Revista Cultura y Ocio

Guardianes del Universo, por Nicole Schuster. Reseña a la obra del fotógrafo José Carlos Orrillo

Publicado el 25 agosto 2014 por Javier Flores Letelier

Recibí de Winston Orrillo, el bardo, la obra de su hijo, José Carlos, quien, si hubiera vivido en la sociedad celta con su culto a las piedras, bien podría haberse unido a la orden de los druidas. En efecto, las ochenta y cinco páginas cautivadoras – que constituyen el epítome de parte de las joyas que el orfebre, nuestra Madre Naturaleza, nos confió a través de las piedras, la tierra, el agua, la flora y fauna – son impregnadas del alma que habita nuestro universo, del que, desafortunadamente, muchos de nuestros prójimos están distanciados. La magia presente en cada hoja de su libro, y que mucho le debe a la belleza contenida en las líneas simétricas y, por ende, armónicas de sus reproducciones, exhala una energía tan fuerte que aprehendemos, al dejarnos invadir por ella, la simbiosis entre el mundo que ocupamos de forma temporal y el cosmos imaginariamente eternal que nos engendró. En otros términos, cual druida, el autor de esta magnífica compilación de fotografías titulada Guardianes nos incita a proteger las creaciones del universo y a entender los vestigios del saber y de la sabiduría a los que accedían nuestros ancestros.

La primera representación fotográfica que se presenta a nuestra vista nos lleva a preguntarnos: ¿qué hizo que J.C. empezara su proyecto con la reproducción del Cerro blanco de Moche? ¿Será el fruto del azar o más bien aquel del proceso de comunicación con la herencia lítica que alberga nuestra tierra al que José Carlos participa? Porque es verdad que esta maravilla de la naturaleza, tal como el ojo del autor la percibió, tiene mucha semblanza con lo que los arqueólogos consideran el más antiguo monumento megalítico del mundo que se haya descubierto, es decir con el Cairn de la isla homónima en Ploudalmézeau, situada en la región del Finistère, en la parte extrema de la Bretaña francesa.
Pero más allá de las coincidencias mundanales, lo que resalta de la obra de José Carlos es la trastemporalidad y el carácter sacrosanto que ésta conlleva. Este último es un rasgo que ha sabido subrayar Manuel Munive Maco, en su excelente prologo, el cual sigue la primera “presentación” del Cerro blanco y alude, con discreción y sin intención de forjar nuestro juicio, a los designios que guiaron a José Carlos en la elaboración su obra. De hecho, ninguno de los comentarios que acompañan las fotografías de José Carlos nos fuerza a adoptar una posición específica. Las acotaciones se limitan a ser meros indicadores del proyecto que llevó al ojo de José Carlos a conceder la inmortalidad a ciertas revelaciones de la naturaleza, transformando, de este modo, nuestro recorrido de la obra en una lectura abierta y amplia, así como lo son las interpretaciones que podemos hacer del cosmos.

Un judeo-cristiano ortodoxo diría que, si Dios no está mencionado en este libro, pese a las maravillas contenidas en sus páginas, es que el autor es pagano. Pagano porque presenta a sus figuras marcadas por la huella del hombre como lo haría alguien que practica el culto de la Naturaleza y del Cosmos, y que ignora la supuesta intervención divina. Sin embargo, la no-referencia a un dios cualquiera no constituye una laguna, puesto que la colección de reproducciones presentada en la obra nos da a entender lo sagrado como algo inherente a toda creación que procede del universo, por lo que resulta vana la intromisión de un ente divino. Con el proyecto de J.C., la naturaleza y sus creaciones adquieren un carácter sacrosanto por los orígenes primogénitos, inefables e inexplicables a los que pertenecen. En efecto, aunque el libro hable de las culturas nativas americanas y de huacas, lo cual podría incitar a algunos a confinar su visión interpretativa dentro de los límites temporales de los periodos pre-incaico e incaico, el viaje que emprendemos apenas ojeamos las primeras páginas de su obra es un verdadero regreso a los orígenes, cuando Gea emergió del caos, dio luz a las Montañas, a la Tierra, al Mar, y se separó de Cronos. Además, el color coñac y los matices cobrizos que caracterizan a las reproducciones de Menocucho, del cerro Purgatorio, de la Quebrada Santo Domingo, entre otras, nos recuerdan los tiempos remotos de la era paleozoica, cuando el ámbar ya reivindicaba su presencia en los suelos terrestres. Como vemos, el libro de José Carlos nos invita a participar en un periplo trastemporal que nos propulsa en la época de la orogénesis, porque, ¿qué testimonio más convincente de la antigua existencia de nuestra tierra en este universo que aquel de la piedra y de los fósiles? Dentro de este contexto, J.C. acertó al dar a su obra el título de Guardianes, pues esos vestigios vigilan a los organismos vivos en la tierra desde los albores de la historia.

