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Grandes repartos: El hombre que viajaba despacito

Publicado el 15 junio 2010 por Burgomaestre
Esta entrada está dedicada al erudito cinéfilo y sensible cineasta Santiago Aguilar, que honra con sus asiduas visitas este weblog y que, por cierto, estrena el próximo día 18 su magnífico film, dedicado al actor Carlos Lucas, “De reparto” en el Pequeño Cine Estudio de Madrid.

Nota previa: Retomo aquí un formato de entrada que únicamente he utilizado previamente en una ocasión, Grandes repartos: El hombre que viajaba despacitocuando repasé el reparto de “El gran galeoto” (Rafael Gil, 1951). Un tanto obcecado en perseguir en mis monografías el máximo detalle posible en el relato de la trayectoria profesional y vital de nuestros cómicos, tenía abandonado este otro formato, más ligero, pero quizá más útil, que pretende (intenta) brindar una visión panorámica pero lo más personalizada posible, del elenco actoral de un film determinado. En el caso presente, el reto es superior a la capacidad de este burgomaestre, que se declara derrotado de antemano. No le va a ser posible dar razón de todos los actores que intervienen en “El hombre que viajaba despacito”, aunque intentará llegar en la nómina de intérpretes del film de Joaquín Luis Romero Marchent tan lejos como sea capaz. Trataremos de dar nombre a los rostros que pueblan un film singular e irrepetible, marcado por la genuina genialidad de uno del los más grandes humoristas de la historia de España, el inconmensurable cómico, actor de radio, cine, televisión y revista, dibujante, escritor y gimnasta, Miguel Gila (Miguel Gila Cuesta, Madrid, 12/03/1919 – Barcelona, 13/07/2001), triunfador a ambos lados del Atlántico y (lo que es más difícil) durante y después del franquismo.

Una película interesante

Estrenada en el Palacio de la Música madrileño el 21 de abril de 1957, “El hombre que viajaba despacito” forma con la previa “Fulano y Mengano” y la posterior “El hombre del paraguas blanco” el tríptico humanista y poético-cómico que determina un interludio en la carrera del sólido director Joaquín Luis Romero Marchent, inserto en su muy notoria y loable especialización en el género western. Pese a que en su día la película constituyó un fracaso (se mantuvo escasos siete días en cartel) y provocó críticas poco entusiastas (como la del ABC, que consideraba al film capaz de un logro dificilísimo: el de convertir en aburrido a Gila), su protagonista y coautor del guión (basado en un argumento de Fernando Sánchez Cobos), el genio indiscutible e indiscutido del humorismo español, Miguel Gila, escribió en su libro autobiográfico “Y entonces nací yo” a propósito de la cinta:

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“Tan sólo una película, “El hombre que viajaba despacito”, dirigida por Joaquín Romero Marchent, resultó ser una película interesante, a pesar de estar realizada con muy bajo presupuesto, en la línea del cine neorrealista italiano de Vittorio de Sica y su “Ladrón de bicicletas”, “El techo” y otros títulos con un contenido de denuncia y crítica hacia la miseria de los marginados.

Vale la pena hablar de Joaquín Romero Marchent, “Tato” o “Tatín” para los amigos. Era algo especial, tanto en el trabajo como en la amistad. Tenía y supongo que lo seguirá teniendo, un carácter muy particular. (…) Con “Tato” Romero Marchent, además del trabajo, compartí una gran amistad y creo que más allá del trabajo y la amistad, el haber hecho la única película importante de todo mi quehacer cinematográfico.”

Así, según su propio criterio, “El hombre que viajaba despacito” debe ser considerada, como mínimo, como corresponde a la única obra fílmica que, de manera si quiera aproximada, consiguió reflejar el particular mundo creativo de un coloso del humor como fue Miguel Gila. Para ello contó, además, como valor añadido, con un reparto extensísimo, en el que tuvieron cabida los miembros de un abultado elenco. Película itinerante, se estructura a lo largo de un periplo que lleva a su protagonista de uno a otro escenario, con cambiantes circunstantes, medio de ofrecer oportunidades sucesivas a un sinnúmero de breves intervenciones de variopintos intérpretes de toda condición, incluyendo entre ellos a ilustres veteranos, prometedores novatos, completos

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desconocidos, espontáneos llegados de otras disciplinas, y perfectos desconocidos. De una de esas intervenciones, la que llevó a cabo José Sepúlveda, dimos cuenta, en la entrada correspondiente, en su día, siendo en esa ocasión la única en la que en este weblog nos ocupamos un tanto del film. Pasemos ya, a través de su argumento, a dar nombre y noticia de los rostros que van poblando la acción de “El hombre que viajaba despacito” , una de las obras esenciales de la carrera de su director, Joaquín Luis Romero Hernández Marchent (Madrid, 1921), hijo de Joaquín Romero Marchent Gómez de Avellaneda (el director de la revista “Radio Cinema” y de la productora Intercontinental Films) y hermano de los también cineastas Rafael y Carlos. Perteneciente a su primera etapa como director (tras un periodo de aprendizaje que se inició en la película “El crimen de Pepe Conde” (José López Rubio, 1946) y que se prolongó durante los siete años siguientes, siendo auxiliar, segundo ayudante y ayudante de dirección de Luis Lucia, Rovira Beleta y Díaz Morales), nos proponemos revisar hoy un film de Joaquín Luis Romero Marchent, “El hombre que viajaba despacito” , como una abigarrada galería de personajes y tipos.

Ante “El hombre que viajaba despacito” nos hallamos ante una “road movie” (en la terminología papanatas que se empeña en dignificar las cosas poniéndoles etiquetas en inglés) o, por mejor decir, ante una película itinerante. La particularidad del film radica en la premisa argumental que consiste en que su protagonista desea fervientemente llegar a su destino, pero haciéndolo, por seguridad, lo más despacio posible. Dotada, pues, de un ritmo pausado y hasta parsimonioso, “El hombre que viajaba despacito” alberga el encanto de la peculiar mirada de Miguel Gila, comentarista flemático de las incongruencias cotidianas que aplica su propia lógica delirante a cuantas maravillas se le van presentando en su peregrinaje. Resolviendo con aparente despreocupación cuantas incidencias se le presentan, Gila asiste a una especie de desfile de modestos prodigios, de ínfimas distorsiones a los que opone una devastadora mezcla de ingenuidad, arrogancia y picardía. La España que recorre tan despacio como puede, está enmarcada por un omnipresente ejército, y la pueblan camioneros que liban vino “a granel” y sin frenos, turistas que no se enteran de nada, hombres ligados a un mazo de cartas, niños avispados, titiriteros míseros, paletos brutales e insensibles. Mezclados con ellos, la gente “normal”, la más cercana al protagonista, se comporta convencionalmente, hasta con vulgaridad. Quizá no por casualidad, el calificativo que más se repite en la película es el de “pesado”, aplicado, indistintamente, a hombres, mujeres y niños. Dando vida a esos individuos que lo mismo arrojan al río a un árbitro, que simulan secuestrar a un bebé para gastar un bromazo, que se dejan romper una mano por un amigo, o que convidan a jamón en un trayecto por ferrocarril, una pléyade de actores (casi anónimos, unos, experimentados y consagrados profesionales, otros, improvisados, otros tantos) en intervenciones fugacísimas, transmiten la más acendrada verosimilitud al film. Trataremos de dar cuenta de (casi) todos ellos conforme desfilan a lo largo de la acción.

Se enciende el proyector

Cuando principia la acción de “El hombre que viajaba despacito”, Gila, que está cumpliendo con el servicio militar obligatorio, está encaramado en el cañón de un tanque. Llama a su camarada Basilio (Julio Riscal) para que le ayude a sacar una naranja que se le ha metido dentro del cañón, más que nada porque teme que el día de

