Granada, bella y desmemoriada
No podría haber encontrado ‘El viaje de Pau’ un mejor compañero en Granada. Foto: Verónica Barcina
De Lucena a Granada. “Dale limosna, mujer. Que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada”. Los famosos versos de Francisco A. de Icaza recogen la esencia del sentir que el visitante ocasional tiene al recorrer una ciudad que parece diseñada para el disfrute de los sentidos. La imponente presencia de la Alhambra reblandece por fuerza al más duro de los corazones, y recorrer esas calles salpicadas de tesoros y jardines a cada paso te dejan la sensación de estar aprovechando cada minuto. Seguro que el sentimiento de sus habitantes es diferente. Como todas las ciudades, Granada no es sólo lo que aparece en las guías de viaje y en las fotos de los turistas. El viaje de Pau lo ha querido descubrir por sus propios medios, guiado por el ojo crítico y el espíritu literario de Verónica Barcina. No os perdáis su crónica viajera.
Ha llegado Pau a Granada visiblemente tocado por esta aventura viajera en la que Benjamín, Geppetto de la palabra, le ha embarcado. Por lo que porta entre sus pastas, se ve que Pau viaja como se hacía antaño, como impone hoy la realidad devaluada, de amistad en amistad, de casa en casa, en vagones de tren, camiones de transporte, bodegas de aviones y por último en manos de carteros que acuden a los hogares con buenas, regulares y malas noticias. Así llegó, cansado a la vez que agitado, preguntando atropellado “¿Cuándo salimos? ¿A dónde vamos?”
–Tranquilo, Pau, tomemos un té pakistaní comprado en la Calderería, al pie del Albayzín, casi en la Alhambra. –Así se calmó el fugado de la gran urbe.
Caldedería, una de las entradas al Albayzín.
Pau habla de su vida, de sus geografías, de sus latidos vitales y habla también de otras geografías, otros latidos segados por la barbarie. “Y ahora se pretende oxidar una memoria que habita en cualquier rincón, fuente, familia o poema”, pensé mientras le escuchaba. El té estaba dulce por la miel de Órgiva, puerta de la Alpujarra. La Bolsa de Bielsa dejó un aroma de recuerdo a tardes escolares de Historia mal narrada y a veraces historias que los abuelos bisbisaban, al pie de la chimenea o al borde de la cama, como digna actitud y mejor respuesta al olvido y el desaire. Brincó Lorca en la conversación, apeteció comer algo y salí a la calle a comprar pan de tahona de Alfacar (Entre Víznar y Alfacar / mataron a un ruiseñor / porque quería cantar). En casa dejé a Pau, evocando al Esquinazau y leyendo Medio pan y un libro, el discurso pronunciado por Federico García Lorca en la inauguración de la biblioteca de su pueblo natal, Fuente Vaqueros, en septiembre de 1931. A la vuelta, dormida la visita en el sofá, decidí dar cuenta de una tostada con aceite, queso de cabra murciano granadina, jamón de Trevélez y aceitunas aliñadas de Benalúa, acompañado todo de una inmejorable cerveza Alhambra 1925. También decidí que le mostraría la Granada de Lorca, donde se sigue agitando la peor burguesía de España, la que se llevó por delante al poeta, al homosexual y al republicano, la Granada del chavico y la malafollá.
Al día siguiente, repuesto y lozano, Pau contemplaba Sierra Nevada desde la ventana del salón. Desayunamos. Su boca bebía, sus ojos preguntaban y los míos respondieron que la Alhambra, el Zacatín y el paquete turístico de Fitur no nos esperaban, que serían Lorca y la España derrotada los destinos más inmediatos.
Bajamos del autobús en los jardines del Triunfo, donde se ubica el gran cajero montado en torno a los restos de Fray Leopoldo de Alpandeire, a tiro de piedra de la plazuela donde Mariana Pineda, 26 años, sufrió garrote vil, con las ligas puestas para no ir al patíbulo con las medias caídas, el 26 de mayo de 1831. Desde allí serpenteamos hasta la Plaza de la Universidad, sede hoy de la Facultad de Derecho y del Gobierno Civil en 1936, donde estuvo preso Federico tras ser detenido en la calle Duquesa, a sus espaldas, en el domicilio de los Rosales, burguesía falangista que “dio refugio” al poeta.
La Madraza. A su derecha un pico de la catedral. Foto: Verónica Barcina
De allí nos dirijimos a la céntrica Plaza de Bib-Rambla que, junto al Zacatín y la Alcaicería, fue epicentro comercial y mercantil del reino Nazarí. No hubo forma. Pau insistió en pasear un poco por la zona. Le informé de que en Bib-Rambla tuvo lugar, en 1499, la quema de más de 5.000 libros árabes procedentes de la cercana Madraza, lateral vecina de la catedral, y fuimos a verla.
Una de las callejas de la Alcaicería. Foto: Benjamín Recacha
Subimos por una de las callejas de la Alcaicería que dan al Arzobispado de Granada, lugar donde se gestó el parto del libro Cásate y sé sumisa; poco han cambiado las cosas en Granada. Quise cambiar de barrio, sólo un poco, para que Pau viese, con sus propios ojos de papel laminado, el monumento al fascismo que se erige frente al Palacio de Bibataubín y que el PP granadino se resiste a retirar. No dio crédito a sus ojos y sus oídos, pero ahí estaba la estatua, orgullosa y protegida por los herederos del franquismo que gobiernan la ciudad. Las calles y las plazas rebosaban del bullicio extranjero y nacional que hace respirable una ciudad imán para artistas, estudiantes y turistas, lo que le confiere su especial impronta bohemia y cosmopolita alejándola de su genuina carcunda.
