Casi a punto de despedirse, en los últimos meses de la legislatura, el Gobierno del Partido Popular aprueba en el Congreso de los Diputados, donde goza de mayoría absoluta, las leyes que culminan el período más restrictivo en derechos fundamentales de la democracia. Ya no se recurre a la manida excusa de la crisis económica para recortar prestaciones y libertades, como ocurre con los “ajustes” perpetrados en educación, sanidad, becas, ayudas por desempleo, dependencia, etc., sino que se esgrimen criterios de seguridad para estrechar aún más los márgenes de libertad de que gozábamos en España. El Gobierno consigue poner grilletes a la libertad de expresión e información, en el tramo final de la legislatura, con la nueva Ley de Seguridad Ciudadana. El “estado policial”, tan del agrado del actual ministro de Interior –el que manda a “cargar” contra estudiantes, desahuciados, lanchas de Greenpeace o cualquiera que proteste, y el que legaliza las “devoluciones en caliente”-, queda así completado con una reforma legal que penaliza las manifestaciones y las protestas públicas, impidiendo, por ejemplo, que se grabe a las Fuerzas de Orden Público aún cuando estén cometiendo abusos de autoridad y pisoteando –nunca mejor dicho- derechos de los ciudadanos. Y como colofón, el Código Penal reinstaura la cadena perpetua, abolida por Miguel Primo de Rivera en 1928. Regresamos, pues, a los tiempos en que una “mordaza” nos impedía opinar y actuar para reclamar derechos y libertades. Este Gobierno prefiere el “orden” a la libertad, ignorando que sin libertad no hay orden estable ni mucho menos respetado.
Con los votos en contra de toda la oposición, el Congreso ha validado varios proyectos legislativos que, en su conjunto, suponen una importante limitación de derechos reconocidos en la Constitución. Sin apenas aceptar enmiendas, el Partido del Gobierno, gracias a su mayoría parlamentaria, ha conseguido aprobar la reforma de la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, a pesar del rechazo de un amplio sector de la sociedad, la oposición de todas las demás fuerzas políticas, la contestación de numerosos jueces y catedráticos de Derecho y la indignación de la práctica totalidad de los colectivos sociales. Nadie, salvo los integrantes del Partido Popular, estima necesarias unas medidas tan autoritarias y restrictivas que sólo hallan justificación en que sirven para frenar la protesta ciudadana a la gestión “austericida” del gobierno de Mariano Rajoy. Sólo así puede valorarse que se penalicen como “delitos” participar en una acción de protesta que aspira impedir un desahucio u organizar manifestaciones no comunicadas ni autorizadas por la Delegación del Gobierno, salirse del recorrido autorizado o insultar a la Policía, y grabar las cargas policiales y colgarlas en Internet. Pero hay algo aún más grave, si cabe: estas “faltas”, castigadas con multas de 100 hasta 10.400 euros, no serán impuestas por ningún juez, sino por la propia Policía, que actuará de juez y parte. Esta ley convierte en sanciones administrativas, sin tutela judicial, las faltas que la Justicia se encargaba de dictaminar. Así se consigue que los ciudadanos queden a merced de quienes reprimen sus derechos y coartan sus libertades, en cuanto a manifestación y expresión, sin posibilidad de que un juez esclarezca los hechos.
A partir del próximo 1 de julio, también entrará en vigor la nueva reforma del Código Penal que, aparte de reintroducir la pena de cadena perpetua revisable para delitos de especial gravedad, supone otro recorte a estos derechos, al tipificar como delitos contra la propiedad intelectual las webs de enlaces a obras protegidas y la manipulación de soportes o dispositivos electrónicos (consolas de videojuegos). Asimismo, serán castigadas la difusión pública de mensajes o consignas que puedan “perturbar la paz social”, el “hacking ético” (entrar en un sistema o red informáticos para denunciar su vulnerabilidad), etc. Esta reforma del Código Penal representa, según la Plataforma en Defensa de la Libertad de Información(PDLI), “un retroceso con respecto al llamado Código Penal de la democracia, aprobado en el año 1995”, puesto que “criminaliza el ciberactivismo en redes sociales y pretende situar a los activistas pro derechos humanos en la situación de marginalidad de los proscritos.” Para evitar el abuso de unos pocos, se limita la libertad de todos y se controla el acceso a la información en el ciberespacio, aún cuando ya existen leyes que castigan la piratería y el crimen en Internet. Un simple tuitpuede ser considerado apología del terrorismo o, cuando menos, demostrativo de ser “simpatizante” de los violentos, sean estos etarras, yihadistas o ultras-lo-que-sea.
