Duermo. Una alarma me saca bruscamente de mis sueños. No sé dónde estoy, ni qué hora es, pero el sonido me recuerda que estoy de guardia. Alargo la mano y cojo el busca. ¡Horror! La pantalla muestra UCI. Los intensivistas no suelen llamar para consultar dudas, aún así la esperanza es lo último que se pierde. Quizá sea un error. Contesto.
-Te llamo porque acaba de llegar una paciente a la que se le ha inflamado la lengua y del cuello.
Conozco el tema, la lengua se hincha hasta que no cabe en la boca, últimamente parece que hubiese una epidemia.
-¿Toma IECAS? (esos hipertensivos funcionan muy bien para la tensión pero tienen el problema de que, de repente, un día, después de años sin problemas, deciden dar un buen susto al enfermo y a los servicios de Urgencia. Creo que ha pasado a la memoria de todos los médicos uno de estos casos, una de esas pacientes con mala suerte, a la que todo se le complica y que, en su tónica habitual, su edema demostró ser refractario a los tratamientos convencionales. Durante un par de días se hinchó como un globo. Salió adelante, pero a nadie le apetece que la historia se repita).
-Sí. Ya he llamado a los anestesistas.
-Voy para allá.
Cuelgo y miró la hora: las 2:30 am. Sé que esa noche no voy a volver a casa, un caso así, si no está apurado y responde al tratamiento, requiere tiempo y vigilancia. Si no respira o no responde, la solución es una traqueotomía, y ante semejante panorama no conviene alejarse demasiado.
La M30 está vacía. Puedo contar con los dedos de una mano los vehículos que me encuentro en el camino, y me sobran dedos. A esas horas la gente quiere dormir, lo entiendo, y de hecho me dan algo de envidia.
Cuando llego la enferma está en el box de críticos. Tiene la lengua hinchada y la inflamación se extiende por el suelo de la boca. El cuello está grueso y duro, pero quiero imaginar que cede a la presión. La faringe me tranquiliza algo, parece bastante normal. Le explico que voy a hacerle una fibroscopia para mirar más abajo. Debe de encontrarse bastante mal porque me dice que le haga todo lo que le tenga que hacer. Le cuesta hablar y la voz no suena bien.
La óptica me muestra una epiglotis con el aspecto de una uva grande y jugosa (lo normal es una lámina de cartílago más o menos curvo). Por fortuna aún queda algo de hueco por el que accedo a las cuerdas vocales. A ese nivel las cosas están en orden. La mujer respira sin problemas y se puede ser conservador, aunque sin perderla de vista.
Las tres de la madrugada y no es la única enferma que tengo a esas horas. Me cuentan que hay otra paciente que ha venido con sensación de cuerpo extraño tras un vómito. No puede tragar ni su propia saliva. Me traslado al otro box para explorarla. No está agobiada, lo primero que me dice es que si lo llega a saber, no viene. Sin embargo la voz no es buena y tiene la laringe inflamada, sobre todo en la zona de entrada al esófago. Le explico que tiene que quedarse. Su hija debe de estar acostumbrada a lidiar con ella y no tarda en convencerla.
A las cuatro me voy al despacho y me tumbo en el sofá. Después del trajín, cuesta coger el sueño de nuevo, pero a base de dar vueltas noto que empiezo a soñar. Soy consciente de que sueño y gracias a eso sé que estoy dormida, es una sensación extraña pero reconfortante, algo descansaré y lo poco que sea me vendrá bien, a la mañana siguiente aún tengo que trabajar.
Desayuno en la consulta. Preparo café y me tomo algunas de las pastas que nos regalan los enfermos agradecidos. Reviso a mis pacientes de la noche; van mejor, pero no lo suficiente, se tienen que quedar un poco más. Según llegan nuevas urgencias, curso más ingresos, por suerte ninguno está grave, aunque a ese ritmo no tardaré en llenar la planta. Hacia el final de la mañana, me doy un último paseo por si hubiese algo pendiente. Descubro a una abuela nonagenaria anticoagulada e hipertensa que ha venido por sangrado nasal. La tensión está por las nubes y la coagulación por los suelos; no puede haber peor combinación, ¿o sí? Una leve demencia senil no ayuda al cuadro, aunque la señora no parece tener mal la cabeza en ese momento, al contrario, con mucha dignidad le dice a la enfermera que no hace falta que le chille, que no es sorda. Es muy graciosa.
La medicina está llena de sustos y de sorpresas. Ante el asombro de su cuidadora, la paciente colabora sin una queja ni un mal gesto: le pongo un algodón de anestésico y, al retirarlo y explorar, encuentro el vaso, lo cauterizo y controlo el sangrado. La devuelvo a urgencias donde se encargarán del resto.
Salgo a las tres, para entonces llevo doce horas seguidas en el hospital, aunque he dormitado un par de ellas. Esa tarde, para rematar el día, me toca llevar el coche a la ITV. Estoy aterrada. Parece paradójico que sea capaz de enfrentarme a cirugías, hemorragias, traqueotomías de urgencia y, sin embargo, me tiemblen las piernas al enfrentarme a la revisión del vehículo. Cuñadísimo se ofrece a aliviarme del mal trago y se encarga de llevar el coche mientras le espero impaciente junto a hermanísima. ¡Aprobado! ¡Ufff! Nunca podré agradecérselo bastante.