilidad de encontrarlo conformarían un motor demasiado poderoso que restaría importancia al logro de la inmortalidad. ¿Vivir para qué?
Hay una corriente de erotismo post-humano, vinculada con el ciberpunk, en que la máquina sustituye al cuerpo como mecanismo sensible con un único objetivo: llevar a los extremos imaginables la hipersensibilidad y el goce. Aquí, la tecnología se convierte en un sustituto de la “animalidad” en el imaginario transhumanista, en una especie de hedonismo rebelde que pretende que los valores y la búsqueda de sentido están asociados a ideologías de corte reaccionario. Pero la cosa no es tan simple.
El placer por sí solo no genera voluntad de vivir. Es el sentido. y el placer como fin en sí mismo no proporciona sentido alguno a la vida, simplemente la satura, como muy bien nos ha enseñado la sociedad del consumo. El goce es un síntoma de un proceso más profundo que lo explica; en la cultura de la superficialidad, esto ya no se entiende y se paga con nuevas formas de aburrimiento existencial. Si una civilización como ésta lograse vencer al tiempo y sus consecuencias, ¿seríamos inmortalmente aburridos? ¿Qué ganas habrá de vivir?
Viktor Frankl reflexiona en su obra El hombre en busca de sentido acerca del papel de la muerte para la vida humana:
Si usted quiere sacarle el mejor partido a su vida, deberá contar constantemente con el hecho de la muerte, con el hecho de la mortalidad, con el hecho de la transitoriedad de la existencia humana. Porque, si no existiera la muerte, viviríamos eternamente y podríamos dejarlo todo para más adelante […] El mero límite temporal de nuestra existencia es un aliciente para aprovechar el tiempo, cada hora y cada día.
Decía Frankl que una píldora que nos hiciera olvidar la muerte:
Nos desactivaría. Nos haría inútiles. Nos paralizaría, no tendríamos ningún estímulo para actuar. Perderíamos la capacidad de ser responsables, la conciencia de responsabilidad para aprovechar cada día y cada hora, es decir, para realizar un sentido cuando se nos presenta cuando se nos ofrece momentáneamente.
En la novela El país de las últimas cosas, de Paul Auster, la gente quiere morir porque no encuentran un sentido a la vida. Además de las opciones tradicionales, como la eutanasia, existe otra que proporciona una experiencia más intensa antes de desaparecer: el club de los asesinatos. Los miembros del club no saben cuándo ni cómo se les ejecutará, así que viven sus últimos días en un estado permanente de alerta; las sensaciones son tan fuertes que recuperan las ganas de vivir, lo cual es un problema, pues una vez que se ingresa en el club no está permitido el arrepentimiento.
La era transhumana acariciará con voluptuosidad la inmortalidad, pero quién sabe si no tendrá que seguir recurriendo a la muerte para alimentar su voluntad de vivir, con juegos y normas que, como el club de los asesinatos, a día de hoy se nos antojarían obscenas y decadentes en los actuales modos de concebir una civilización.
Por otra parte, desde la perspectiva contraria, la experiencia de la muerte es el disparador del sentimiento religioso, de la necesidad de hacer aceptable la misma muerte. En una existencia inmortal donde se cierran las puertas a algo “más allá”, ¿tiene sentido hablar de religiosidad?
Se podría salvar lo espiritual si entendemos que el sentido de trascendencia es un deseo por saltar las barreras de nuestra individualidad, la cual frustra el contacto pleno con el otro, y localizar lazos de unidad en un nivel superior. En esta línea, el cuerpo es una celda de aislamiento, pero en doble sentido, pues impide el conocimiento pleno de lo otro pero también el conocimiento pleno de la subjetividad que somos; la espiritualidad transhumanista podría ser la experiencia de una hiperconciencia, una mente que se observa a sí misma sin ruidos externos, logrando así el propósito que siempre tuvieron las prácticas místicas y psicotrópicas: potenciar la capacidad de introspección y reducir la atención a lo externo.
Quizás entonces descubramos algún sentido al ser humano de hoy, una vez que hayamos dejado de serlo, pues nada se puede conocer desde sí mismo sino objetivándolo. O al menos así lo entiende nuestra mente de humanos. Quizás al ser humano de hoy le falte un modo de conocimiento que sólo será accesible a la conciencia transhumana, pues todas estas reflexiones están interferidas por el sentimiento de finitud.
Quizás habrá que esperar a una conciencia de inmortalidad para comprender en qué ha de resultar la nueva aventura del ser humano por conquistar los dominios de la muerte. Conociendo al ser humano mortal, sus anhelos y sus terrores, el camino se antoja inevitable.
.
<iframe src="//www.youtube.com/embed/4_UGMOMxrac" height="368" width="490" allowfullscreen="" frameborder="0">
Relacionado
- La historia del siglo XX en clave esotérica
- El buscador de Google será tan inteligente como los humanos
- El fenómeno OVNI en la historia, I. Anécdotas del siglo XIX
- La muerte de la humanidad, todo un negocio.
- Por la senda del transhumanismo
- Eta Carinae, ¿la estrella de la muerte?
- Experiencias cercanas a la muerte