Pero es que, por si fuera poco, esta reforma del Código Penal establece que determinadas “filtraciones periodísticas serán consideradas como delitos de terrorismo”. Es lo que se deriva del artículo 197 bis de la norma, que castiga a quien “acceda o facilite el acceso” a una información que busca “alterar gravemente la paz pública”, “ desestabilizar gravemente el funcionamiento de una organización internacional” o “provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella”. Penas de seis meses a dos años de cárcel pide el nuevo Código Penal por facilitar información a periodistas. Se amplía el concepto de terrorismo, que antes estaba circunscrito a aquellas acciones que pretendían subvertir el orden constitucional por métodos violentos, a la información periodística que da a conocer lo que los terroristas o la autoridad desean mantener oculto. Se obstaculiza justamente la esencia del periodismo: su función de vigilancia de cualquier poder y el cuestionamiento de sus argumentos y discursos que caracteriza al auténtico periodismo. Todo ello en nombre de la supuesta seguridad.
Esta reforma punitiva busca impedir, incluso, las acciones de denuncia que realizan algunas ONG. Porque encaramarse pacíficamente a un central nuclear obsoleta con ánimo de hacer público los riesgos a los que se somete a la población manteniendo su apertura, como hicieron Greenpeace y Ecologistas en Acción en la central de Garoña (Burgos), será castigado con elevadas sanciones económicas que ninguna ONG podrá afrontar. La intimidación de los activistas que denuncian los atropellos al medio ambiente, el expolio de la naturaleza, los abusos industriales o la contaminación de los recursos que necesitamos para vivir, como el agua, el aire, la tierra y la energía, será a partir de ahora, con esta ley mordaza, mucho más eficaz, porque criminaliza, castiga y penaliza la protesta pacífica contra los saqueadores del mundo. ¿Qué “seguridad” es la que protege el Gobierno? ¿La del consejo de administración de esas empresas que exprimen la naturaleza o la de los ciudadanos a quienes les hacen insostenible el futuro con tales prácticas? El Gobierno lo tiene claro y legisla en consecuencia.
En la recta final para las próximas elecciones, el Gobierno conservador de Mariano Rajoy dispone, al fin, de una ley “mordaza” con la que puede poner grilletes a la libertad de los ciudadanos. Si este paquete de leyes represoras hubiera estado vigente cuando se cometieron los atentados de Atocha, difícilmente podría desmontarse la mentira gubernamental sobre la autoría etarra de los mismos, pues habría impedido y castigado toda manifestación pública de los ciudadanos que exigían la verdad. Tampoco se hubiera podido esclarecer la muerte de algunos detenidos en sus enfrentamientos con las Fuerzas del Orden, cuya detención con violencia había sido grabada por ciudadanos anónimos, ya que habría estado prohibido grabar esas imágenes y aportarlas al juez. Esta es la “seguridad” que desea el Gobierno, aquella que extiende los derechos del poder pero debilita las garantías de los ciudadanos, como advertía Bertrand de Jouvenel. La deriva que conduce la democracia hacia un estado cuasi policial es sumamente peligrosa por cuanto posibilita, en aras de la seguridad, una negación de derechos y libertades más propia de un régimen autoritario o una dictadura, aunque esté periódicamente refrendado con miedo en las urnas. Eso es lo que nos espera si dejamos que nos pongan los grilletes.