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las maniobras, al dispararlo, le puedan dar un naranjazo a alguien. Asegura Gila que él no va a estar presente cuando se desarrollen las maniobras, puesto que ese día estará disfrutando de un permiso concedido para casarse. Basilio le asegura que es imposible que le concedan tal permiso y, ante la contrariedad de su amigo, le propone un método para ser rebajado de servicio y poder acudir a su propia boda. Consiste en lesionarle una mano dejando caer sobre ella la tapa de una caja de herramientas. Ante los titubeos de Gila, Basilio le explica lo que tiene que hacer: simplemente, poner la mano en la caja abierta y mirar para otro lado para no marearse. Entonces él dejará caer pesada tapa de la caja y se lastimará la mano. Cuando está haciendo la demostración, anuncia a gila que le han dado el permiso, con lo que es él quien hace polvo la mano de Basilio. Así Gila puede casarse con su novia Marta Hinojosa (Licia Calderón). Se traslada entonces la acción a la ceremonia de la boda, donde el oficiante es un cura a quien da vida José Prada (el inolvidable patriarca de la familia de “Surcos”, haciendo un papelito casi “sin letra”). La madre de la novia la encarna una llorosa Josefina Serratosa, y al padre de Gila, le da vida Mariano Ozores (padre). Asisten un par de amigotes de Gila que parecen aburrirse (Luis Rivera y Antonio Padilla). Tras la ceremonia, el banquete, reiteradamente interrumpido por un señor calvo muy pesado (José Santamaría) que repite insistentemente vivas a los novios, hasta que su vecina de mesa (Amalia Sánchez Ariño) le reprende con una pregunta retórica: “¿Pero es que no nos vas a dejar comer?”, nos brinda una actuación del combo “Los Toledanos”, que ofrece la oportunidad a los recién casados de abrir el baile. Mientras los enamorados evolucionan por la pista, tienen que aguantar la lata del amigote (el interpretado por Antonio Padilla) que se hace el interesante con un destino ideal para su viaje de novios que, enigmáticamente, se resiste a revelar, limitándose a decir que es un sitio “mucho mejor” que el que Gila ha elegido. Durante el baile, escuchamos conversaciones entre los invitados cómicamente enlazadas, empleando las últimas palabras de un diálogo para
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abrir el siguiente: en un rincón, dos señores muy serios (Teófilo “Totó” Palou, y un señor sin identificar) discuten amistosamente sobre la situación en Egipto y Abisinia, en otro, dos señoras, Doña Anita (Tina G. Vidal) y otra (Margarita Espinosa) hablan de la crianza del hijo de la segunda y del jarabe que desacertadamente le ha recetado el médico al peque; el señor calvo de antes (José Santamaría), disecciona el último partido de fútbol de su equipo con el amigo que se aburría en la ceremonia (Luis Rivera); una viuda (Ena Sedeño) le da la lata al padre de Gila con la carestía de la vida. Siempre, las últimas palabras del retazo de conversación atrapado por la cámara parecen estar destinadas a tener continuidad en el diálogo siguiente, en un ocurrente juego del guión. Finalmente, Gila le habla a Marta, sin revelárselo, del sitio en el que ha proyectado que pasen la luna de miel. Pese a la insistencia de un amigo que asegura haber pensado en otro mejor, Gila se mantiene firme. La siguiente secuencia nos muestra a los recién casados en Segovia, junto al acueducto. Allí son abordados por una gitana (Tota Alba), quien le dice la buenaventura a Marta, prediciéndole que tendrá muchos hijos. Gila está incómodo con la presencia de la gitana y no deja de insistir en que se marche. Cuando Marta le pregunta por su actitud tan áspera, Gila explica que una vez una gitana le predijo que no vería a su hijo y, aunque asegura ser escéptico en relación a las dotes de adivinación, semejante mal agüero no deja de producirle, al recordarlo, cierta inquietud. Tras el permiso, Gila debe volver al cuartel, donde se reúne con su amigo Basilio que tiene la mano lesionada. Pasan tres meses, en los que Gila aprende a tocar “Los sitios de Zaragoza” con una armónica, y se produce en anuncio, vía correspondencia, de que Marta está esperando un hijo. Gila se pone muy contento y, para atender la petición de su joven esposa, se propone obtener un permiso por méritos obtenidos en una prueba de “teórica militar”. Se examina ante el sargento instructor (Jesús Puente) y Gila ofrece una hilarante actuación como examinando francamente bestia, explicando a su inefable manera las partes y el funcionamiento del motor de explosión, el sistema de luces de un vehículo militar y, por último, detallando un supuesto práctico en el que explica cómo reaccionaria si, conduciendo un camión se viera obligado a atropellar alternativamente a una anciana o un perro, una anciana o un niño, o entre un señor de marrón y cualquier otra cosa. Las explicaciones de Gila sólo consiguen exasperar al sargento instructor (Jesús Puente) quien, consecuentemente, le deniega el permiso. Gila tiene que conformarse con escribir a Marta y prometerle que para cuando nazca el niño, él irá a
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verla donde esté. En esas, una noche, su amigo Basilio le dice que le tiene concertada una cita con un aviador que podrá llevarle en su aeroplano. Gila se presenta en un aeródromo, donde le espera el piloto con su aeroplano acompañado de un mecánico (Rafael Hernández), pertrechado con una voluminosa maleta de cartón y con un turrón empaquetado. El apurado futuro padre tiene muy presente (se lo ha dicho antes a su amigo Basilio) la nefasta predicción que le hizo una gitana por lo que, pese a subir al avión en un primer momento, pone una excusa (dice que el avión no vuela, que se limita a correr por el suelo) para bajarse. Poco después de que Gila se apee, el avión, que se había elevado al fin y había desplegado varias acrobacias aéreas, cae en picado y se estrella contra el suelo. Gila entiende que ha eludido su fatal destino y se decide a buscar un sistema de viaje que sea seguro y lento. Le encontramos a continuación en una estación de tren, haciendo cola ante la taquilla para sacar un billete de tren que, preferentemente, se mueva despacio. Aconsejado por otro viajero, también timorato (Luis Barbero), compra un billete para el tren mixto, que para en todas las estaciones y apeaderos. A consecuencia del cambio de planes, que retrasará su llegada, Gila decide poner un telegrama anunciando su llegada a su esposa.
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En el despacho de telégrafos le atiende la empleada a quien da vida Carmen Porcel (la hermana de Pedro Porcel y tía, por tanto, de Marisa Porcel) y que se ve obligada (con irritación creciente) a ir tachando, por ahorrar, palabras del texto que Gila le dicta en principio. Del inicial: “Llegaré tren mixto. Besos y abrazos”, el mensaje pierde primero el “mixto”, luego, también “tren” y, finalmente, como “ya saben que soy cariñoso”, Gila suprime también los “besos y abrazos”, quedando por tanto el telegrama en un sucinto “Llegaré”. Ya en el interior del vagón del tren en marcha, encontramos a Gila agradeciendo a su compañero de viaje, don Tomás (Félix Briones) unas lonchas de un jamón el cual alaba con entusiasmo. Y añade “yo podría invitarle a probar el turrón...”. A lo que su compañero contesta rápido “Se acepta”. Pero Gila se explica, completando la frase inconclusa: “...pero no puedo, porque es de Basilio. Se lo manda a su madre, y también cincuenta duros”. Y enseña un sobre que contiene el dinero. “Esto es sagrado. Ya me puede pasar lo que sea, que esto no lo toco”, explica con toda seriedad. Cerca de allí, un camionero (Roberto Camardiel) que lleva en su vehículo una carga de toneles de vino, está parado empinando el codo. El camión, entonces, se desliza por una cuesta abajo. Su conductor, se pone al volante y comprueba, divertido, que los frenos no funcionan. Volvemos al vagón donde están Gila y don Tomás. Beben vino de la bota del segundo. Gila le dedica un admirativo “¡Vaya vino!” y añade:
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“Yo podría invitarle a una gaseosa en la próxima estación...”, a lo que don Tomás contesta enseguida: “¡Se acepta!”, pero Gila, como hizo antes, completa su intervención con una excusa: “...pero este tren no para en la próxima estación”. Se detiene entonces el convoy. Un revisor les explica que estarán parados un rato porque están reparando la vía. Cuando Gila va a apearse, bajando por una ventanilla, se produce una sacudida. Es el camionero, que ha detenido su vehículo chocándolo contra el tren parado. Nuestro atribulado protagonista toma este nuevo incidente como otro aviso del Destino, por lo que decide dejar allí el tren y continuar a pie. Se despide de don Tomás a quien, por lo que dice, también le ha contado sus temores motivados por la antigua maldición gitana. Emprende su caminar por los andurriales y pasa la noche en una guarida. Mientras, en casa de Marta, su padre empieza a inquietarse porque allí no va nadie: “Ni viene el niño, ni viene el médico, ni viene Gila”. Ante el comentario de su mujer de que este último debe estar en camino, su marido replica que ya debería estar allí, que hay muchos medios para trasladarse y que “¡¡No va a venir andando!!” A la mañana siguiente, Gila se levanta y hace un poco de gimnasia para entrar en calor y desentumecerse (el humorista era un buen deportista y destacado gimnasta, por cierto). Junto a él hay un campo donde pacen unas reses bravas. Se va aproximando a
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un toro al que va lidiando “de salón”, hasta que, al llegar a su altura, rectifica y confiesa que, en realidad, los festejos taurinos no le gustan y sale corriendo. Caminando por la cuneta, se encuentra con el camionero de antes, que detiene su camión e invita a Gila a subir. Gila se resiste un poco y sólo accede cuando el conductor le promete que no le gusta correr y que conducirá a poca velocidad. Al subir a la cabina, el camionero, que se llama Luciano, ofrece a Gila beber de una goma que tiene conectada directamente al vino de los toneles que transporta, pero el pasajero declina la invitación alegando que “le da hipo”. Conductor y acompañante confraternizan por la vía musical. Luciano canta (el vino le aclara la voz) y Gila toca la armónica. Cuanto todavía no ha tenido tiempo de poner el camión en marcha, Luciano oye voces pidiendo socorro, procedentes del río cercano. Insta a Gila a bajar del camión y juntos se acercan a la orilla del río. Allí ven a un hombre (Enrique Ferpi) que pide auxilio debatiéndose en las fluviales aguas. Gila no parece muy convencido de que el individuo se esté ahogando. “Primero hay que saber si se está bañando o se está ahogando”. “Va vestido”, alega Luciano. “Sí, repone Gila, pero eso no quiere decir nada. Puede llevar la ropa por muchas razones. Hay gente con manías muy raras. A lo mejor es extranjero” Luciano insiste en que Gila se tire a salvar al accidentado. Éste le pide que le guarde el dinero de Basilio y le alarga el sobre con los cincuenta duros, pero Luciano pide que antes de que los deje a su cuidado los cuente, no vaya a ser que luego haya algún problema. Los dos se hacen un lío tremendo contando los billetes y no pasan de contabilizar 65 pesetas. Para entonces, el ahogado ya ha conseguido salir del agua por
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sus propios medios. Cuando Gila repara en ello exclama” Tanto gritar, tanto gritar, y al final, se salva solo”. El hombre salido del agua va vestido de árbitro. “¿Por qué va vestido de árbitro?”, le preguntan. “porque lo soy”, contesta el individuo. Según parece ha acabado en remojo como consecuencia de la victoria del equipo forastero por un gol a cero, tanto marcado de penalti. El árbitro les pide a Gila y a Luciano que vayan a la fonda del pueblo a buscar su ropa y que se la traigan, pero Luciano le contesta que él le lleva allí para que la recoja él mismo, que estando ellos no le pasará nada. No acierta en su pronóstico, porque en cuanto se presentan ante la puerta de la fonda del pueblo, un grupo de lugareños (entre los que distinguimos a Juan García Delgado y Luis Barbán, que son los que toman la iniciativa), considerando la presencia del árbitro en su municipio, una provocación, se acerca a los recién llegados con ánimo belicoso. El más pendenciero (Luis Barbán) pregunta al árbitro: ”A ti ¿quién te ha sacao del río?” “Yo”, contesta rápido Gila. “Yo lo he visto. Éste”, añade al punto señalando a Luciano. Instantáneamente se forma una pelea tumultuosa en la que Gila pierde momentáneamente el turrón de Basilio y un pueblerino (el interpretado por Luis Barbán que es, precisamente quien lanzó el primer golpe), un diente. Como saldo de la pelea, Luciano queda recluido en el calabozo municipal. Gila le transmite desde la reja del ventanuco sus ánimos y sus absurdos consejos jurídicos, en los que emplea una verborrea leguleya muy cómica, pero cuando Luciano le pide una ayuda más concreta, en forma de dinero con el que pagar la multa, Gila se evapora y reemprende su camino. Ya en la carretera, llegan a sus oídos las voces de unos actores de un serial radiofónico. Cuando se aproxima, buscando al malvado que ha oído amenazar a una indefensa niña, se encuentra con un coche detenido en el que una joven mulata (Terri Taylor) está oyendo la radio. Examinando el motor del coche, halla a dos jóvenes extranjeras más (María Piazzai, que es la que conduce y parece la líder del trío, y
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Margot Prieto), que le piden a Gila que las ayude si es que entiende de motores. Como hace siempre que se le plantea cualquier cuestión, Gila asegura ser un experto en la materia y se apresta a reparar la avería. Habla a las extranjeras con infinitivos, al estilo piel roja y terminando los sustantivos “a la francesa”. Cuando relaciona las herramientas que necesita reclama “el destornilladoré, el martillé, la llavé...” Al tocar el motor, retira la mano dolorido y exclama “quemé… la mané”. Su método de trabajo revela su completa ignorancia. Examina las distintas piezas como si estuviera revisándolas y va diciendo: “De tapón, bien; de cordones, bien; el tornillo, apretao, bien; de cazuela, bien, los dos canutos, muy bien ... O sea que, en realidad, ni merece la pena...” Pide que arranquen el motor sin haber hecho nada en él y se pone a rezarle a San Cristóbal. Milagrosamente, el coche arranca. Las tres extranjeras le invitan a viajar con ellas. Gila monta en el coche y se asusta de lo rápido que conducen. Sentado en el asiento de atrás, ve pasar el paisaje demasiado deprisa para su gusto. Echa de menos a Luciano, “tan lento, con su camionetita”, y se maravilla de haber reparado tan bien el motor. Luciano, por su parte, ya ha sido liberado y le vemos con su camión continuando viaje, cantando y bebiendo, según su costumbre. Las tres turistas detienen su coche para comer y entran en un parador. Gila las acompaña. Las dos chicas blancas le piden a su nuevo acompañante que las retrate con la cámara de fotos que llevan, mientras que la mulata se distrae con la radio, poniéndose a bailar lo que ella llama un “rock and roll”. Cuando el camarero (Juan Estelrich) ya ha tomado los pedidos, a una consulta disimulada de Gila, le informa a éste de que la cuenta
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subirá unos cincuenta duros, lo que hace que el peregrino, simulando estar acompañando el baile del rock, despeje el campo y tome las de Villadiego. No tarda mucho en encontrarse con Luciano, al que pide que le recoja en su camión. Luciano se resiste un poco, al principio, pero finalmente asegura que le llevará, siempre y cuando Gila beba del vino que transporta en el remolque. Tras hacerse de rogar, el futuro papá empieza a tomarle el gusto a la goma de la que mana el vino sin límite, hasta que el motor del camión se detiene inopinadamente. Luciano, que no consigue arreglar la “panne” echa a andar en dirección a un pueblo cercano para buscar quien les remolque, mientras que Gila permanece en la cabina del camión, cada vez más achispado y más enganchado al vino. En tal estado, lanza una exclamación en contra de los gitanos, teniendo como tiene siempre presente la fatal predicción que le hiciera una mujer de dicha raza. Quiere la casualidad que justamente le oiga el conductor de un carro de feriantes zíngaros, que protesta airadamente. Gila, para hacerse disculpar, le convida a beber vino, y el conductor del carromato avisa al momento a toda la trouppe, a la que lidera. Dos chicos jóvenes (Manolo Zarzo y Rafael Albaicín), una señora mayor (Josefina Bejarano), una niña (Pilarín Sanclemente), una jovencita, una cabra y un mono llamado Andresín completan el elenco. Gila traba amistad con la niña, a la que defiende cuando el patriarca del grupo parece amenazarla con pegarle. Todos, menos la niña y el mono, beben en cantidad. Gila se ofrece para actuar en el espectáculo con ellos alegando que sabe tocar “El sitio de Zaragoza” con su armónica y que, como le exige el jefe del grupo, además “sabe de títeres”. La actuación de esa noche en la plaza del pueblo resulta patética y se resuelve con un fracaso estrepitoso sin paliativos. No da la sensación de que serenos
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hubieran podido ofrecer un espectáculo mucho mejor, pero lo cierto es que las acrobacias de Gila, la música de su armónica y el chiste que cuenta finalmente, pintado de payaso, caracterizado como “El Gran Arturini”, desagradan profundamente al público, que expresa críticas poco comprensivas. Así, un voluminoso aldeano (Jerónimo Montoro), califica de “Mamarrachada” la actuación, negándose a aportar ningún donativo cuando la niña pasa el platillo; otro conciudadano (Luciano Díaz), asegura, indignado que “eso también lo sé hacer yo”, cuando ve cómo obligan a la cabra a subir a lo alto de una escalera. Hasta un tercer asistente, sordísimo (José María Rodríguez), expresa su irritación con la categoría del espectáculo, tras asegurarse, preguntándole previamente a un compañero si “son malos los cómicos”, a lo que le responden que “malísimos”. Cuando el público abandona la plaza, entre abucheos, Gila, todavía con la cara embadurnada con el maquillaje de payaso, se acerca al carromato, donde encuentra a la niña que está llorando porque, encargada de pasar el platillo, ha recaudado tan solo unas pocas perras. Gila trata de animarla haciéndola reír, pero la niña no puede eludir que, al obtener tan escasa recaudación, sin duda le pegarán. Gila entonces le miente y le dice que si le han echado tan poco dinero es porque lo había pedido él antes, y le da los cincuenta duros de Basilio. La niña sonríe feliz y le abraza, agradecida, mientras Gila (hablando en voz alta pese a que no puede oírle) promete a su amigo que le devolverá el dinero. Se ha puesto a llover copiosamente y el agua le está borrando del rostro la máscara de payaso. Entonces, el hombre le dice a la niña que tiene que irse para ver a un niño mucho más pequeño que ella. Le da un beso a la niña y los dos se despiden. Gila se pierde en la noche.

