Esta es una historia de comunicación verbal y no verbal. De percepción e insights. De emociones y prejuicios. Esta es una historia basada en hechos reales, pero que sólo será real cuando alguien la transmita. Esta es mi historia y la de Ruth.
Pude verla desde el mostrador junto al escaparate del bar donde yo estaba comiendo. Jugaba entre las cajas vacías de cerezas que sus padres vendían a trompicones en la esquina. Ahora cargando con ellas al aparecer los guardias, ahora llenado las bolsas de quienes compraban sin los moros de la costa.
A veces desaparecía entre las piernas de la multitud, lo mismo de turistas con chancletas, que manteros en estampida al grito de agua. Parecía una caperucita entre los árboles del bosque, con su vestido de algodón rojo de un sucio imposible que contrastaba con la pureza de sus ojos color dorado.
Entraba y salía como si nada del bar, a la sazón escondite, al dictado de su madre cada vez que la patrulla daba la vuelta a la manzana. Y para ella parecía el juego más normal del mundo. De su mundo.
Trepaba a la barra y sus manos se quedaban pegadas en el mostrador de zinc aún sin limpiar, y con la curiosidad de un gato, mojaba su lengua en la palma de su mano para comprobar qué era aquello, divertida, explorando.
Y vuelta a la calle acompañando a sus padres como en el juego de las cuatro esquinitas, hasta que se acaben las cerezas o la paciencia de los guardias.
Terminé de comer, y recordé la bolsa con obsequios de bienvenida que me habían entregado en el Festival de Publicidad al que asistía unas calles más arriba, dedicado al marketing de productos infantiles. Entre folletos y papeles, habían incluido como broma una llamativa pistola de agua de juguete.
Era el momento de regresar a la jornada de tarde, y comprendí que aquél juguete estaría mejor en sus manos que en las mías. Para ella la vida era un juego y para mí ya no. Si alguien necesitaba defenderse de algo, aunque aún no lo supiera, era ella.
Pero dudaba de lo que pasaría cuando se la entregara. La miraba a ella, y veía a sus padres enseñando a una niña a esconder mercancía, a trabajar en la acera, a llevar el vestido sucio. Pobre gitanilla a la que sus padres mal cuidaban. Mil prejuicios amontonados como las cajas de aquella mercancía a punto de ser requisada, que se vinieron abajo en cuanto llegué hasta ella, y extendí la mano con la pistola.
"Aquella niña levantó los ojos y su brillo me iluminó. Los abrió hasta el infinito, acompañando a su sonrisa, y dijo gracias.
Simplemente gracias.
Antes de que sus padres se lo pidieran, con otra sonrisa, y me dijeran su nombre.
Dale las gracias, Ruth.
Pero ya era tarde. Se había disparado y me había llegado al corazón. Un gracias sincero y espontáneo que derrumbó mis estúpidas ideas sobre lo que es educar o no. Sobre juzgar por las manchas de un vestido. Sobre exigir a quien enseña a trabajar y luchar a diario a una hija, que lo haga además bajo nuestros propios parámetros."
Y allí la dejé. Con el vestido sucio y la mirada limpia. Jugando con su pistola de agua entre policías y ladrones. Tan feliz. Apenas tendría cinco años, y una melena rubia brillante por debajo de la cintura. Era una mujercita de raza. De raza gitana. Se llamaba Ruth. Gracias, Ruth.
La foto no es de Ruth, es de aquí.