Si uno reflexiona sobre el método empleado por J.C. para realizar su propósito de despertar en los que se volvieron demasiado materialistas el deseo de reencontrarse con el universo, uno llega a la conclusión que J.C. resulta ser, en realidad, hegeliano. Y con razón: pone al descubierto los fenómenos manifiestos de la naturaleza y aquellos dejados en ella por el hombre para penetrar mejor en la esencia de nuestro cosmos. Re-descubre, a su manera, con sus visiones de la realidad, los antiguos principios de la simetría y la armonía que han servido de pilares a las teorías del universo. Al ver esas reproducciones con el reflejo de caras humanas con rasgos tallados, a veces finamente, otras groseramente, pero siempre respetando las reglas de la simetría, uno piensa en la célebre frase de Einstein pronunciada en el marco de su polémica con Niels Bohr, el padre de la mecánica cuántica, y que decía: “Dios no juega a los dados con el universo”. Partir de la idea que el universo, como lo pretendía Einstein, haya sido determinado a priori por leyes físicas desembocaba fácilmente en aquella que nos presenta a Dios en cuanto geómetra. Esta concepción de Dios no solamente fue la de ilustrados en física que precedieron y sucedieron a Einstein, sino del mismo Platón, que, además, presentó en El Timeo a la constitución de la naturaleza como un fenómeno que obedecía al principio de la proporcionalidad. Ahora bien, sabemos que el griego Anaximandro, quien vivió aproximativamente en los años 610 a 547 antes de nuestra era, transformó el espacio mítico antiguo en que se situaba la tierra en uno de tipo geométrico. Ello hizo que la tierra fuese colocada en un espacio geométrico homogéneo definido por relaciones de simetría, dándole una estabilidad que no tenía antes. Esta nueva concepción del mundo fue traspuesta a la estructura de la polis en la que predominaron los principios de equilibrio, simetría y reciprocidad(1). O sea, al interpretar la naturaleza con sus formas simétricas, señalando las huellas que algunas civilizaciones dejaron grabadas en la piedra, la arcilla, y hasta en los cactus, J.C. hace resurgir ciertos aspectos como las esperanzas y los miedos propios a una comunidad y que ésta conceptualizaba bajo la forma de dibujos o esculturas.

Reencontramos aquí el vínculo entre la percepción que se tiene del cosmos y la de la organización social, o sea, la relación que existe entre el macrocosmos y el microcosmos, relación que fue desentrañada por la mecánica cuántica. Efectivamente, para los científicos de esta rama de la física, dos partículas o cuerpos que han interactuado ya no pueden ser considerados como independientes, puesto que siempre guardarán la marca de esta relación(2). Dentro de esa óptica, entendemos por qué, desde la época de las construcciones megalíticas al día de hoy, el hombre haya burilado en la piedra u otras materias sus visiones y preocupaciones. Envía, a través de ellas, un mensaje imbuido de su aspiración a la inmortalización mientras revela, simultáneamente y de forma paradójica, su propia finitud(3) frente al infinito y a la eternidad del universo. Si bien proceden de una estructura social específica, las reproducciones humanas – que sean rupestres o daten de una época reciente – han sido, a lo largo de la historia humana, la expresión de la relación que ha existido entre el cosmos y nuestro mundo terrestre y de la que, hoy en día, el “pragmatismo” de nuestra civilización nos aparta. La edificación de monumentos, templos, producciones artísticas – y otras estructuras que sirven de intermedio entre el cielo y el humano – muestra que el hombre siempre ha buscado influir en las fuerzas del universo(4). De esa manera, se ha establecido un intercambio dinámico de energía, en el que la especie humana, ávida de certidumbre, se dirige al cosmos, mientras éste, a su vez, le manda signos a través de sus fenómenos naturales.

Gracias a su agudo ojo detrás de la cámara, J.C. logró cristalizar las leyes del arte y de la estética que emanan de la naturaleza, inscribiendo al mismo tiempo su obra dentro de los parámetros de la fotografía del arte. Porque ¿no es arte toda representación que, realzando lo poético en nuestro universo, inmortaliza – mediante un escrito, una pintura, una escultura, una composición musical, teatral, una coreografía o cualquier otra forma de expresión – las creencias, las inquietudes y preguntas que se hace el hombre, así como honra las palabras recónditas de la Naturaleza que se acurrucan entre los pliegues de su materia prima terrestre?

Al exponer en su libro su visión del orden subyacente que rige el funcionamiento de nuestro mundo y su interpretación de la simetría y de la armonía que se aloja en el corazón mismo de la naturaleza, José Carlos cumple con su objetivo, el cual es insuflar, a los que se extraviaron, el deseo de reavivar el respeto al cosmos y de reconciliarse con éste. Resucita a esta comunión sagrada que solía ligar al hombre con el universo que le dio vida, e impulsa a sus prójimos a tomar en cuenta la enseñanza de nuestros ancestros, quienes veían al cosmos modulado por un conjunto de reglas que marcaban el ritmo del tiempo y que regían sus mecanismos. En otras palabras, logra desentrañar la comunicación que se ha establecido, desde los tiempos más remotos, entre los individuos, o grupos de individuos y la obra terrestre que nuestro cosmos nos presta para que la cuidemos. Usando las palabras del psicólogo suizo, Carl Jung, uno no dudaría en afirmar que J.C. abre las puertas del inconsciente colectivo, presentándolo como el receptáculo de las creencias, los deseos, los miedos inherentes a cada cultura y de las respuestas míticas que ésta recibe en cambio. Con ello, J.C. asume el rol de mensajero entre lo sagrado y lo profano y perpetra la tradición dialogante que siempre existió entre los mortales y las manifestaciones de lo que les aparece como la eternidad.

[1] Ver Jean-Pierre Vernant, Mythes et pensées chez les Grecs, Editions la Découverte, Paris, 1994, pp.206-215.
[2] Ver Gérard Tiry, Connaître le Réel. Mythes ou réalités, Edition Chronique Sociale, Lyon, 1994, p.34.
[3] Brigitte Corentin, Le langage secret de la pierre et de l’eau, Dervy, Paris, 2005, p.11.
[4] Ibid.


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