La segunda película de los hermanos Marx define ya a la perfección la pureza de su estilo: libertad absoluta, anarquía total. Contratados por la Paramount tras sus éxitos en Broadway, alternando sus actuaciones en las tablas neoyorquinas con la filmación de secuencias en Astoria, sucursal en la Costa Este del estudio de Adolph Zukor, fue durante estos años cuando los famosos hermanos encontraron y perfilaron su registro cinematográfico, la comedia situacional. Huyendo de los argumentos construidos sobre la convención del principio, nudo y desenlace, sus películas durante este periodo poseen una línea dramática mínima que se sustenta en un planteamiento básico, introducir a los hermanos en un entorno determinado (un hotel, la universidad, la alta sociedad, etc.) y dejarlos interactuar a su aire con los personajes secundarios, estos sí definidos de manera convencional, para que terminen por volverlos locos y lograr así el efecto humorístico deseado. Esta fórmula, que alcanzó su mejor momento en este título antes de eclosionar en esa obra maestra que es Sopa de ganso (Duck soup, Leo McCarey, 1933), última de sus películas para la Paramount debido a absurdas desavenencias que los hermanos lamentarían posteriormente no haber resuelto, se diluyó con su paso a la MGM de Louis B. Mayer e Irving Thalberg (gracias a la amistad íntima de Chico Marx con este último) y la reelaboración de sus películas como comedias de personajes, débiles tramas amorosas de melosa pareja protagonista en las que los Marx ofician de celestinos y benefactores de los babosetes enamorados, pese a lo cual su serie de títulos para la Metro contiene algunos de sus momentos más memorables.
De ellos atesora un buen puñado esta película de 1930: canciones (Hello, I must be going!), personajes (el capitán Spaulding que interpreta Groucho, la inolvidable señora Rittenhouse de Margaret Dumont), diálogos (“es usted la mujer más bella que he visto en mi vida… lo cual no dice mucho en mi favor”), situaciones (la narración que hace el capitán de sus viajes por África, la desternillante partida de cartas, la carta que el capitán dicta a su secretario, al que da vida Zeppo Marx, el descubrimiento por Chico y Harpo de la verdadera identidad del afamado crítico de arte Roscoe Chandler: Abby ‘el pescadero’…) y caos, mucho caos (que Harpo, por ejemplo, termine calzando los tacones de su compañera de juego, o que la baraja no parezca contener otra cosa que ases de pic). Curiosamente, cuando se pretende que la película transcurra por cauces narrativos más contenidos y canónicos (todo lo que rodea el misterio del robo del cuadro) es cuando decae, y necesita que los hermanos se suelten la melena para que la historia recobre el tono y remonte en el consabido y esperado final armonioso. Y es que el absurdo y el humor surrealista, fuera de la comedia tradicional de gags y diálogos, son el mejor terreno para un humor que en sí mismo constituye una revolución irreverente.
Porque la comicidad de los Marx, más que en las ironías, las carcajadas y las payasadas, descansa en la subversión. Una subversión, además, que escapa a todo control convencional, a toda noción de lo conveniente o de lo políticamente correcto, al encasillamiento de cualquier valor “cultural”. El cine americano, y buena parte de la crítica de entonces y de ahora, suele aplaudir productos “críticos” que son más bien respuestas controladas del sistema a la disensión, pequeñas vacunas contra el descontento que suelen inocular protestas de baja intensidad que, sin embargo, logran como efecto el apaciguamento del público, la calma de su mala conciencia. El humor de los Marx, en cambio, es un instrumento poderorísimo que tiene en la risa su marca de fábrica, el marchamo de la efectividad. Nos reímos porque atacan y vencen todo aquello que en nuestras sociedades parece intocable, inmutable, imprescindible, lo vuelven del revés y lo presentan como ridículo, absurdo, innecesario, desechable. En este caso se trata de poner en evidencia la intrínseca imbecilidad de buena parte de los comportamientos de la alta sociedad, como en Sopa de ganso se ataca y se satiriza la política, la justicia, la diplomacia o incluso la guerra. En las películas de los Marx, especialmente en las mejores, la libertad es el valor a reivindicar, la razón por la que luchar; no se salva ni la familia, ni la amistad ni el amor, ni mucho menos el matrimonio. Todo es divertido en ellas, pero nada es inocente. En Groucho, Chico y Harpo conviven Cicerón, el Lazarillo de Tormes y el Buscón de Quevedo, los personajes de Kafka y el surrealismo de Buster Keaton, que en su periodo de amortización en las pantallas escribió un buen puñado de gags para los hermanos. Su humor no es nada gratuito; por el contrario, es síntoma de inteligencia, invitación a la reflexión, estímulo para no dar nada por sentado, para rebelarse contra la comodidad del pensamiento compartimentado.
La película está narrada de manera funcional. Victor Heerman sabe cuál es su mandato tras la cámara: colocarla, mantener a los personajes dentro de cuadro y dejar que los hermanos atormenten con sus locuras al resto del reparto, que incluye al australiano Robert Greig como Hives, el mayordomo, arquetipo en el que se especializaría y que le proporcionaría una curiosa carrera en Hollywood (casi dos docenas de participaciones en películas de todo tipo dando vida a mayordomos, criados y ayudas de cámara, y otros tantos interpretando papeles de cierto empaque estirado: magistrados, jueces, diplomáticos, caballeros…). De modo que Heerman no se permite ninguna expansión personal, se limita a filmar al dictado de los hermanos. La película sella además casi de manera definitiva la relación Groucho-Margaret Dumont, exportada del teatro, empleada ya en la primera película de los hermanos (Los cuatro cocos, 1929), y después repetida incluso tras el salto a MGM, ya que a Thalberg no se le escapaba el hecho de que, como décadas más tarde Groucho no se cansaba de repetir, la Dumont era la hermana Marx, una más de la familia, su concurso hacía crecer las películas hasta el punto de que las más celebradas son aquellas que cuentan con su participación. Aquí llega a protagonizar un momento colosal, cuando Harpo le arrea varios puñetazos en el estómago: ¿qué película actual sería capaz de incluir una imagen semejante sin que el puritanismo reinante la acusara de mil maldades, sin que se entendiera ni contextualizara el registro humorístico empleado? La vigencia del cine de los hermanos Marx, y de esta película en particular, radica es que es irrepetible, es decir, eterno. Nunca volverá a poder hacerse nada parecido. Son únicos, es decir, inmortales.