A principios de los años 70 el mundo seguía dividido en dos grandes bandos (el occidental-capitalista y el oriental-comunista), liderados por sendos países que enfrentaban sus sistemas políticos, ideológicos, económicos, militares y sociales en busca de la hegemonía mundial. Y aunque las tensiones entre ambas superpotencias parecían algo más calmadas, la llamada Guerra Fría seguía plenamente vigente.
Toda la rivalidad de más de dos décadas entre Estados Unidos y la Unión Soviética se plasmaría en el verano de 1972 sobre un tablero de ajedrez, con el Mundial de este deporte en juego. La final enfrentaba a dos personalidades tan dispares como dispares eran las políticas e ideologías de sus países. Boris Spassky contra Bobby Fisher; el hombre tranquilo, educado y bohemio contra el genio indómito, caprichoso y lleno de excentricidades. Aquel enfrentamiento acapararía la atención de todo el mundo, y llevaría al ajedrez a una dimensión nunca antes conocida.
Tras proclamarse campeón del mundo en 1969, Boris Spassky esperaba rival para la defensa de su título, que pondría en juego en 1972 en una ciudad aún por determinar. En diciembre de 1970 el norteamericano Bobby Fisher vence de manera arrolladora en el Torneo Interzonal de Palma de Mallorca, poniendo la primera piedra en su asalto al título. En un torneo con 24 candidatos de alto nivel, sumó 18,5 puntos de 23 posibles. Después, en las eliminatorias individuales destrozaría a sus tres contrincantes, todos ellos entre los mejores jugadores de la época: Mark Taimanov, Bent Larsen y Tigrán Petrosian. A los dos primeros les ganó por un humillante 6-0 (algo excepcional en el ajedrez de alto nivel) y a Petrosian, subcampeón del mundo, por 6,5 a 2,5. De esta manera, se convertía oficialmente en el rival de Spassky en la gran final.
Desde 1948 el campeón del mundo de ajedrez siempre había sido soviético, en una tiranía que parecía no tener fin. La Unión Soviética había convertido en deporte nacional el juego que el revolucionario Lenin practicaba con pasión, y Spasski era el último representante de su imbatible escuela. El ajedrez era allí una cuestión de estado y estos triunfos se consideraban una prueba de la superioridad del régimen, por lo que no se escatimaban medios para formar y asesorar a sus campeones. Por su parte, Bobby Fisher era el primer estadounidense que se ganaba el derecho a disputar el título mundial, y no eran pocos los que pensaban que aquel excéntrico y genial jugador –que no paraba de ganar torneos y establecer registros sin precedentes en el mundo del ajedrez- podría romper una hegemonía soviética que duraba ya 24 años.
La solidez de Boris Spassky
Nacido en 1937 en Leningrado -actual San Petersburgo-, la infancia de Boris Spassky estuvo marcada por la Segunda Guerra Mundial, que provocó que con tan sólo cuatro años tuviera que ser evacuado de su ciudad natal y separado temporalmente de su familia. Cuando regresó a Leningrado, cinco años después, el matrimonio de sus padres se había disuelto, por lo que creció bajo la tutela de su madre, quien sacó adelante a sus tres hijos. De ella heredó una voluntad inquebrantable, que luego sería su principal característica jugando al ajedrez.
Había aprendido a jugar a los cinco años, como forma de entretenerse lejos de su casa y su familia. Compartía esta afición con sus hermanos –un hermano mayor y una hermana pequeña-; y de hecho ésta también llegaría a ser una destacada ajedrecista, proclamándose campeona de la URSS de mujeres. Pero la afición de Spassky por el ajedrez se multiplicó a su regreso a Leningrado, ya con 9 años de edad. Acudía a presenciar numerosas partidas y en una de ellas conoció a V.Zark, su primer entrenador y maestro. “En aquella época estaba completamente poseído por el ajedrez, que se convirtió en una costumbre cotidiana para él –explicaría Zark años después-. Entre 1946 y 1950 solía jugar unas cinco horas diarias”.
