En este fin de agosto la parra de mi suegro no luce los brillantes racimos de otros años que eran el orgullo y la ilusión de sus días de jubilado en el pueblo de Palomares del Campo. Quizás por un exceso de riego las uvas tomaron un tono pálido, ligeramente gris y una sospechosa mancha, como un oscuro hematoma vegetal se formó en los pequeños frutos anunciando una enfermedad en ciernes. "Es cenizo -aseguraban los paisanos- a mi parra le pasa igual. hay muchas así en el pueblo este año...". La joya de la corona de las jardineras del patio, la lujuriosa parra de antaño estaba enferma y sus uvas agonizantes. Tanto su nieto como su yerno, en un intento de mostrarle de paso la utilidad del aparato, buscaron con su móvil en internet información sobre la enfermedad. Hubo que descartar "el cenizo" pues el "Oidio" o "Mildiu polvoriento" como también se denomina, afecta también a hojas, pámpanos y sarmientos cubriéndolas de un polvillo gris(que no era el caso) y además raja la uva. Así que tras investigar las alternativas llegamos a la conclusión de que era "podredumbre noble". La podredumbre noble es un infección por el hongo "botrytis cinerea" y cuando se dan condiciones de sequedad tras la infección hacen que la uva adquiera un dulzor especial. Muchas de ellas llegan a pasificarse en el propio racimo. La vendimia, uva a uva, de los frutos infectados en el momento adecuado produce un vino dulce particularmente fino y concentrado. En un intento de consolar a mi suegro le hablé de un mito popular alemán que explica el origen de los apreciados vinos Spätlese, o vino de vendimia tardía. Esta historia cuenta que, en 1775, el obispo de Fulda (en la región de Rheingau) envió el acostumbrado mensajero a los recolectores con la orden de empezar la vendimia al llegar el momento propicio. Pero el mensajero se retrasó y mientras tanto la botrytis infectó los viñedos. El obispo pensó que ya la uva no valía nada y la regalaron a los campesinos locales. Estos decidieron aprovecharla y producir vino con ellas encontrándose, para su sorpresa, que se obtenía un vino bueno y dulce, el spätiese, que en años posteriores se mejoró aún más creandose apreciados caldos como el auslese y el eiswein. Mi suegro escuchó caricontento estas explicaciones no muy convencido de que sus malogradas uvas tuvieran utilidad alguna. El último día de agosto, por su cumpleaños, visitamos de nuevo su casa y departimos un rato bajo el emparrado, sentados en torno a la mesa. Inevitablemente el tema de las uvas echadas a perder apareció pronto en la conversación. Efectivamente los racimos alternaban uvas todavía tersas y brillantes con otras ligeramente pálidas, en una maduración acelerada, y un buen número con otras medio podridas. En los extremos más soleados había racimos enteros convertidos en pasas. Yo me mostré sorprendido por la cantidad de hormigas que pululaban en la cercanía de la parra. Al poco noté que muchas de ellas caían sobre la mesa e incluso sobre nuestras cabezas produciendo un cosquilleo en el pelo que nos importunaba a cada instante. - Será el viento- decía mi suegro Ramón apuntando una posible explicación al desagradable fenómeno. Pero ni una hoja se movía... Quien conoce la fuerza descomunal de estos pequeños insectos no puede concebir que se desprendan por debilidad o descuido. Me quedé rumiando la causa de estos desprendimientos mientras contemplaba a las hormigas caer y dar vueltas como desorientadas por la blanca resina de la mesa de jardín. Así quedó en el aire este pequeño misterio sin resolver. Al día siguiente, apremiado por el deseo de lucir una parra de mejor aspecto me pidió que la saneara cortaqndo los racimos más afectados. Me puse manos a la obra eliminando aquellos que tenían más de la mitad de los frutos afectados. Las pequeñas bayas reventaban entre mis dedos pringándome con una pulpa almibarada y un olor a melaza ("a bodega", había precisado mi cuñada Ana) se esparcía en el ambiente. Más de la mitad de los racimos acabaron en la basura pese a las protestas de mi suegro y mi opinión de que muchas de las uvas eran aprovechables. Yo terminé mi trabajo de selección subido a la escalera mientras abajo las mujeres de la familia exhortaban a mi suegro a quitar y tirar todas las uvas. Mientras dejaba que mi suegro, escandalizado, defendiera su pequeña producción y alabara el gusto de las uvas sanas; miraba como las hormigas surcaban la red viaria de pámpanos y sarmientos a la búsqueda de uvas maduras, casi fermentadas. Entonces el olor dulzón que invadía mi pituitaria completó la cadena de argumentos que daba lógica al misterio de las hormigas precipitadas al abismo: ebrias por los alcoholes etílicos de la fermentación, al igual que los osos ahítos de madroños maduros, estaban borrachas. Todo cobraba sentido. Me sentí enormemente satisfecho por este pequeño misterio explicado. Entender un poquito más de la vida siempre me hace feliz.