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A la mañana siguiente, Gila despierta en la plaza del pueblo rodeado de chiquillos. Uno de ellos, interpretado porCarlos Romero Marchent (el hermano menor del director del film), lo toma bajo su tutela. El rapaz le saca una perra gorda a cambio de una información innecesaria. Al preguntar Gila por un bar, el niño le exige una propina a cambio de las señas. El bar está en la misma plaza y Gila podía haberlo visto de haber mirado. Sin embargo, la perra gorda que obtiene el chicuelo le parece insuficiente y sigue al frustrado payaso con intención de sacarle algo más. Un niño aún más pequeño, que resulta ser Monchi, el hermano menor del otro, se suma a la expedición. En el interior del bar, el dueño, Marcelino (Ángel Álvarez) está discutiendo con su empleada Aurelia, a la que acusa de darle mal las vueltas y de que los filetes se le “pasan”. Gila, que todavía lleva puesta la nariz de payaso y aún le queda un rastro visible de maquillaje en la cara, pide que le despachen y cuando le atiende el dueño, le pide un vaso de agua. Con alguna sorna, el hostelero le pregunta de qué tamaño lo quiere. El niño descarado, se pide un vermut, pero Gila anula el pedido. Después de beber el vaso de agua, Gila pregunta: “¿Tiene más?”. Marcelino, sorprendentemente, le contesta que “para los artistas, tengo eso y más”, a lo que añade: “Estuvo usted muy bien anoche. Se lo digo yo. Aquí no entienden de arte. Yo no soy de aquí. Por eso de arte, entiendo un rato”. Gila se percata entonces de que va hecho un payaso, al verse reflejado en una bandeja en la que está escrito “Hay gambas plancha”. Se quita la nariz de payaso y pregunta por el lavabo para lavarse la cara. El niño, que le ha echado el ojo al turrón de Basilio, se ofrece acompañar al clown al lavabo. Éste se resiste, pero el chaval es muy persistente y entre él y su hermanito, le llevan la maleta y el turrón a Gila. Durante el lavado, los niños tratan de
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quitarle el turrón y le fastidian lo que pueden, pero la operación se culmina sin novedad. De vuelta en el salón del bar, vemos que han llegado tres parroquianos que ocupan una mesa. Le piden “una barajita” a Marcelino, que se la da rezongando “con la baraja en las manos, se pasan toda tarde con un triste café”. Luego le sugiere a Gila lo que tiene de menú, unas judías estupendas por seis pesetas. El viajero le pregunta por el juego de los clientes de la mesa y parece interesarse al saber que juegan a las siete y media. También pregunta por el tren que va a Madrid, que resulta que sale a las ocho, lo que le ofrece un amplio margen para comer y hasta para pasar la tarde allí. Preocupado por sus finanzas, Gila pregunta por el precio del billete. “Debe ser caro”, aventura, al saber por Marcelino que el viaje hasta Madrid es largo y le llevará casi toda la noche. “Unas cuarenta y cinco pesetas, si va en 3ª”, le contesta el tabernero. “Yo viajo siempre en 3ª. Los viajeros son más campechanos y te dan tortilla y todo...” Gila administra el dinero que le queda de los cincuenta duros de Basilio. Aparta lo necesario para comer y para el viaje y guarda lo restante. Entonces ve que, al otro lado del bar, Monchi se está zampando el turrón. Va a rescatar lo que queda del dulce y reprende al hermano mayor por no vigilar las travesuras del pequeño: “Aquí, mirando una partida de cartas, en lugar de estar al tanto de tu hermanito”. El rapaz, que es un punto, exclama “¿La partida? ¡Bah! Si yo tuviera dinero y me dejaran, en un momento me sacaba aquí quince o veinte duros!!”. “¿Pero se puede ganar tanto? ¿Qué hay que hacer?”, pregunta Gila. “Si me da un duro, se lo digo”, le responde el pilluelo. “Bueno, te lo daré de las ganancias”, cede Gila. El crío le expone su plan: “Usted va
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pidiendo cartas y cuando le silbe así (...), se planta. Y a ganar”. También se encarga de presentar a Gila a los jugadores dirigiéndose a quien conoce como “El Manías” pero al que llama Cosme (Jesús Guzmán). Gila es admitido en la mesa en la que encarnan a los otros dos apostantes Xan Das Bolas y Rufino Inglés, diciendo: “Yo sólo puedo jugar seis horas, porque a las ocho cojo el tren para Madrid”. “Entonces viajaremos juntos”, le dice Cosme. “¿Usted viaja en 3ª?”, le pregunta Gila. “No, no, yo viajo en 2ª”, replica Cosme. “Entonces no viajamos juntos”. La partida va transcurriendo y, auxiliado por los silbidos del niño, Gila consigue ganar una interesante suma de dinero. Conforme avanzan sus ganancias, va añadiendo platos a la comida encargada. Con alguna retirada, lo que hace que Aurelia sale y desale un filete varias veces, Gila consigue acumular un opíparo festín consistente en un plato de judías con chorizo, un bistec con patatas, café, pasteles, copa y puro. Además, consigue el dinero suficiente para viajar en 2ª. Cosme, al que se evidencia por qué le llaman “El Manías”, no deja de maldecir su suerte y preguntarse irritado que quién le mandaría a él ponerse a jugar a las cartas, si ya sabe que se le dan fatal. Finalmente, el esquilmado Cosme, hecho un manojo de nervios, abandona la mesa, así como Gila, que se retira también para dar cuenta de la comilona encargada. Paga al niño el duro prometido y le pregunta si sabe de algún sitio donde poder comprarle algo a su recién nacido hijo. Acompañado por los dos rapazuelos,
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Gila va a una tienda en la que una guapa joven (la dulce Araceli Fernández) le enseña un tren eléctrico, le da el precio de un caballito de cartón (veinte pesetas) y le ofrece algunos regalos prácticos, como un babero de plexiglás (que Monchi se encarga de ensuciar con restos del turrón de Basilio, que ha vuelto a “pescar”). Impermeable a lo práctico, Gila compra un triciclo. En el siguiente plano, vemos al triciclo cayendo del portaequipajes del vagón del tren sobre una anciana turista extranjera, con aspecto de excéntrica inglesa.

En el tren, de camino a Madrid, se produce un episodio extraordinario. Un viajante de hebillas, lleno de tics (Rafael Cervera), hace un solitario de imposible solución. El juego consiste en ir sacando aleatoriamente una carta tras otra y conseguir que éstas vayan saliendo por orden, empezando por el as de oros y continuando, por el dos, el tres, hasta completar los cuatro palos de la baraja completa consecutivamente y por orden. Como atentos espectadores del experimento, una auténtica proeza de la ley de probabilidades, al propio Gila acompañan Cosme (que finalmente viaja junto a él), la vieja turista excéntrica (desconocida), un matrimonio (formado por Emilio Rodríguez y Amelia Ortas), un señor con gafas que dice ser médico (Juan Hernández Petit), y el revisor del tren (Francisco Bernal). A Gila se le ocurre probar suerte con el extraño solitario, alegando que tiene muy buena mano con los naipes y que Cosme, allí presente, lo puede certificar. Todos le insisten al señor de la baraja para que la ceda al espontáneo. “Aquí el joven, tiene aspecto de hombre de suerte. Lo digo como médico, por su cráneo” La mujer extranjera va haciendo preguntas sin comprender porqué dicen que el hombre de los tics hace solitarios si no los hace solo. Gila le contesta que porque es viajante de hebillas. Cuando ya se dispone a realizar la prueba, la vieja de acento inglés pregunta:“¿Por qué el de las hebillas hace solitarios?” Gila no se inmuta para replicar al punto:“Porque es viudo y

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se congratula”. Saca una carta y, ante el pasmo general, esta es el as de oros. “La cuarta vez en diez años”, exclama el hombre de los tics, emocionadísimo. Gila, le reclama calma, “¡Usted no se preocupe, si tiene el médico al lao!”, y saca el dos de oros con parsimonia. “¡El dos de oros, por primera vez! ¡Dos de febrero de 1957! ¡Este día pasará a la historia”, prorrumpe el viajante de hebillas al verlo, a punto de desmayarse. “¿Por qué es viudo?”, pregunta la extranjera. “¡Porque hace lo que le da la gana! ¡Qué pesada!”, es la réplica de Gila antes de sacar, ante la conmoción general, el tres de oros. Justo en ese momento, Gila ve que el tren ha llegado a su pueblo y, tirando la baraja, se apea del tren. En el andén se desarrolla una sorprendente acción. Un hombre corpulento, de pavoroso aspecto (Juan Olaguíbel), corre portando en brazos lo que parece un bebé envuelto en mantillas. Le sigue una turbamulta de gente. Gila pregunta al jefe de estación lo que pasa y éste le contesta que le han robado su hijo recién nacido. Mientras habla con el jefe de estación, un hombre con el rostro cubierto por un antifaz, pone en manos de Gila un papel diciendo: “Un anónimo”. “¿De parte de quién?”, pregunta Gila. Sin obtener respuesta, el atribulado padre da lectura al mensaje, firmado por “El enmascarado”, en el que se le reclaman cien pesetas en concepto de rescate de su hijo, las cuales deberán ser depositadas en el “poco” de la Tía Cascajo. “En el poco ...” lee Gila, sin comprender. “Será el pozo”, sugiere el jefe de estación. “Es que falta la “zo”, dice Gila. Haciéndose cargo de la situación prestamente, nuestro héroe le pide los veinte duros al jefe de estación, “Ves lo que pasa, por darle mi dinero a la niña de los títeres, ahora no tengo pa mi”. El ferroviario no está dispuesto a darle el dinero y asegura que los padres “como debe ser”, rescatan a sus hijos con la violencia, pero que, claro “el miedo es libre”. “¿Miedo, yo?”, se enfurece Gila. “Además, por la letra se ve que es bajito. Yo a ese le machaco”, añade. Y termina: “Si yo, a las buenas, me quito el pan de la boca, pero a las malas soy una hiena”. Se interna en las vías muertas buscando al fugitivo que llevaba a su hijo, lanzando algunas advertencias al viento nocturno. Luego llama a su hijo por su nombre, “Gerardito”, y sorprendentemente, obtiene
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respuesta. Una vocecita le contesta. Gila tarde un poco en comprender que su hijo no puede es capaz de hablar, todavía. Poco después, da con la procedencia de la voz y descubre que ha sido víctima de una broma pesada de sus vecinos y amigos, a los que encuentra escondidos en un vagón. A continuación asistimos a la llegada de Gila al domicilio en el que le esperan su esposa Marta y los padres de ésta. Irrumpe en el tranquilo hogar hecho un huracán. Reparte besos y abrazos y asegura haber hecho de payaso y haber estado muy bien antes de entrar en el dormitorio en el que reposa Marta con un bebé en brazos. Al tomar a la criatura en los suyos, a la que llama “Gerardín”, es informado de que aquel bebé es una niña a la que llaman “Martita”. Esto asusta a Gila, que cree ver en ello la confirmación de la predicción nefasta de la gitana, pues, en efecto, no ha visto a “su hijo”, sino a “su hija”. Enseguida le tranquilizan, Gerardín está también ahí, arropado bajo las sábanas. Gila toma en brazos también al pequeño, ya convencido de que se ha deshecho la maldición. Entonces se le informa de que hay un tercer bebé, acostado al lado de la cama. Gila y Marta han sido padres de trillizos. FIN.