Fruto de tanta dedicación, pronto llegaría sus primeros éxitos, y con 16 años consigue el título de Maestro Internacional. “Por entonces jugaba como un adulto, de forma sólida, muy posicional y con mucha firmeza. No creo que en aquella época pensase ya en elegir el camino de otra profesión”, admitiría el propio Spassky años después. Sólo dos años más tarde, se proclamó campeón del Mundo Junior. Se matriculó en matemáticas, estudios que cambió después por periodismo, aunque realmente nunca pasó por su cabeza dedicarse a esta profesión. Siempre tuvo claro que el ajedrez sería su vida.
Jugador versátil y completo, Boris Spassky alcanzó su mayor éxito en 1969 cuando se proclama campeón del mundo tras derrotar al armenio Tigrán Petrosian, quien curiosamente había sido su verdugo en la final de 1966. Tranquilo y reservado, extremadamente educado, era una persona con grandes inquietudes culturales, vivamente interesado por la música clásica y la lectura. Además, siempre mostró un comportamiento amable y deportivo con todos sus rivales.
Bobby Fisher: un talento excepcional
Por su parte, Robert James “Bobby” Fisher era un genio del ajedrez lleno de excentricidades y actuaciones caprichosas; un ciclón con una forma de jugar agresiva que buscaba avasallar al rival y destrozarle emocionalmente. Nacido en Chicago en 1943, y criado por una madre divorciada, vivieron de manera modesta primero en su ciudad natal y después en Brooklyn. Su afición por este juego nació gracias a su hermana mayor, quien compró un ajedrez en una tienda de juguetes y con cuyas escuetas instrucciones aprendieron a jugar de forma autodidacta.
Con ocho años, gracias a un anuncio en el periódico, participó en una serie de partidas simultáneas contra el maestro Max Pavey. Aunque perdió, la experiencia le pareció fascinante y le sirvió de estímulo para seguir estudiando. Poco después, durante unas vacaciones de verano, el joven Bobby encontró un viejo libro de ajedrez con el que ahondaría en su interés por este juego. “Aquello fue un sensacional hallazgo, un tesoro”, reconocería años después.
En el Club de Ajedrez de Brooklyn desarrolló su juego y en 1956, con 13 años, se proclamó campeón junior de Estados Unidos. En el colegio era un alumno difícil, según reconocerían sus profesores, aunque su coeficiente intelectual rebasaba los 180. Entonces tomó la decisión de dejar los estudios para consagrarse en cuerpo y alma al ajedrez. “¿Qué me pueden enseñar en la escuela para ser campeón mundial?”, decía. Consiguió el título de Gran Maestro con 15 años, y aprendió ruso sólo para poder leer la numerosa literatura sobre ajedrez publicada en ese idioma. Era un talento excepcional, una mente privilegiada nacida para este deporte a la que solo sus caprichos, desplantes y renuncias –más de una protagonizó- podrían alejarle de la gloria.
Ganó el campeonato de su país ocho de las nueve veces en que participó, en una de ellas venciendo en sus once partidas, una hazaña jamás repetida. Con un estilo valiente, siempre al ataque, una de las características que le distinguían era la velocidad de su juego. En muy contadas ocasiones se veía apurado por el tiempo, ya que solía jugar de manera sistemática y veloz. Por ello, se convertiría en uno de los mejores jugadores de ajedrez relámpago o blitz.
Guerra psicológica total
Pero volvamos al enfrentamiento que nos ocupa; el conocido como el match del siglo. Con su habitual carácter indómito y propenso al conflicto (su lista de peticiones y quejas a los organizadores siempre era interminable), Bobby Fisher no dudó en calentar el ambiente, quejándose de que el sistema de competición del Mundial favorecía a los soviéticos: “Me han puesto siempre dificultades, pues saben quién les va a derrotar”, dijo. Eran dos mentes superlativas enfrentadas por la corona mundial de esta disciplina en un duelo que se desarrollaría al mejor de 24 partidas.
Pero aquella final de 1972 era mucho más que eso; estaba en juego el honor de las dos superpotencias mundiales. Las semanas previas al comienzo la expectación fue subiendo hasta límites insospechados. “Estados Unidos quiere que vayas y derrotes a los rusos”, le dijo a Fisher el Secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger. El régimen soviético, por su parte, clasificó al genio de Chicago como una amenaza externa a la que había que plantar cara con absoluta prioridad. Para ello, se prepararon extensos informes y se buscó el mejor asesoramiento para Spassky, haciendo del enfrentamiento una cuestión de Estado. Aquel verano, durante siete semanas, el mundo viviría pendiente de un duelo de titanes con fuertes connotaciones políticas.
