El desempeño de Belén Blanco y Antoine Raux impresiona en Graba, película del argentino Sergio Mazza sobre dolores impronunciables en un contexto de inmigración al borde de la ilegalidad. Oscuro en términos estéticos, narrativos e interpretativos, el encuentro entre María y Jérôme concede un “¿Y?” final que admite la ilusión de una reparación pero que abre una serie de preguntas sobre la (in)comunicación.
El Festival de Cine de Mar del Plata fue el marco elegido para el estreno oficial de la segunda película presentada ayer domingo en la competencia internacional, después de ¡Vivan las antípodas!. A algunos espectadores nos costó pasar del documental luminoso que Víctor Kossakovsky filmó en ocho extremidades de la Tierra al duelo de actores registrado en un departamento parisino por momentos claustrofóbico.
Los escasos exteriores filmados en la capital francesa rompen la tradición de la postal romántico-turística para sugerir las grietas de un Primer Mundo cada vez más cerrado al extranjero. Tanto cuando nos sumerge en la íntima convivencia entre los protagonistas como cuando nos saca a la calle, Mazza demuestra sus conocimientos prácticos sobre el escenario elegido.
Los comentarios de Jérôme cuando María le dice que es argentina y luego de servir las milanesas que preparó casi por encargo; las palabras del jefe antes de anunciar el despido; las respuestas robóticas de la empleada pública responsable de tramitar permisos de residencia; la oferta de un trabajo en negro que permite burlar impuestos y mejorar el día a día de algún indocumentado, los rostros multirraciales en el métro componen el retrato social que excede las historias individuales.
Blanco y Raux convencen desde lo físico y lo emocional en un largometraje donde lo discursivo ejerce un rol secundario. Seguro tienen chances de aspirar a la preferencia del jurado designado para elegir a los destinatarios de los premios Astor.