Apuntes a “vuela pluma”, pero despacito. Gila autor y Gila actor

Joven combatiente republicano en la Guerra Civil, conflicto bélico que le deparó el estremecedor trance de ser fusilado (para su suerte, de manera chapucera), Miguel Gila aportó a la historia del humor una particular y lúcida

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versión de la vida castrense, reveladora del profundo absurdo en que se sustentan no sólo las guerras, sino también el fundamento, la estructura y la praxis de lo militar. No es extraño que el film comience en el ambiente del campamento de instrucción en el que el protagonista está prestando el servicio militar obligatorio, deber patriótico que se imponía a los españoles varones bajo el régimen franquista en España y que Miguel Gila sabe mostrar en toda su rotunda estupidez. Con la misma penetración, el humorista supo a lo largo de su carrera, poner ante los ojos y oídos de su público la ingenua crueldad, la estulticia maliciosa, no exenta de incongruencia ni de rasgos surrealistas, que anidaba en el corazón del mundo rural. Brutos gamberros paletos que rebuznan cuando ríen y dan risa cuando se indignan son materia en manos de Gila que desvela una cierta cualidad del alma humana difícil de explicar con palabras pero que el artista supo retratar con sus monólogos. También esta temática encuentra reflejo en la película de Joaquín Romero Marchent, apareciendo a lo largo de la excusa argumental que aportó Fernando Sánchez Cobos . En cuanto a su labor ante las cámaras, digamos que el fuerte del humor de Gila se encuentra en la palabra, en lo verbal. Y ello no sólo por lo que dice, sino también por cómo lo dice. Su experiencia en Radio Zamora, con toda probabilidad, contribuyó a hacer de la suya una de las mejores voces del terreno del humor. No obstante, se encuentran en “El hombre que viajaba despacito” varios momentos en los que el humorista explota la comicidad más física, demostrando que dominaba la gestualidad y el lenguaje corporal de los cómicos del cine mudo, como se hace patente en el episodio en que hace de fotógrafo, que recuerda en algunos instantes al mismísimo Chaplin, o en su pantomima del toreo.

Y si hablando del buen hacer de Gila nos hemos acordado de Chaplin, quizá parezca igualmente osado atrevernos a evocar al mítico Federico Fellini para referirnos a algunos destellos de la labor de Joaquín Luis Romero Marchent y del excelente operador Godofredo Pacheco, concretamente estamos pensando en la parte final del episodio que pone a Gila en situación de emular a un clown y de fracasar en el empeño, en una actuación no exenta de patetismo, escena que parece transitar por las cercanías de un film clave del idolatrado director italiano, entonces reciente, como “La strada” (1954).

“El hombre que viajaba despacito” sorprende por su ritmo y por su deliberada omisión de efectos cómicos

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estruendosos. De tratarse de un concierto llevaría la anotación de “piano” y los instrumentos sonarían con sordina. Tanto las situaciones planteadas, como la forma de resolverlas (o, incluso, de no resolverlas) recuerdan un tanto el estilo de Jacques Tati en “Las vacaciones de Mr. Hulot”, pues Gila, muchas veces, se limita a “pasar a través” de los acontecimientos, sin modificar apenas las diferentes situaciones, más descritas que afrontadas. En más de una secuencia, el espectador puede sentirse legítimamente defraudado (lo que explicaría en parte el fracaso comercial del film) al no concluirse con una decidida apuesta por la carcajada, en forma de pirueta o explosión. Gila emplea la palabra para comentar lo que está viviendo y su particular mirada para seguir adelante. Los problemas, como el turrón de Basilio, sólo van deteriorándose, erosionándose, en el devenir, sin plantearse soluciones drásticas. Cuando las complicaciones llegan a un nivel de exigencia, Gila desaparece y (como en el caso del encarcelamiento de Luciano) terminan por resolverse solas. El suspense por el filete que podrá o no comerse Gila en función de su fortuna con los naipes está apenas esbozado, otro mucho mayor, el que sobreviene como consecuencia del experimento del solitario tampoco se prolonga excesivamente y termina abruptamente con la “dimisión” del protagonista.

Reparto de notas o notas del reparto

“El hombre que viajaba despacito” fue, como decía el mismo Gila al principio de este texto, en fragmento extraído de su libro de memorias “Y entonces nací yo”, una película de muy bajo presupuesto. Sin embargo, su

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reparto, visto hoy, puede parecer de mayor categoría que la que tuvo entonces, debido a que algunos de sus intérpretes alcanzaron, con posterioridad al film, gran notoriedad. Tal es el caso de Jesús Puente (Jesús Puente Alzaga, Madrid, 18/12/1931 – 26/10/2000), que llegaría, en pocos años, a ser uno de los actores más reconocidos y queridos por el público español, debido espacialmente a su desembarco en la incipiente televisión, pero que en 1957, a sus veinticinco años mal contados, todavía era un recién salido del TEU, cuyo nombre estaba muy lejos de ser popular. Casualmente, en el reparto de “El hombre que viajaba despacito” se hallaba la que, andando el tiempo, sería su pareja y esposa, Licia Calderón (reemplazando en tal cometido a la actriz especializada en doblaje, María Luisa Rubio). En el rodaje del film de Joaquín Romero Marchent no coincidieron todavía, cosa que tampoco sucedía en un film de Pedro Lazaga del año anterior, “Muchachas de azul” (del cual hemos hablado aquí repetidamente), pese a que también figuraron ambos en su reparto. Jesús Puente, actor de trayectoria reconocidísima (felizmente), de cuya figura el público en general dispone de información abundante, no requiere de este burgomaestre mayor comentario en este punto y sí, probablemente, en un futuro, una entrada monográfica.

El actor encargado de dar vida al importante papel de Basilio, el amigo más próximo a Gila mientras éste se

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encuentra en el trance de prestar el Servicio Militar, fue Julio Riscal (José Antonio Nieto Martín, Madrid, 12/07/1928), alguien quien, por aquellos años, menudeaba su presencia por muchos repartos colectivos, siendo un miembro habitual de cualquier grupo masculino que se formara para la pantalla, ya fuera de estudiantes, como en “La casa de la Troya” (Rafael Gil, 1959), ya fuera de militares, como en “La patrulla” (Pedro Lazaga, 1954). Su imagen pizpireta y sandunguera funcionaba como un necesario condimento en protagonismos colectivos. Su acceso al mundo cinematográfico se produce siendo todavía un niño en la película “Mi fantástica esposa”, donde representa un mínimo papel. Después de este “test”, se matricula en el Conservatorio para formarse seriamente. Cuando le faltan unos pocos días para completar la carrera, recibe una oferta de trabajo y se enrola en la compañía teatral de Ana Adamuz, debutando en el escenario interpretando, a los veintipocos años en el papel de Don Poquitín, de la obra “La infanzona”, un personaje que le dobla la edad. Su incipiente y ascendente carrera se ve interrumpida por el Servicio Militar. A continuación, accede a la interpretación radiofónica en Radio Madrid y también al doblaje. Su retorno al cine se produce en 1948, a través de su interpretación del Generoso del film “Aventuras de Eduardini”, a quien sucederían los personajes de un paje en “El capitán de Loyola” y de Felipe en “Alas de juventud”. A los veintidós años ya ha encarrilado su devenir cinematográfico y será en la década de los cincuenta cuando se afiance en los tipos de rol a los que unas líneas más arriba hacíamos referencia. En términos individuales, alcanzó su máxima popularidad cuando en 1979 encarnó, dentro del programa televisivo de José María Iñigo para la tarde de los domingos, “Fantástico”, al pintoresco personaje del “Conseguidor”, una especie de Santa Claus laico y “full time” de andar por casa.

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Otro de los miembros destacados del reparto de “El hombre que viajaba despacito” es Roberto Camardiel Escudero (Alagón (Zaragoza), 29-11/1917 – Madrid, 7-11-1986). Encarnación del paradigmático hombre sencillo y corpulento, algo tosco y “todo corazón”, este actor tuvo una trayectoria personal acorde con imagen de persona ajena a las excentricidades. Así, una vez completados los estudios de bachillerato en su Aragón natal, se inició en el ambiente teatral de su tierra y fue ganando posiciones mientras consolidaba su oficio trabajando sobre los escenarios enrolado en distintas compañías escénicas, entre las cuales destaca la de Ismael Merlo. Accede al cine en 1952 al debutar en “Persecución en Madrid” (Enrique Gómez), pero no se aposenta en el medio hasta unos años más tarde, cuando tiene ya una solidísima experiencia profesional como respaldo y se hace con una posición como actor de carácter que le permite trabajar muy fecundamente durante más de veinte años ante las cámaras. Su presencia en la cinematografía española se hace habitual en todo tipo de films comerciales, prestándose con la misma profesionalidad a acompañar a niños prodigio, como Marisol y Joselito, que a actuar en peplums, westerns, comedias, películas de aventuras, hagiografías, y terror. Su buen hacer se vio especialmente recompensado cuando el Círculo de Escritores Cinematográficos le premió por su labor en “Ensayo general para la muerte” (1962, Julio Coll), donde interpretaba a un inspector de policía, en un rol algo más refinado de lo que en el grueso de su carrera era habitual. Al año siguiente, fue el Sindicato Nacional del Espectáculo quien le distinguió con su galardón anual por sus interpretaciones en “Isidro Labrador”, de Rafael J. Salviá, y en “Piedra de toque”, de Julio Buchs. Con ser importantes estos premios, es sin duda su reconocimiento entre el numeroso y entusiasta grupo de admiradores del western europeo la mejor garantía de que Roberto Camardiel se mantendrá mucho tiempo en la memoria del espectador.

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Magdalena Castro, a la que se le conocía entonces como “La de la voz cálida”, publicó varios Ep’s en España por aquel entonces. El mismo año de rodaje de “El hombre que caminaba despacito”, bajo dirección de Jesús Franco (autor, con Enrique Pinilla, de la música del film de Romero Marchent) y con el mismo director de fotografía, Godofredo Pacheco, protagonizó un documental de dieciséis minutos con argumento de José María Forqué, titulado “El árbol de España”. Este burgomaestre adjudica a la cantante el papel de la gitana joven de la troupe que lideran José Sepúlveda y Josefina Bejarano, a la que apenas se le adivina la efigie, por la sencilla razón de que no encontramos otro personaje que asignarle a la luz de la foto de la portada de uno de sus EP’s. Es difícil establecer un parecido, porque mientras que en el disco se utiliza un retrato suyo, un primer plano muy maquillado, en la película apenas se le puede vislumbrar el rostro, tomada casi siempre en planos medios y generales y siempre en movimiento.

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En “El hombre que viajaba despacito” se dan algunas circunstancias familiares curiosas. De una parte, el director tiene a sus órdenes a su hermano pequeño, de otra, el matrimonio formado por José Sepúlveda y Josefina Serratosa, actúan en el film, aunque no coinciden en ningún momento del mismo (ni, presumiblemente, del rodaje). Además, encontramos a una madre y a su hija actuando ambas caracterizadas como gitanas, pero en lugares y momentos distintos y sin que exista entre sus personajes ninguna relación, más allá de su pertenencia a una determinada minoría étnica. Tota Alba (Dolores Bejarano Alba, Buenos Aires (Argentina, 5/3/1914), hija de Josefina Bejarano, actriz española que había emigrado a Argentina y que regresó a nuestro país a mediados de los años 30,se constituyó una extraordinaria y sobrecogedora presencia de nuestro cine, que fue magistralmente utilizada en un excelente film, “El extraño viaje” (Fernando Fernán-Gómez, 1966) y malbaratada en esperpentos como “La endemoniada” (Amando de Ossorio, 1975). Muy habitual de la pequeña pantalla, a Tota Alba se le distinguió con el Premio del Sindicado del Espectáculo por su trabajo en “Canción de cuna” (1961, José María Elorrieta) y compuso, en el film que hoy nos ocupa, un vistoso tipo de gitana que dice la buenaventura a los pies del acueducto de Segovia a la pareja de recién casados que formaban Gila y Marta (Licia Calderón).

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La pequeña Pilarín Sanclemente alcanzó el punto álgido de su popularidad cuando encarnó el ingrato papel de Pili, la perversa antagonista de Marisol en “Ha llegado un ángel” (Luis Lucia, 1961) en la que fue, precisamente, su despedida de la pantalla grande. No era la primera vez que actuaba en un film protagonizado por la prodigiosa niña malacitana, e incluso antes, había formado parte del elenco de uno de los films del otro fenómeno infantil del cine español de la época, Joselito, en “Escucha mi canción”. Militante en el nutrido grupo de niños actores que se dieron cita en los estertores de la década de los años cincuenta y comienzos del decenio siguiente (legión en la que militaban también sus hermanos Lidia y Fernando), Pilar Sanclemente, pese a ser ya una veterana en el cine que intervenía en su ya novena película, es aún muy pequeña en “El hombre que viajaba despacito” y no tiene más remedio que hacer de niñita inocente y adorable. Joaquín Luis Romero Marchent, sin duda muy satisfecho con la fotogenia y la gracia de la pequeña, la hizo actuar también ante su cámara en su film inmediato, “El hombre del paraguas blanco”, del que hablamos un tanto aquí, cuando nos ocupamos de la carrera de Fernando Delgado.