Es vergonzoso que una democracia “moderna” mantenga monumentos al fascismo.
Nuestros pasos caminaron sobre el río Darro, silencioso e invisible bajo su bóveda de asfalto, hasta Plaza Nueva, sorteando el Ayuntamiento, el Corral del Carbón y mil sillares de la historia que llaman a cada dos pasos.
Fachada del Corral del Carbón. Foto: Benjamín Recacha
El río discurre por la Carrera del Darro, canalillo que separa los dos mejores atributos de Granada: a la izquierda el Albayzín, a la derecha la Alhambra y al final, ya más abierto, el Paseo de los Tristes, mote más que nombre por ser otrora paso obligado de los muertos para ser enterrados. Termina el Paseo con tres posibilidades, las tres empinadas. Siguiendo al frente, al otro lado del río, una suave pendiente conduce a la Fuente del Avellano por camino paralelo al río y al barrio del Sacromonte. Otra posibilidad era, tomando a la izquierda antes de cruzar el río, la Cuesta del Chapiz, pronunciada pendiente de asfalto y piedra que conduce a la cima del Albayzín y a la meseta del barrio de las cuevas y los gitanos. Pau conduce mis ojos con su mirada hacia el barrio colonizado por gentes cristianas traídas de Baeza, Patrimonio de la Humanidad, quizás intuyendo la maravilla que se avista desde el Mirador de San Nicolás. Sonrío y con mis ojos repito la artimaña en los suyos y señalo, a la derecha, la última posibilidad, cruzando de nuevo el puente.
La Alhambra maravilla desde el Mirador de San Nicolás. Foto: Varónica Barcina
La Cuesta de los Chinos es escarpada, más próxima a una vereda pirenaica que a una calle del sur, pero sube hasta la Alhambra, dura y fascinante, natural y empinada, mejor que las entradas oficiales, más natural, más integrada con la historia. Tampoco eran nuestro destino los jardines del Generalife, los Palacios o la Alcazaba; quería llevarlo al cementerio de San José situado a sus espaldas. Este cementerio es uno más donde yace una parte de España, aunque tiene sus encantos en la medida de lo razonable, de lo escultórico y hasta de lo musical. En él, el adecentamiento de la zona donde reposaban los cuerpos de 30 soldados marroquíes, caídos por Franco durante la Guerra Civil, ha dado lugar al cementerio musulmán de La Rauda, extraño ejemplo institucional de convivencia y tolerancia en esta ciudad cuyo alcaide sanciona hasta el olor corporal. En uno de los rincones menos atractivos, si algo puede ser atractivo en un cementerio, le enseñé la valla donde fusilaron a unas cuatro mil personas y donde, hasta el año pasado, el alcaide no ha permitido colocar una placa, hasta cinco ha retirado año tras año en el último quinquenio. La peor burguesía de España, los herederos, los que gobiernan y dañan, malafollás con mando en plaza.
Vista la tapia, bajamos por las cuestas del Carmen de Rodríguez Acosta, vecino de la Casa Museo Manuel de Falla, hasta el barrio del Realejo, castizo y bohemio como ninguno en Granada, barrio para charlar, comer y, a ciertas horas, en ciertos lugares, sentirte extranjera en tu propia casa. El Campo del Príncipe es el epicentro de esta zona centenaria adosada al casco histórico por un lado y a una Granada más moderna por el otro, de estrechas calles mal niveladas por la historia y placetas improvisadas como una a la que da nombre el cantante de The Clash, Joe Strummer, enamorado como millones de personas de la ciudad y sus poetas.
Joe Strummer, enamorado de Granada.
Camino del Parque Federico García Lorca, en autobús sin policía del olor, explico a Pau la extraña coincidencia, para que se haga una idea de las contradicciones íntimas que aquí se producen, de que uno de los azotes locales de la memoria histórica, el Concejal de Cultura, es hermano de Luis García Montero, poeta y militante de la trinchera política española que lucha por la reparación histórica. El autobús nos deja a pocos metros de la Huerta de San Vicente, residencia veraniega de Federico y casa museo suya en la capital.
En otra ocasión visitaremos otros lugares, otras historias. Granada es una ciudad infinita, no basta una vida para conocerla.
¿Quién no tiene ganas ahora mismo de darse un buen paseo por Granada? Excelente crónica viajera, una más, que también podéis leer en Gotas de tiempo.
Mil imágenes, sensaciones, olores, sonidos se entremezclan en los maravillados cerebros de Pau y compañía. Desde el inicio del viaje, hace ya tres meses, junto a la orilla del Ebro en Amposta, han ido acumulando experiencias inolvidables y conociendo a personas estupendas que los han recibido con los brazos abiertos. El viaje continúa, aún con las retinas impregnadas de la belleza granadina, pero con el entusiasmo de saber que un nuevo destino excitante y sorprendente les espera. De nuevo toca avión.
Que sepan los granadinos y granadinas que pueden conocer a El viaje de Pau, y leerlo, en la librería Juan de Mairena y en Namasté Coffee & Books.
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