Antes de encumbrar su carrera con el merecido Oscar al Mejor Guión Original por su fascinante retrato amoroso-tecnológico en Her, Spike Jonze firmó una de las obra más fascinantes e infravaloradas del cine contemporáneo. Una auténtica carta de amor hacia el imaginario de la infancia y un desolador relato sobre el importante paso hacia la madurez emocional. En La Llave Azul recuperamos Donde viven los monstruos para rendir homenaje a uno de los más originales y talentosos directores de la actualidad.
por Miguel AlcaldeCreo que la mejor forma de comenzar este texto es a través de una anécdota. Remontémonos a otoño de 2009, concretamente al momento en que la adaptación cinematográfica de un cuento de Maurice Sendak llegaba a las pantallas. Apenas se le había dado bombo, y la distribuidora había decidido venderla como una bonita película infantil. En aquellos momentos yo solo había visto el teaser trailer, y no conocía la obra de su director, Spike Jonze, por lo que decidí hacer caso a las súplicas de mi primo pequeño y me metí en una sala a ver con él Donde viven los monstruos.
Tanto el niño como yo, salimos profundamente impactados. Recuerdo que, en un momento determinado de la película y casi entre lágrimas, me preguntó: “¿por qué está película es tan triste?” Yo fui incapaz de responder. Y desde entonces supe que Donde viven los monstruos nunca abandonaría mi mente.
Ahora dejadme explicar por qué.
Pese a lo que la publicidad quiso hacernos creer, Donde viven los monstruos no es una película sobre la infancia. Más bien es un retrato del crepúsculo de ésta, del brutal pero necesario fin que hay que poner a la misma una vez llegado el momento; del hachazo que la sociedad se encarga de propinar en todos y cada uno de los niños de una forma u otra. Un tajo limpio y certero que impide el regreso a una época en la que todo es posible. El fin de la inocencia.
El viaje de Max durante una terrible noche de tormenta hacia una isla perdida en medio del océano constituye el principio del fin. En ella una serie de criaturas caracterizadas por representar todos y cada uno de los sentimientos contradictorios que confluyen en la persona de Max, actúan como jueces de la figura del niño. Esta idea de la isla como una especie de purgatorio en el que Max espera para ser juzgado por los seres que la habitan, adquiere pleno sentido si rescatamos de nuevo la idea de “muerte de la infancia”. El niño Max ha sido asesinado por la sociedad y en consecuencia trasladado a este limbo en el que espera un veredicto. Este periodo de transición es también de expiación y purificación de sus comportamientos infantiles. Max tendrá que dejar la isla abandonando su inocencia en los oscuros rincones del lugar y convertido en un adulto, resignándose a una vida que él no quiere ni necesita pero que así ha sido establecida por el ser humano en el transcurso del tiempo y ahora es demasiado tarde para cambiar.
Durante toda la película este concepto de muerte y sus consecuencias está muy presente, especialmente en el momento en que Max se da cuenta de que, tarde o temprano, el sol se apagará. El sol, en su omnipotencia y grandiosidad, quedará reducido a la nada, llevándose consigo la vida en la Tierra. Max que es coronado rey en su llegada a la isla, y en cuya persona todos los monstruos depositan su confianza, sabe de este fin tan necesario como incomprensible y que se puede aplicar tanto a su persona como a todos los seres del Universo, a pesar de que en un principio las criaturas lo nieguen.
Carol, que representa de mejor forma el conflicto interior que tiene lugar en la mente de Max, alega que la desaparición y muerte del sol no es posible, estableciendo una comparación con su figura y la de Max: “Mírame, yo soy grande. Y tú eres rey”. ¿Cómo va a alcanzarnos a nosotros la muerte si entre tu poder y mi fuerza podemos con ella?
Pero en el fondo Carol es muy consciente de que se aproxima el fin de algo. El fin de la estancia de Max en la isla, el momento en el que abandonará a sus monstruos, en el que dejará atrás su imaginación y su inocencia encarnada de una forma u otra en el cuerpo peludo de cada uno de los seres. El instante en el que partirá desde una pequeña barquita en dirección desconocida abriéndose ante él un océano de misterios y posibilidades, en el que los monstruos no tendrán lugar.
El periodo de transición de la infancia a la madurez no está exento de terror y lo marca una profunda tristeza. Eso es un hecho y todos hemos pasado por ello. Spike Jonze consiguió en su película capturar la esencia del cuento de Sendak y darle una vuelta de tuerca, imprimiendo en todos y cada uno de los frames el dolor y el profundo trauma que supone la aceptación de lo que nuestra mente se empeña en negar.
En todos estos años, mi primo no ha querido volver a ver la película, manifestando una actitud defensiva cada vez que se lo propongo. Me pregunto si su reacción de aquel momento obedeció a una identificación con Max y si, como a éste, también le había llegado la hora de dejar atrás a sus monstruitos.