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Para hablar de Xan Das Bolas (Tomas Ares Pena, A Coruña, 30/10/1908 – Madrid, 13/10/1977) habría que recurrir a un formato de extensión tal que excedería abrumadoramente el que se le puede destinar en una entrada de la naturaleza de la presente. Mientras llega un monográfico dedicado a su ingente presencia en el Cine Español, baste por ahora resaltar que, como es natural, dado que salía en “todas” las películas españolas, el sereno por antonomasia de nuestro cine volvió a coincidir con muchos de los profesionales que intervenían en “El hombre que viajaba despacito”. Menos prolíficos, en cambio, la guapísima María Piazzai y el torvo Rafael Albaicín venían de coincidir con el ubicuo actor gallego en “El fenómeno” (José María Elorrieta, 1956). Los dos hombres trabajarían más tarde en el western que dirigió Michael Carreras “Tierra brutal” en 1961, en el que le daban una tremenda paliza a nuestro querido Félix Fernández y en el que el que había de ser genial director de “A tiro limpio”, Paco Pérez Dolz, ejercía labores de ayudantía en la dirección.

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A Rufino Inglés (Rufino Inglés García, Madrid, 10/11/1902 – 2/11/1981) se le puede ver en un tan abultado número de películas que no desmerece en absoluto de los registros de su compañero Xan Das Bolas. Iniciándose en el cine en 1925, en el film “La virgen de cristal” de los hermanos Sturio y Manuel Lois Piñeiro y José Buchs, trabajó con una intensidad casi inverosímil, haciendo pequeñas intervenciones en una inverosímil suma de títulos, alcanzando, por ejemplo, la prodigiosa cifra de 13 acreditaciones en films producidos en 1958 (en España se produjeron aquel año un total de 75 films contabilizando también las coproducciones) y 11, en 1956. Por comparación, el año de “El hombre que viajaba despacito” debió parecerle “flojito” al bueno de Rufino (destacado ciclista que alcanzaría el campeonato nacional de España en 1926) pues “sólo” intervino en 7 películas. Habitual en los trabajos de Joaquín Romero Marchent, no debió representar ningún compromiso avenirse a compartir mesa de juego para unos cuantos planos con Xan Das Bolas, Jesús Guzmán y Gila, en lo que probablemente fue una sesión de trabajo de medio día.

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Josefina Serratosa (Josefina Gaxa Pereira, San Sebastián, 5/3/1911 – Madrid, 14/12/1990), la oronda y humanísima esposa de José Sepúlveda, disfrutó en el cine de una trayectoria no tan dilatada como la de Rufino Inglés. La primera parte de su devenir profesional la dedicó al teatro y no recaló en el Séptimo Arte hasta rebasar la cuarentena de edad, momento en el que, junto a su esposo, con quien siempre había compartido escenario, se establece en Madrid, abandona la baqueteada vida del cómico itinerante y aporta su experiencia actoral ante las cámaras cinematográficas. Su físico de mujer madura, resuelta, rotunda y fuerte resultaba idóneo para encarnar a señoras de condición humilde, pero de carácter. Tiránica con maridos débiles (por lo que su propio esposo, pocas veces fue elegido para representar ese papel en la pantalla), se enternecía fácilmente ante los encantos de la infancia, fuera esta representada por Rocío Dúrcal o Marisol, o de la candorosa juventud en general. Probablemente, para los lectores de los tebeos Bruguera, ella habría sido una buena “Doña Tula, suegra”, el personaje de Escobar al que la Censura envió a la papelera.

El caso de José Prada (José Prada de la Vega, Toledo, 15-11-1891 – Madrid, 19/8/1983) es paradigmático de la precariedad del cine español. En cualquier cinematografía debidamente dotada de medios y dignidad, un actor que había demostrado sobradamente su capacidad, como él lo hizo en “Surcos” (José Antonio Nieves Conde, 1951), dando vida magistralmente al patriarca, don José, de la familia protagonista, difícilmente se habría visto obligado a aceptar papeles tan ínfimos como el que le correspondió en “El hombre que viajaba despacito”. Y, sin embargo, demostrando con su filmografía tal extremo, José Prada aceptaba cualquier oferta de trabajo sin conceder, al parecer, la menor importancia a la repercusión que en su carrera pudiera tener una sucesión de roles infinitesimales. Reclamado insistentemente por cineastas que, por los años cincuenta, especialmente, mimaban el

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aspecto de la interpretación, como Rafael Gil, Nieves Conde o Ladislao Vajda, José Prada se mantuvo profesionalmente fiel a su descubridor, Florián Rey, quien le hizo debutar en el film “Carmen, la de Triana” (1938) y fue igualmente muy bien valorado por cineastas aparentemente tan divergentes como Juan Antonio Bardem, Arturo Ruiz Castillo, Edgar Neville o el propio Joaquín Romero Marchent. Para este burgomaestre, en particular, constituye un misterio inescrutable que a lo largo de su dilatada carrera fílmica no fuera distinguido con ningún premio importante y, quizá por eso mismo, es serio candidato a protagonizar una futura entrada en “Lady Filstrup”.

Carmen Porcel Bares, como José Prada, dispone de un papel ínfimo en “El hombre que viajaba despacito”, sin apenas texto, si bien, cuando menos, su rol de empleada de telégrafos le permite hacer gala de su expresividad, un don que podríamos considerar genético pues, como su hermano Pedro, era descendiente de una familia de actores, la cual conoció sucesión en la persona de su sobrina Marisa (hija de su hermano Pedro). Carmen Porcel se dedicó preferentemente al teatro, pero contribuyó con su oficio a un par de docenas de películas en las que obtuvo papel entre 1953 y 1970, siendo especialmente requerida por Jesús Franco y Pedro Lazaga.

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Don Mariano Ozores Francés actuaba en 1920 en la obra “Blanco y Negro”, original de Ramón Peña y Antonio López Monís, con música del maestro Millán. La estrella del espectáculo era doña Luisa Puchol Butier, artista hija y nieta de artistas nacida en Valencia en 1892, que había regresado a España tras triunfar actuando en operetas en el Teatro Hipódromo de Nueva York entre 1915 y 1919. Don Mariano y doña Luisa se conocieron, pues, en el Teatro Calderón y, dos años después, contraído matrimonio en Valencia en 1921, tuvieron un hijo al que llamaron José Luis. Cuando su hijo mayor contaba cuatro años, vino al mundo su segundo retoño, al que pusieron el nombre de Mariano y, transcurridos un par de años más, en 1928, un tercer hijo, Antonio, completó el célebre trío de los tan queridos hermanos Ozores. Si fuera este sólo, sería mérito suficiente para recordar con reverencia a Don Mariano Ozores (padre), pero sucede que, además, este que fue un joven empleado de banca, sin antecedentes artísticos en su familia, completó, con sus incursiones en el cine, una carrera muy meritoria en el difícil arte de entretener al público. Comediógrafo, además de actor, fue prolongando, merced a su calvicie y a su notable miopía, una imagen de entrañable ancianidad desde una edad más bien temprana, hasta la completa senectud. Don Mariano Ozores fue un abuelito divertidísimo en gran número de films, con especial incidencia, es claro, en la trayectoria de su hijo Mariano, lo que es lo mismo que reconocer que, gran parte de su carrera cinematográfica se correspondería con un feliz y bullicioso “asunto de familia”. Adoptar a Gila en la ficción de “El hombre que viajaba despacito” no debió costarle mucho a don Mariano, habida cuenta de la estrecha relación de amistad y de colaboración profesional que el cómico mantuvo con sus propios hijos José Luis y Antonio.

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José Santamaría (siguiendo el hilo ozoriano) intervino en tres films actuando a las órdenes de Mariano Ozores (hijo). Teniendo en cuenta que su carrera cinematográfica llegó a totalizar 18 títulos, es una parte considerable. Este hombre alto, delgado y calvo ofrece, a través de esa docena y media de films, una muy variopinta gama de estilos cinematográficos, habiendo actuado a las órdenes de directores tan dispares entre sí, como diversas fueran las caracterizaciones que adoptó en sus intervenciones. El grueso de su filmografía llevaría la firma de directores en cierto modo próximos, como Joaquín Luis Romero Marchent (para quien debutó en “Juzgado permanente” (1953), José María Elorrieta (con quien hizo “Mensajeros de paz” (1957) y “El hincha” (1958), films en los que coincidió con nuestro aquí recordado José María Tasso) y el ya mencionado Mariano Ozores, a cuyas órdenes rodó “Las hijas de helena” (1963) (otra vez, con Tasso), “Le llamaban la madrina” (1973) y prestó su voz para el documental “Morir en España” (1965) que ofrecía la versión franquista de la Guerra Civil que la rebelión de una parte del ejército había provocado. Entreverados con estos modestos y comerciales films aparecen otros bien distintos, como el lujoso éxito “¿Dónde vas, Alfonso XII?” (Luis César Amadori, 1958), el experimental “No contéis con los dedos” (Pere Portabella, 1967), el malditísimo y magistral “El mundo sigue” (Fernando Fernán-Gómez, 1965), y culminando su trayectoria profesional como actor con el insólito “Piratas” (1986), de Román Polanski. Así, este hombre que en “El hombre que viajaba despacito” repite hasta cuatro veces consecutivas “¡Vivan los novios!” y al que sólo volvemos a ver para oírle comentar los fallos de un equipo de fútbol en un partido reciente “...Un penalti fallado y dos tiros a las nubes...”, desfiló, casi inadvertido e irreconocible tomando, por ejemplo, la apariencia de Escobar, un cercano colaborador de Canovas del Castillo en “¿Dónde vas, Alfonso XII?”, o la de un gángster en persecución, con otros sicarios, de un misterioso maletín en “Le llamaban la madrina” (film del que algo dijimos cuando dedicamos una entrada a Jesús Tordesillas), o la de un vigilante que sorprende al personaje de José María Tasso (¡otra vez él!) ayudando a Dianik Zurakowska a fugarse de la residencia para señoritas en la que pernocta en “El mesón del gitano” (Antonio Román, 1970), o la del maestro carpintero, ya hecho un anciano cubierto de blancas barbas, que ayuda al Pirata Rojo Matthau en “Piratas”. Muchos disfraces diversos para un actor de fisonomía huidiza.

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El gran Manolo Zarzo (Manolo López Zarzo, Madrid, 26/04/1932) estaba a punto de cumplir sus tiernos veinticinco años de edad cuando se estrenó “El hombre que viajaba despacito”. Era su sexta película y, desde su debut en la neorrealista, de intención renovadora, “Día tras día” (Antonio del Amo, 1951), había acompañado ya a figuras del folclore populachero como Antonio Molina (en “El pescador de coplas”) y Joselito (en “La saeta del ruiseñor”), ambas del mismo director que le había dado la oportunidad en el cine, aunque realizadas con una intención mucho menos ambiciosa. Entre el citado en primer lugar y los otros dos, media el servicio militar del actor y muchas dudas a propósito de su continuidad en el cine. Sin embargo, aquel joven que, cuando niño, había formado con su hermana Pepita una pareja artística llamada “Los chavalillos de España”, logró afianzarse en la profesión precisamente en 1957. A lo largo de una carrera prolífica y muy meritoria, Manolo Zarzo ha conseguido participar en la práctica totalidad de las sucesivas tendencias del cine comercial español consiguiendo siempre realizar un trabajo digno, que ha llegado al público eficazmente, ganándose su respeto y admiración, cualquiera que fuese el género del film en que actuara. Intérprete reconocido por la audiencia tanto en cine como en televisión, Manolo Zarzo no ha obtenido, en cambio, los galardones oficiales que una carrera como la suya, de tesón y profesionalidad, merecen sin duda (un premio del Círculo de Escritores Cinematográficos en 1965 y dos del Sindicato Nacional del Espectáculo, en 1966 y 1977, constituyen todo su bagaje en este terreno). Actuar en más de ciento cincuenta películas, en papeles, por lo común, de responsabilidad, en una cinematografía tan asesina como la nuestra (que devora actores, especialmente a partir de los años sesenta, con voracidad pasmosa), sabiendo adecuar la elección de sus sucesivos trabajos al paso de la edad, no es moco de pavo y sería conveniente recompensarlo con alguna distinción que premiara el conjunto de su carrera.

