Señores, tengo que darles una terrible noticia:
El Mayor se nos ha ido de las manos. Totalmente, además.
Temo mucho que haya sido por nuestra culpa. Bueno, supongo que más por la mía, que soy su madre y ya dijo un tal Freud que para eso estamos ¿no?
Pero es que no sé por qué razón yo pensaba, de toda la vida, que los primeros siempre eran los últimos y los últimos los más astutos. Y me confié, claro; porque es que ya me dirán ustedes qué mal podía yo inferir de un niño que viste a sus hermanos por las mañanas, finge ir a echarse la siesta para que Destroyer acceda a la suya o que me dibuja peinada y con un canalillo envidiable.
Pues ninguno, obvio.
Por eso mismo, cuando me encontré el tesoro, apliqué sin dudar la presunción de inocencia. Supuse que se lo habría dado su padre o su abuelo, que se lo estaría guardando a un amigo, que quizás le habría cortado el césped al vecino, yo qué sé, pero nunca imaginé que era mío.
Mi dinero. Mi calderilla.
Meses llevo acusando al Maromen de despejarme los bolsillos y vaciarme el bote de las monedas; y otros tantos lleva él negándolo. Mas como tampoco le consta ser el que deja el pañal sucio justo al lado de la basura o el fuet fuera de la nevera, ya se imaginarán ustedes la credibilidad que ostenta el Herr de la casa ¿verdad?
Por suerte, la gravedad del asunto parece haberle hecho olvidar la injuria y, de momento, mi ibérico orgullo no ha tenido que implorarle perdón alguno.
Y es que el escolar jura por Ronaldo que sólo era por precaución; que es que un día, no recuerda con precisión cuál, cualquiera de esos en los que estamos más pendientes de atender a los otros dos, se nos olvidó darle el dinero del autobús. Horror. Que no sabía qué hacer, que se sintió perdido, que lagrimeó desesperado delante del conductor - conste en acta que, en esta parte del relato, yo hice lo propio -, que le dejó pasar con mala cara y que durante una semana tuvo atroces pesadillas.
Que no nos lo quiso contar para no preocuparnos. No obstante, a Gott puso por testigo que jamás volvería a pasar vergüenza y mucho menos por un euro y veinte céntimos.
Van por buen camino si sospechan que, en ese momento, ahí donde antes había unos indignados padres, la Culpa no había dejado ni las migas. Y que esa pequeña fortuna, amasada a diario con prudencia de euro veinte en euro veinte, no ha regresado al bote de la cocina.
Mas ayer por la mañana, mientras le untaba extra de Nutella en el bocata, mi picardía tuvo a bien darme un toquecito, fugaz y liviano, y me hizo dejar de lado el repaso mental de la lista de la compra sumiéndome en cálculos especulativos. Y es que, por muchos pellizcos estomacales que me esté dando la vergüenza, sé que hay algo aquí que no encaja.
¿Será que en la mochila proliferan las monedas de dos euros? ¿Será que no ha gritado ni una sola noche? ¿Será que el curso empezó en septiembre y ya tiene para pagarse el autobús los próximos dos años?
En cualquier caso, sea lo que sea, espero que la imagen de infante compungido ante autocar me abandone pronto, o a este paso vamos a tener que pedirle para gasolina.