Sergi Pamies nos deja este brillante artículo, donde un gran entrenador de fútbol no puede ser tratado como un ejemplo para todos los ámbitos de nuestra vida, es buenísimo en su trabajo, pero nada más, no hace falta buscarle siete pies al gato para querer a tu felino.
Santificado no sea tu nombre
Combatir la mitificación excesiva de Guardiola es una manera de respetarlo
Ahora que no peligra ningún título ni la estabilidad del Barça, y antes de que estalle la traca del fichaje de Cesc, es un buen momento para reflexionar sobre la idolatría –inducida y espontánea– que genera la figura de Guardiola. Es una ola de admiración que nace de una realidad objetiva, pero que, expandiéndose en círculos concéntricos, se aleja –a veces hasta el delirio– del sentimiento original.
La desmesura santificadora utiliza mecanismos religiosos primarios e infantilizadores. La percepción popular y la excelencia profesional están en el origen del fenómeno. Cuando se obtienen resultados, la fe compartida cohesiona, y la dimensión pública del héroe refuerza la posibilidad de convertirlo en ejemplo. Pero del mismo modo que algunos cantantes no pueden controlar la carga simbólica de una canción, y deben resignarse a la idea de que "ya no les pertenece", Guardiola tampoco puede tutelar los efectos colaterales de su aureola.
Con una paradoja: la humildad, que está en la base de la conducta individual y colectiva del equipo, debería ser incompatible con los vertidos de baba que provoca. Como suele ocurrir, el sujeto puede ser el primero en lamentar las interpretaciones desproporcionadas de las que es objeto. La excusa de que el fútbol es un territorio sentimental no puede justificarlo todo. Si, con buen criterio, no aceptamos que la devoción y la militancia degeneren en violencia y fanatismo, también debemos recelar de la adulación como cemento de pedestales innecesarios. Pero lo más perverso es cuando la admiración sirve de coartada para crear subindustrias parasitarias adosadas al fenómeno. Interpretar a Guardiola en función de los propios intereses, pues, es una moda oportunista.
Aplicando valores tan antiguos como el esfuerzo, el compromiso y el sentido común, Guardiola brilla en la dirección del equipo. Negarlo nos haría caer en la simétrica estupidez de la iconoclastia ciega. Pero que la industria de la autoayuda y de la motivación intente adaptar sus intereses a la lógica de un entrenador (que no podemos separar de un contexto colectivo en el que intervienen multitud de factores) es un timo.
Hace unas semanas, TV3 emitió un 30 minuts dedicado al efecto Guardiola. Teorizar sobre la actualidad es un placer, pero en los testimonios quedó clara la frontera entre la reflexión saludable y la caradura del buitre que, con el viento a favor, se apropia de las luces ajenas para disimular las propias sombras. En aquel programa, el filósofo Josep Maria Terricabras reflexionaba sobre la solidez del fenómeno. Se preguntaba si cuando el Barça pierda se mantendrá este delirio reverencial (también podríamos especular sobre cómo reaccionaría el entrenador en una espiral perdedora). Dado que ni Terricabras ni ningún culé desea comprobarlo, sería bueno desmantelar la estafa santificadora de un modo preventivo, rebajar los excesos guardiolacráticos (Guardiola y la empresa, Guardiola y la educación, Guardiola y los valores, Guardiola y la verdura, Guardiola y la economía) y limitar la aureola del entrenador a un ámbito más privado o, en su dimensión pública, a los contratos publicitarios que él decida aceptar (Guardiola y la banca).
Pero, más allá del efecto pedagógico de una figura con virtudes demostradas, y de la contribución ejemplificadora que supone (especialmente en un contexto de dificultades y mediocridad), la exageración acrítica y el culto atrofian el criterio, la inteligencia y la razón. La gratitud, el respeto y la admiración que muchos culés sentimos por Guardiola (como representante de un equipo) nos obligan a protegernos de aquellos que quieren convertirlo en fuente de beneficio fácil, en prestación espiritual sustitutoria o en líder de una charlatanería que lo aleja de su hábitat natural: el fútbol.