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El entrañable Luis Barbero (Madrid, 8/8/1916 – 3/8/2005), como otros compañeros de generación, tales como José Orjas y Joaquín Roa, tras consagrar varias décadas al género cómico en los escenarios teatrales, representando comedias memorables de Jardiel, Muñoz Seca o Arniches, accedió en los últimos años de su vida a la popularidad a través de la pequeña pantalla, medio del que fue asiduo colaborador y donde encarnó habitualmente la tierna figura del anciano despistado, a menudo en espacios destinados al público infantil. Encarnando una figura similar a la que también prestó su apariencia su compañero en “El hombre que viajaba despacito”, Mariano Ozores (padre), Luis Barbero fue requerido, como él, para actuar en muchos de los films de su hijo Mariano. Debutante en el cine, precisamente en el film que nos ocupa hoy, y manteniéndose activo hasta muy provecta edad, Luis Barbero culminó una carrera de extraordinaria dimensión, que le llevó a trabajar para el público a lo largo de siete décadas (desde los años 30 hasta los 90), las cinco últimas desde las pantallas grande y pequeña. De su paso por uno de sus últimos films, “El rey pasmado” (Imanol Uribe, 1991) hicimos aquí mención en la entrada dedicada a José María Tasso. Este hijo de un director de una compañía de zarzuelas, que se inició en los escenarios debutando en 1939 en la representación de “El rey que rabió”, del maestro Chapí, trabajó como tenor cómico en diversas compañías líricas y, ya como actor “hablado” enrolado en la compañía de Loreto Prado y Enrique Chicote cultivó la amistad de Carlos Arniches y Benavente, a quienes estrenó varias obras. También, en el Teatro de la Comedia, trabajó en libretos de Jardiel Poncela, tales como “Blanca por fuera y Rosa por dentro”, que estrenó el 16 de febrero de 1943, representación en la que coincidió con el antes citado José Orjas. Pocos días antes de cumplir los 89 años de edad, Luis Barbero dejó este mundo inhóspito y se llevó c
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on él un buen trozo de visible y contagiosa bondad, esa que, reforzada por una acrisolada profesionalidad fue reconocida por sus compañeros de profesión a través del homenaje que le rindieron sobre el escenario del Teatro de la Zarzuela en 1997 y de la concesión por parte de la Unión de Actores del premio “Toda una vida” en su edición del año 2000.

En “Gayarre”, biopic del mítico tenor navarro que dirigió Domingo Viladomat, estrenado en 1959, y del que hablamos algo en la entrada dedicada a la memoria de Fernando Cebrián, se daban cita unos cuantos de los intérpretes del film del que nos ocupamos hoy. Además de Francisco Bernal, Teófilo Palou y Luis Domínguez Luna, encontramos a Luis Rivera, en el papel de Ramón, hermano del tenor. Por cierto, que Francisco Bernal no tuvo que quitarse el uniforme de revisor para actuar en “Historia de una noche” (Luis Saslavsky, 1963), film en el que volvió a encontrarse, además de con la misma indumentaria, con otros compañeros de “El hombre que viajaba despacito”, como el mismo Luis Rivera, que hace otro empleado ferroviario, y a Ena Sedeño, que hace su acostumbrado papel de señora, como debe ser.

Juan Hernández Petit, escritor y conferenciante, colaborador durante muchos años del diario ABC, compuso en

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los años cuarenta una serie de “Vidas Ilustres” para la radio a las que se encargó de poner voz el tristemente célebre actor, locutor y profesor de interpretación, Fernando Fernández De Córdoba, a quien recordamos aquí cuando se cumplieron los setenta años de que su “speech” radiado pusiera fin a la infame Guerra Civil española. Su cometido en “El hombre que viajaba despacito”, de mero comparsa, pudo tener su origen en la buena relación que, presumiblemente, debía unirle con el productor del film, el aragonés Santos Alcocer, un franquista entusiasta que, en reportaje que el propio Hernández Petit publicó en ABC recordaba el asesinato de Calvo Sotelo el cual, según la versión de los hechos del régimen de Franco, desencadenó el inicio de la Guerra Civil. De la fotografía que el mismo diario ABC publicó, tomada durante un acto de la Peña Chicote en homenaje al periodista, en la que puede vérsele recibiendo el abrazo y la felicitación de Fernando Fernández de Córdoba, ha podido obtener la identificación (en un porcentaje de certeza que cifraría en el 80%) de Juan Hernández Petit.

Hombres rústicos y chicas guapas

El paisaje humano de “El hombre que viajaba despacito” remite a una España poblada por personas más toscas, más rudas, más naturales, más pegadas al terreno y mucho menos sofisticadas, cínicas y problemáticas que las que la habitan hoy. Esos españoles de manos curtidas en el arado, que conducían camiones desvencijados por carreteras impracticables, o que llevaban su modestísimo negocio hostelero con un trozo de lápiz reposando en la oreja derecha son los españoles que Gila veía con su mirada penetrante y afilada, seres hechos de un barro tan primigenio y, sin embargo, atravesados de absurdo desde su raíz. La mirada del genio del humor era la encargada de extraer esa veta oculta al exterior y los rostros idóneos que reflejaban esta aparente contradicción fueron para el cine los de Félix Briones, Luciano Díaz o Ángel Álvarez para papeles de escasa extensión, o el de Roberto Camardiel, para aquellos roles de cierta relevancia.

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Luis Barbán, el pueblerino más beligerante de “El hombre que viajaba despacito”, tenía un pequeñísimo papel en “Felices Pascuas” (Juan Antonio Bardem, 1954), como el sargento que trataba de repeler la “peligrosa” agresión del corderito “Bolita” a su cuartel y que provocaba una cadena de partes ascendentes por la cadena de mandos, desde el cabo de guardia (Alfonso Gallardo) pasando por el sargento mayor (Agustín González), y una serie de oficiales que iban del comandante Antonio Riquelme, al general Luis Pérez de León. En el mismo film de Bardem, Luis Barbán coincidía con quienes serían sus compañeros de “El hombre que viajaba despacito”, tales como Jerónimo Montoro (que trabajaría en media docena de películas, en papeles pequeños y seguiría vinculado al cine en tareas de producción), Luis Domínguez Luna (que hacía de barbero en “Felices Pascuas”), la monja que encarnaba Josefina Serratosa, y la niña Pilar Sanclemente, que hacía muy apropiadamente de “Pili”. Luis Barbán volvería a trabajar a las órdenes de Joaquín Luis Romero Marchent en seguida, obteniendo un papel en “El hombre del paraguas blanco” (1958). Juan García Delgado, compañero de rudezas y panas negras de Luis Barbán tuvo otro enfrentamiento con Roberto Camardiel en una película de Joselito del año siguiente. Nos referimos a “El ruiseñor de las cumbres” (Antonio del Amo, 1958), donde, en el papel de un indigente violento, trata de robarle, a punta de navaja, al falso ciego y músico Pepino (Roberto Camardiel), protector del niño
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Joselito. Roberto Camardiel (Alagón, Zaragoza, 29/11/1917, Madrid, 7/11/1986), uno de los actores más prolíficos del cine español, perteneciente la selecta categoría de los que sumaron más de cien films en su carrera, intérprete especializado en encarnar a hombres toscos y noblotes, aunque sin descuidar una amplia y variada gama de roles, habida cuenta su dilatada ejecutoria (encarnando con cierta frecuencia, en contraposición con su más habitual caracterización, a inspectores de policía), vestía en el film de Del Amo la que probablemente era la misma pelliza que había lucido en la piel del camionero Luciano. El anteriormente citado Jerónimo Montoro ya había actuado en un film previo de Joaquín L. Romero Marchent, su fundacional “El Coyote” (1955), del que algo dijimos aquí cuando hablamos de Fernando Delgado.

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Félix Briones y Luciano Díaz podían muy bien intercambiar sus papeles. Ambos respondían a la misma tipología de hombres rudos, procedentes del mundo rural o del proletariado. Curtidos, toscos, sin refinar, lo mismo encarnaban a un tabernero de pueblo (como Félix Briones en “Los clarines del miedo” –Antonio Román, 1958) que a un árbitro de un combate de boxeo (caracterización que refuerza la impresión de que Díaz debió practicar el deporte de las doce cuerdas) en “Aquellos tiempos del cuplé” (Mateo Cano, José Luis Merino, 1958). Luciano Díaz, excavador de zanjas urbanas en “Mi calle”-1960-, de Edgar Neville (director, quien, por cierto, solía contar, con frecuencia notable, con este actor ) había debutado en el cine en los míticos, heroicos y primerizos cortos de Eduardo García Maroto “Una de fieras” y “Una de miedo”, de 1934 y 1935, respectivamente. El debut de Félix Briones, en cambio, fue algo más tardío, en la exitosa película “de misiones” de José Luis Sáenz de Heredia “La mies es mucha” (1948).De físicos rotundos ambos, en Félix Briones destacaba una pelambrera espesa, negra y lacia y una boca grande en una cara basta, mientras que el rasgo más característico de Luciano Díaz era su nariz rota, de boxeador. Entre las despedidas del cine de ambos medió un relativamente escaso intervalo de
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tiempo. La última película de Luciano Díaz fue “Compadece al delincuente”, que, dirigida por Eusebio Fernández Ardavín en 1957, se estrenó bastante tardíamente, en septiembre de 1960, y le reunió con un buen número de compañeros de “El hombre que viajaba despacito”, como fueron Tota Alba, Ángel Álvarez, Josefina Bejarano, Francisco Bernal, Rufino Inglés, José Prada y Emilio Rodríguez . El último film en el que tuvo papel Félix Briones se estrenó unos meses después, en agosto de 1961, y lo dirigió Pedro Luis Ramírez. “Fantasmas en la casa”, adaptación de la obra de Jardiel Poncela estrenada en 1942, “Los habitantes de la casa deshabitada” deparó a Félix Briones la ocasión de volver a integrar un reparto junto a los sempiternos Rufino Inglés, Francisco Bernal y Xan Das Bolas, quienes, como ya se va haciendo más que evidente, “salían en todas”.

Ángel Álvarez Fernández (Madrid, 1906-1983) es uno de nuestros actores de reparto que, por encima del carácter episódico de los personajes que interpretara, más reconocimiento popular ha cosechado. Su trabajo en films destacadísimos de la cinematografía española, como los dirigidos por Luis García Berlanga: “Bienvenido, Mr. Marshall” (1952), “El verdugo” (1963), “Tamaño natural” (1973), o “La escopeta nacional” (1978), o por Marco Ferreri: “El pisito” (1958), “Los chicos” (1959), o “El cochecito” (1960) serían suficientes para garantizarle un puesto honorabilísimo en el olimpo del cine español, pero es que con la misma naturalidad, este antiguo miembro de la Junta del Espectáculo creada por el general Miaja en el Madrid cercado de la Guerra Civil, incorporó inolvidables papeles en films tan apreciables como diversos, entre los que querría destacar “Los clarines del miedo” (Antonio Román, 1958), “La vida alrededor” (Fernando Fernán-Gómez, 1959), o “091, policía al habla” (José María Forqué, 1960), donde daba vida a un sufrido vendedor de melones al que Tony Leblanc, volvía medio loco tratando de comprarle frutos que dieran el peso exacto. Ángel Álvarez, que ofreció su oronda y confortable fisonomía al espectador como un seguro refugio de humanidad, debutó ante las cámaras en un film hoy olvidado de Ladislao Vajda, “Cinco lobitos” (1945) cuando llevaba ejerciendo, desde ocho años

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antes, diversas funciones en torno a la creación y confección de películas, siendo exhibidor ocasional, guionista, ayudante de producción, script y ayudante de dirección en colaboración con directores como Ricardo Núñez, Ernesto González y A. Guzmán Merino.

Amelia Ortas y Margarita Espinosa habían coincidido en el accidentado rodaje de “Calle Mayor”, donde también participó Josefina Serratosa y del que algo hablamos con motivo de la entrada dedicada a Luis Peña. La primera, mujer entrada en años de expresión poco penetrante, presentaba en el film de Bardem a Juan (José Suarez) y a su futura víctima, Isabel Castro (Betsy Blair), en calidad de esposa de su jefe en el banco en el que trabajaba el primero. Por su parte, Margarita Espinosa contaba con un reducido papel, como fulana en el café de Doña Pepita, que le permitía decir tan sólo una frase.

Alicia Palacios Calderón, alicantina más conocida como Licia Calderón, destacó en la revista como vedette antes de incorporarse al cine. Triunfadora junto a Celia Gámez en el montaje de “El águila de fuego” de 1956, debutaría en el cine ese mismo año, en el film de Antonio Román “Dos novias para un torero” e insistiría en los años siguientes en el medio participando en varias comedias del periodo conocido como “Del desarrollismo”, éxitos que todavía hoy se recuerdan como “Muchachas

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de azul” (Pedro Lazaga, 1957). Los años sesenta la apartan un tanto del Séptimo Arte pasando a centrarse más en su labor en los escenarios, recalando en la televisión a partir de los años setenta. La belleza serena y elegante de Licia Calderón la dotan de una de las presencias más agradable y, a su manera, estimulante del panorama artístico español, como muy bien supo apreciar Jesús Puente, su pareja sentimental desde 1963 y con quien terminó por contraer matrimonio en 1993.

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La guapa italiana Maria Piazzai completó una intensa carrera cinematográfica extendida a lo largo de un más bien breve periodo de tiempo a caballo entre las cinematografías española e italiana. Debutante, con un gran impulso, en 1954, en tres films: “Sucedió en Sevilla” (José G. Maesso), “Viento del norte” (Antonio Momplet) y “Murió hace quince años” (Rafael Gil), repitió con el influyente director de este último título al año siguiente en uno de sus más interesantes propuestas, “La otra vida del capitán Contreras”, que protagonizara brillantemente Fernando Fernán-Gómez. De nuevo junto al genial director de “La vida por delante”, actuó en “El fenómeno” (1956), una de las tres películas que filmó a las órdenes de José María Elorrieta (las otras dos fueron “Carretera general” (1956) y “Muchachas en vacaciones” (1958). El mismo año en que intervenía en films de escasísima repercusión comercial tales como “Cuando el valle se cubra de nieve” (José Luis Pérez de Rozas, 1956), y “Piedras vivas” (Raúl Alfonso, 1956), que contenía un insólito papel protagónico para Alfredo Mayo envuelto en hábito clerical, Maria Piazzai volvía a figurar en un film cuyo reparto encabezaba el gran Fernán-Gómez, “Viaje de novios”, de León Klimovski. Su despedida del cine se produjo a bordo de “La cuarta calavera”, film completamente irrelevante de Miguel Martín que protagonizó el recientemente fallecido Antonio Ozores, estrenado en 1963.

La comedia fáustica de José Luis Sáenz de Heredia, “Faustina”, del mismo año de producción que el film del que nos ocupamos hoy, reunió en la misma secuencia a tres integrantes de ambos repartos: Francisco Bernal , Juan García Delgado y Margot Prieto. El primero participaba al segundo (en el papel de un camarero) del amaño de un concurso de ”misses” (el jurado del cual lo constituían Santiago Ontañón, José Ramón Giner y Rafael

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Bardem) consistente en que la participante Nieves Tello (Margot Prieto), novia del personaje de Tony Leblanc (presente durante la confidencia), debía ganar por ser la mantenida de un alto cargo. El celoso novio montaba en cólera y boicoteaba el certamen de belleza. Luego el espectador sabe que todo ha sido una estratagema de Faustina (la divina María Félix) que arruina los planes del frustrado demonio a quien daba vida Fernando Fernán-Gómez para provocar su derrota. Sea como fuere, Margot Prieto, pese a su figura juncal y notable estatura, cerraba con “Faustina” su meteórica carrera en el cine, constituída por tres títulos, todos ellos de 1957. A las citadas, hay que sumar “Muchachas de azul”, film de Pedro Lazaga del que algo se ha hablado aquí con ocasión de las entradas monográficas dedicadas a Mario Berriatúa, Fernando Delgado y José María Tasso, en el que, del elenco de “El hombre que viajaba despacito”, además de Margot, encontramos intervenciones de Ena Sedeño, Francisco Bernal, Amalia Sánchez Ariño, Antonio Padilla, Jerónimo Montoro, Ángel Álvarez y Jesús Puente. Unos años antes, concretamente, en 1954, Antonio Padilla, que con tanta gracia interpreta al enigmático y fatuo amigo de Gila en su boda, había incorporado al “Saltamaontes” uno de los miembros de la partida del bandolero “El Cortijano” en “Aventuras del barbero de Sevilla”, que, protagonizada por Carmen Sevilla y Luis Mariano, dirigió el gran Ladislao Vajda. Eso le había permitido coincidir en el cartel con sus futuros compañeros Gila, Luis Rivera y Ángel Álvarez.

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Amalia Sánchez Ariño, que nació en 1883, en España, falleció en 1969 en Buenos Aires. En la capital porteña había recalado cuando, al concluir la Guerra Civil, la actriz se trasladó en 1939. Antes había tenido tiempo de actuar en “Bodas de sangre”, el film de Edmundo Guilbourg que en 1938 había llevado a la pantalla el drama lorquiano, que protagonizarían la gran Margarita Xirgú, Enrique Diosdado y Pedro López Lagar. Tras casi dos décadas de trabajo en Argentina, la actriz regresó a España y, justamente, en 1957, año de producción de “El hombre que viajaba despacito” (donde se acreditó simplemente como Amalia Ariño), intervino asimismo en la antes mencionada, “Muchachas de azul” (Pedro Lazaga),“Los maridos no cenan en casa” ( Jerónimo Mihura) y “La hija de Juan Simón” (Gonzalo Delgrás), siempre en papeles de escasa relevancia. Al año siguiente, repitió con Lazaga y Dibildos al actuar en “Ana dice sí” en un breve papel de criada, y se puso a las órdenes de José María Elorrieta en su “Habanera”. Mantuvo este ritmo menor de trabajo en el cine en los cuatro años siguientes y, a partir de 1963, pasó a ponerse ante las cámaras sólo de manera esporádica.

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El masivo Juan Olaguíbel (u Olaguível, que de las dos maneras se acredita) tenía un aspecto de hombretón que recordaba a titanes muy reales tales como Paulino Uzcudum o Primo Carnera. Presente en films de acción, como “Los cien caballeros” (Vittorio Cotafavi, 1965), film en el que coincidió con dos compañeros de “El hombre que viajaba despacito”, cuales fueron Antonio Padilla y Rafael Albaicín, contó con pocos papeles destacados en su carrera y rara vez tenía que hablar más de un par de frases, como sucedía, por ejemplo en “Los peces rojos” (José Antonio Nieves Conde, 1955), donde era el novio de una compañera de la cabaretera protagonista (Pilar Soler y Emma Penella, respectivamente). Su último papel, nuevamente mudo, le obligó a soportar duras sesiones de maquillaje para incorporar al monstruo alienígena despertado tras milenios de latencia en la dignísima cinta de terror “Pánico en el transiberiano” (Eugenio Martín, 1972), film verdaderamente mítico para el colectivo aficionado al citado género, tan dado a mitificación.

Al árbitro objeto de un acuático atentado en “El hombre que viajaba despacito”, Enrique Ferpi (o Ferpí, o Felpi, que también así se le acreditó), se le puede ver en el papel de John Vanning, el marido de Velda Manning (la incomparable Julia Caba Alba), reluctante pareja de fámulos de la protagonista (papel a cargo de Ana Mariscal) de “Carlota”, adaptación de la obra homónima de Miguel Mihura que en 1958 llevó al cine Enrique Cahen Salaberry. En “El hombre que viajaba despacito”, la avinagrada efigie de Enrique Ferpi,coronada por un cráneo algo siniestro, que invitaba al descalabro, su enjuta figura ungida de las negras vestimentas de un árbitro de fútbol, conferían un punto de fatalidad frente al cabestrismo rural, muy adecuado.

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Otra película igualmente de 1957, dirigida por José María Elorrieta reunía a un puñado de participantes del reparto de “El hombre que viajaba despacito”. En “Mensajeros de paz” encontramos a Teófilo Palou, Luis Domínguez Luna, Tina G. Vela, Francisco Bernal, Rafael Albaicín, y José Santamaría, película de la que algo dijimos aquí con ocasión de la entrada dedicada a José Tasso “Flequillo”. Estrenada en el año 1956, la coproducción hispano-francesa “El amor de don Juan”, que protagonizaron Carmen Sevilla y Fernandel, reunió en su elenco a Juan Olaguíbel, José Sepúlveda, Luis Rivera, Teófilo Palou y José María Rodríguez, todos ellos partícipes del reparto de “El hombre que viajaba despacito”. Del último intérprete mencionado, queremos destacar su presencia en films de Ladislao Vajda, tales como “Séptima página” (1954), “Tarde de toros” (1956), y “Un ángel pasó por Brooklyn” (1957), en los que contó con brillantes aunque episódicas intervenciones, siendo especialmente memorable su salida en el primero de los films citados, donde interpretaba al encargado del archivo fotográfico del periódico donde se generaba la trama del film. Cuando se le encargaba que proporcionara una foto de Churchill para unreportaje, con sorna infinita y flemática, advertía a los periodistas: “Churchill es el del puro”. También en “El diablo toca la flauta” (1953), de José María Forqué, José María
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Rodríguez dispuso de un papel notable, como pordiosero que comparte la sopa de caridad con el destronado megalómano Momo (Félix Dafauce). Hombre al que este burgomaestre supone incorporado tardíamente a la interpretación cinematográfica, pues no le conoce “de joven”, José María Rodríguez encarnó personajes masculinos habitualmente solitarios, algo marginales, de físico derrotado y seco, pero de espíritu lúcido y digno. Dotado de una mirada profunda, inscrita en medio de pliegues y bolsas, ofrecía al espectador su flaca figura un remate espectacular en un cráneo despoblado que revelaba una inteligencia tan indudable como estéril en lo práctico. José María Rodríguez, el sordo que no puede oír la nefasta actuación del frustrado titiritero Gila en “El hombre que viajaba despacito”, parecía una de esas personas a las que la suerte nunca sonreía y a las que la certeza de la futilidad de la existencia las agriaba sin remedio, pero que el descreimiento lo trocaban en humor.

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Si decíamos antes de José Prada que accedía a interpretar un papel de ínfima extensión en “El hombre que viajaba despacito” procedente de numerosísimas actuaciones en la pantalla en roles de responsabilidad, el caso de Rafael Cervera le llevó a la misma película desde un camino abiertamente distinto y proporcionándole un papel notoriamente más sustancioso, pues su participación en el film de Joaquín Romero Marchen fue de mayor magnitud. Empero, la diferencia más sustancial no se encuentra en la extensión del rol representado, sino en el hecho de que, en el caso de Rafael Cervera, se trató, simultáneamente, de su debut y de su despedida cine. Su aportación, como el representante de hebillas que, hecho un manojo de nervios, concita la atención general del vagón en que viaja con la práctica de un original solitario, pese a que sí mantiene su personalidad escénica basada en la excentricidad delirante, no se corresponde con la repercusión popular de su larga y exitosa trayectoria sobre los escenarios, como estrella del género de revista, la cual le llevó a protagonizar espectáculos cuyas vedettes fueron Celia Gámez, Queta Claver, o la misma Licia Calderón. Formando dúo cómico con Pepe Bárcenas, o un trío triunfador con Luis Heredia y José Álvarez “Lepe”, Rafael Cervera Barberá (Valencia, 1902, San Sebastián, noviembre de 1976), hijo del también actor Julio Cervera, habitual del Teatro Martín y del
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Apolo, cosechó triunfos reiterados con obras tales como los clásicos “Katiuska” (1922), de Sorozábal, en el Teatro Rialto de Madrid, “Las Ansiosas” (1935), de Ruiz de Azagra y Pablo Luna, “Doña Mariquita de mi corazón” y “Cinco minutos, nada menos” (1942) Prolongó su actividad, siempre dentro del género que le permitió triunfar, hasta 1967, cuando se jubiló, pasando sus últimos años en San Sebastián, retirado con un hijo suyo. La profesión le dispensó en el momento de la despedida profesional un homenaje en cuyo final actuaron los hermanos Luis y Mari Carmen Prendes. Su convincente incorporación del pintoresco personaje de “El hombre que viajaba despacito” queda en el espectador como uno de los momentos más memorables del film y contiene el valor añadido de resultar, para la posteridad, el único testimonio que se conserva en soporte cinematográfico de su trabajo, refrendado en su día en el efímero terreno de los escenarios teatrales representando espectáculos tales como “La cursilona”, de Muñoz Seca, estrenada en el Teatro Metropolitano a comienzos de los años 30, o, en el Teatro Maravillas, “Las ansiosas” (de Ruiz de Azagra y Pablo Luna) en 1935, “Las Mujeres de Fuego” (1936), pasando luego al Teatro Martín, donde, en plena guerra Civil estrenó “Las ametralladoras” y “Los cardenales”, para después, en idéntico escenario, continuar su labor en revistas como “Las de armas tomar”, “Las de los ojos en blanco”, “Doña Mariquita de mi corazón” (1942) y “Luna de miel en el Cairo” (1943). Ya en los años 60, próximo a jubilarse, intervino junto a la también veterana Celia Gámez en “Mami, llévame al colegio”.

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Tres futuros “crónicos”

En una película como “El hombre que viajaba despacito”, de bajísimo presupuesto, la estructura episódica en la que los actores intervienen fugazmente y en papeles siempre supeditados a una sola estrella conductora de la trama, facilita mucho la economía del proyecto. El numerosísimo reparto del film, compuesto por actores y actrices, en su mayoría, de muy limitado “caché”, resuelve sus intervenciones en muy escasas sesiones de rodaje, requiriéndose su concurso en contadas tomas. Es seguro que actores como Félix Briones, Rufino Inglés, o Xan das Bolas, no debieron destinar más de una jornada (o, con toda probabilidad, menos), a rodar su parte. Luciano Díaz, que sólo dice un par de frases, desde un mismo ángulo de cámara, es posible que no necesitara actuar en el film más del mínimo computable. Así las cosas, los integrantes del elenco sólo coinciden con Gila, y no entre ellos. Pocos intervienen en más de una secuencia (pongamos Licia Calderón, Roberto Camardiel, Julio Riscal, Josefina Serratosa y Luis Domínguez Luna, serían los más activos), mientras que la inmensa mayoría atraviesan fugazmente la pantalla, para luego desaparecer. Por eso, aunque resulta curioso señalar la coincidencia en el film de quienes serían tres populares actoresde la mítica serie “Crónicas de un pueblo”, de Antonio Mercero,es imprescindible señalar al punto que no debieron coincidir en el rodaje, pues intervienen en tres momentos distintos del film, sin más conexión entre ellos que la presencia del itinerante Gila. Los tres actores a quienes me refiero son: el increíble Jesús Guzmán, que encarnaría en la referida serie al popularísimo cartero Braulio; Rafael Hernández, quien correría a cargo en el mismo telefilm del personaje del conductor de autobús Dionisio, y el expolicía Emilio Rodríguez, que daría vida al flemático maestro de escuela de Puebla Nueva del Rey Sancho, don Antonio.

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Jesús Guzmán (que cumplirá felizmente 84 años el próximo día 15 de junio y que tiene película a punto de estrenarse, “El Gran Vázquez”), dispone de uno de los papeles más lucidos, dentro de lo episódico de todos los caracteres que intervienen en “El hombre que viajaba despacito”, como el señor Cosme, a quien el niño encarnado por Carlos Romero Marchent apoda como “El Manías”, un jugador cargado de energía negativa que no puede reprimir el impulso de jugar pero a quien cierta tendencia maníaco depresiva, afín al masoquismo, le impele a autoflagelarse por causa de su debilidad por la baraja, afición para la que se sabe negado. Se hace evidente al espectador que su actitud atrae para sí la peor suerte en el juego, y resulta muy cómico su modo de enfadarse consigo mismo por sucumbir reiteradamente a la tentación de los naipes.

Rafael Hernández (Esteban Rafael Hernández Herrero, Madrid, 3/8/1928 – 7/11/1997) dio sus primeros pasos en el cine interpretándose a sí mismo, pues sus primeras y

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breves apariciones (debutó en “Manolo, guardia urbano” –Rafael J. Salvia, 1956-) consistían en hacer de motorista de tráfico, la cual era su ocupación por aquel entonces. Sumando infinidad de papelitos, fue aumentando la importancia de sus aportaciones en los films sucesivos, hasta alcanzar la popularidad máxima de la mano de Antonio Mercero y su célebre serie propagandística del “Fuero de los españoles”. En su haber consta una participación en la colosal “Lawrence de Arabia” y, al menos, una película (terriblemente mala) como protagonista, “Terror en el tren de medianoche” (Manuel Iglesias, 1980). En su prolongada y extensa carrera, que le llevó a trabajar en más de doscientos títulos, destaca la fidelidad con la que fue requerido por directores como Antonio Mercero, Mariano Ozores, Paul Naschy, Eloy de la Iglesia (especialmente durante su periodo de colaboración con el guionista Antonio Fos) o Joaquín Luis Romero Marchent. Habitualmente identificado con una imagen que incluía un frondoso mostacho, en “El hombre que viajaba despacito” realizaba su segunda intervención ante las cámaras y todavía no disponía del citado adminículo piloso.

Emilio Rodríguez Guiar ejerció reiteradamente ante las cámaras la que había sido su profesión anterior, policía, lo que le llevó a cierto encasillamiento. Como defensor de la ley fue visto en “Fulano y Mengano” (Joaquín L.

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Romero Marchent, 1959), “Los tramposos” (Pedro Lazaga, 1959), “Rueda de sospechosos” (Ramón Fernández, 1964), “Compadece al delincuente” (Eusebio Fernández Ardavín, 1960), o“El salario del crimen” (Julio Buchs, 1964). Transmisor de una gran dosis de flema que se reflejaba en su escasísima gestualidad y en su mirada adormilada, Emilio Rodríguez fue reclamado de manera contumaz por Joaquín Luis Romero Marchent, especialmente para interpretar diversos caracteres en sus westerns, aunque no exclusivamente para sus films de este género. Así, le tuvo a sus órdenes desde sus inicios en la profesión de actor, pues le repartió papel en “El Coyote”, película rodada en 1955, año del debut ante las cámaras del maestro de “Crónicas de un pueblo”, y con posterioridad contó con él para “El hombre que viajaba despacito” (1957), “Fulano y Mengano” (1959), “La venganza del Zorro”(1962), “El sabor de la venganza”(1963), “Tres hombres buenos” (1963), “Antes llega la muerte”(1964), “La muerte cumple condena” (1966), y la tardía “Condenados a vivir” (1972). Sin embargo, tantos films policíacos y western no alcanzaron tanta repercusión popular ocmo su encarnaciónd e “Don Antonio”, el maestro de la serie “Crónicas de un pueblo”, papel que le valió ser distinguido con la Medalla de la Juventud de 1972, otorgada por la Delegación Nacional de la Juventud. En sus últimos años profesionales, como tantos otros excelentes actores, encontró un hueco en la serie de atropellados y sonrojantes films que filmó Rafael Gil adaptando las populares novelas de Fernando Vizcaíno Casas, obteniendo papel en “La boda del señor cura” (1979), “Al tercer año, resucitó” e “Hijos de papá” (ambas de 1980).

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Los misteriosos

Así como Jerónimo Montoro o Vicente Martín cambiaron sus fugaces pases ante las cámaras por tareas menos expuestas, tras ellas, en “El hombre que viajaba despacito” se dieron cita dos profesionales que alcanzarían su máximo desarrollo creativo trabajando tras las cámaras y cuyas apariciones ante el objetivo del tomavistas podrían considerarse meros “cameos”. Por desgracia, este burgo sólo ha sido capaz de identificar a uno de ellos, y tal logro ha sido posible gracias a la desinteresada colaboración del estudioso y crítico Carlos Aguilar, quien pudo identificar para este burgo la imagen que le envió de un personaje que consideraba “candidato” a ser Juan Estelrich. Porque sí, nos estamos refiriendo al cineasta cuyo mediometraje, supervisado por Luis García Berlanga, “Se vende un tranvía”, fue objeto de comentario en este weblog cuando dedicamos una entrada a José María Tasso, y a José Luis Navarro Bassó (prolífico guionista), que es el primer nombre destacado al que no hemos sido capaces de asignar un rostro de los que surcan la pantalla al visionarse “El hombre que viajaba despacito”.

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José Luis Navarro Bassó (Madrid, 28/03/1925) es un guionista de los más curiosos que nuestra cinematografía ha producido. Hijo y hermano de actrices (María Basso fue su madre y María Esperanza Navarro, la protagonista de “El destino se disculpa”, su hermana), llevan su firma algunas de las más insólitas películas de nuestra cinematografía, como la inefable “S.O.S. Invasión” (Silvio F. Balbuena, 1969), de la que hablamos un poco con motivo de la entrada dedicada a José María Tasso, así como un gran número de films de los que dirigió José María Elorrieta, para pasar a continuación a escribir para películas que dirigirían, preferentemente, Rafael Romero Marchent y Pedro Lazaga, a partir de 1971. Hábil y muy profesionalizado, consiguió colocar sus guiones en un ámbito de tan aparentemente difícil acceso como el de la televisión estadounidense, poniendo su nombre bajo los libretos de varios capítulos de la serie “Columbo”, que protagonizaría, como todo el mundo sabe, el gran Peter Falk. En “El hombre que viajaba despacito”, Juan Estelrich, celebrado director de la premiada “El anacoreta” que, por aquellas peculiaridades de nuestra “industria” no volvió a dirigir ningún otro film, también se puso ante la cámara de Godofredo Pacheco y a las órdenes de Joaquín Romero Marchent para acompañar a Gila en su parsimonioso viaje. Como hemos dicho en su momento, se ocupó de dar vida al camarero del parador que se
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encarga de poner la mosca tras la oreja a Gila a propósito del montante de la cuenta que le tocará abonar por las consumiciones de las tres turistas a las que acompaña. En cuanto al papel que pudo corresponder a José Luis Navarro, a este burgo le han quedado varios por asignar. Teniendo en cuenta, como única pista, su edad en el momento del rodaje del film, treinta y dos años, podría repartírsele el rol del piloto de la avioneta de la que Gila se baja antes de que se estrelle, o el del jefe de estación de su pueblo, con el que habla cuando le entregan el anónimo anunciándole el secuestro de su hijo recién nacido. El misterioso hombre que le entrega la citada misiva y que, para mayor misterio, luce un antifaz quizá sea también otro rol susceptible de haber sido incorporado por este futuro guionista (su primer libreto para el cine sería el de “Pasa la tuna”, de José María Elorrieta, producción de 1959), que en el momento del rodaje de “El hombre que viajaba despacito” había completado ya su licenciatura en Derecho en la Universidad de Salamanca y había actuado varias temporadas en
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la compañía de Lola Membrives, así como escrito un puñado de comedias. Junto a José Luis Navarro, se disputarían estos personajes y otros dos más (el del del hombre que conversa con Teófilo Palou sobre Egipto y Abisinia y el del compañero en el público del sordo José María Rodríguez , que le explica lo malos que son los cómicos) completos desconocidos para este burgomaestre, como Vicente Martín Falomir, del que sólo sabe que pulula por “Mr. Arkadín” en un papel sin nombre y que puede ser de perfil tan escurridizo como los similares que rellenan los resquicios de “El hombre que viajaba despacito” y que, como Jerónimo Montoro, seguiría vinculado al cine como asistente de producción, o como Antonio Morales, cuya presencia en “Bombas para la paz” (Antonio Román, 1958) resulta igualmente inaprensible para este burgomaestre. A los nombres mencionados, en este capítulo de “misteriosos” tengo que añadir los de Manuel Rodríguez Luna (a quien IMDB confunde lamentablemente con Manuel Luna), Antonio García Tienda, y Emilio Móstoles, los cuales, este
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burgomaestre no tiene noticia de que fueran vistos en ninguna otra película más que esta “El hombre que viajaba despacito”. Suyos son los papeles masculinos sin asignar. En cuanto a los papeles femeninos, queda huérfano el de la vieja turista inglesa del vagón de tren en que Gila viaja hacia Madrid y, lo que es más preocupante, este burgomaestre no dispone de ningún nombre femenino del reparto sobrante, por lo que debería considerar la interpretación de la actriz correspondiente como una actuación “no acreditada”. Queda la duda de si no sería esta mujer la Terri Taylor que mi intuición me ha hecho pensar que era la joven mulata que completaba el trío de turistas que viajaban en coche por carretera. En ese caso, sería entonces la jovencita de la radio la que quedaría sin acreditar. Más grave aún nos parece la omisión del nombre de la mujer que trabaja en la cocina de la taberna de Marcelino, que, no solo sala y desala un bistec que se pasea por las inmediaciones de una sartén susceptible de ser frito, sino que, además, realiza un doble papel, pues (evidenciando con este detalle lo precario del presupuesto del film) hace de figuración en la ceremonia de la boda, donde, argumentalmente, no tenía motivo para estar. Se le puede ver en el mismo banco que ocupan Amalia Ariño y Luis Domínguez Luna.

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FINAL

En los simpáticos genéricos de “El hombre que viajaba despacito” figuran 56 nombres. Este burgomaestre ha sido incapaz de identificar a cinco de ellos, de los cuales, dos no tiene la menor idea de quien puedan ser o a qué pudieron dedicar sus vidas. La entrada termina aquí, pero la investigación sigue abierta. Ha quedado, para quien pueda encontrarle algún interés, el cuerpo diseccionado de una película determinada, el cual ha dejado al descubierto sus órganos y vísceras en forma de actores y actrices, cuya participación en tal proyecto fílmico, en las circunstancias precisas, ofrece un panorama de la situación de una parcela de la profesión actoral en aquel cada vez más lejano año 1957.

PD: Como ya estamos a 15 de junio, aprovechamos para felicitar su cumpleaños al gran Jesús Guzmán: ¡Felicidades y que su película pendiente de estreno, "El Gran Vázquez", sea todo un éxito!


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