Como era de esperar, no fue sencillo el acuerdo entre ambas federaciones sobre la sede de la final. La preferida por unos nunca le gustaba a los otros y viceversa. La guerra psicológica entre Estados Unidos y la URSS ya había comenzado. Finalmente, la ciudad elegida fue Reikiavik (Islandia) quien ofreció la más que respetable cantidad de 125.000 dólares para premios de los finalistas. Pero a Bobby Fisher aquella cantidad le parecía escasa y amenazó con no jugar si no se incrementaba la bolsa de premios y se añadía un porcentaje de los derechos de televisión, poniendo en serio peligro la celebración de la final. Tuvo que ser un financiero británico amante del ajedrez, James Slater, quien desbloqueara la situación añadiendo 50.000 libras a la bolsa para los jugadores.
Fisher despidió a su representante y renegó de algunos matices ya acordados y firmados. Nunca estuvo de acuerdo con las condiciones definitivas, y se presentó en Reikiavik diez días tarde –con la inauguración oficial ya celebrada-, por lo que estuvo a punto de ser descalificado. Se cambió la fecha de la primera partida por él y cuando finalmente se presentó no quiso estar presente en el sorteo inicial de colores, en otro gran agravio para el torneo. La Federación Internacional de Ajedrez (FIDE) tuvo que actuar contra sus propias normas para que el encuentro se disputara finalmente. Una nueva conversación personal con Henry Kissinger terminó de convencer a Fisher. Tras disculparse por escrito con Spassky, el 11 de julio comenzaría, por fin, la tan esperada final.
Pero el norteamericano parecía descentrado en la partida inaugural y un error de novato (cambió un alfil por dos peones), dejó en bandeja el primer punto a Spassky. Tras aquella primera derrota Fisher pareció enloquecer y empezó a culpar a todos y a todo de la misma: se quejó del ruido de las cámaras de televisión, de que el público estaba muy cerca, de que las luces se reflejaban en el tablero, del modelo de piezas utilizadas… Pidió una serie de cambios que la organización consideraba inaceptables. Si no las cumplían, amenazó, no se presentaría a la siguiente partida. Los organizadores rechazaron sus peticiones y el norteamericano cumplió la amenaza. Tras una hora de espera, le dieron la partida por perdida. El resultado en ese momento era de 2-0 a favor de Spassky, una ventaja más que considerable ya que el Mundial –a priori muy igualado- lo ganaría quien llegara antes a 12 puntos y medio.
Inesperado golpe de efecto
En las horas siguientes se vivieron escenas surrealistas y momentos de desconcierto ante el rumor de que Bobby Fisher podría abandonar. Se cuenta que reservó asiento en todos los vuelos que salían de Reikiavik, mientras la CIA vigilaba las carreteras para evitar su fuga. Kissinger le lanzó una nueva soflama (“Eres nuestro hombre contra los rojos”), y el genio de Chicago aceptó jugar, no sin antes dar una nueva vuelta a tuerca a la guerra psicológica que había iniciado días atrás. Exigió de nuevo que la tercera partida se celebrara en una sala más pequeña, lejos de las cámaras de televisión y del público.
La Federación Soviética se negó en un principio y pidió la eliminación del aspirante, pero Spassky –todo un caballero- no quería renovar su título sin ganar en el tablero y accedió a la exigencia del americano. A partir de ese momento Fischer estuvo en situación de ventaja psicológica sobre su rival, lo que se reflejaría en las partidas sucesivas. Años después, el ruso reconocería que aquella concesión le había hecho perder el Mundial.
Un Fisher más centrado ganó brillantemente la tercera partida jugando con negras. Después, firmaron tablas en la cuarta y volvió a ganar la quinta, estableciendo la igualdad a 2,5 en el marcador. La sexta partida –maravillosa a decir de los expertos- resultó decisiva para el desarrollo de la contienda. El norteamericano realizó una estrategia paciente, y de forma inapelable fue minando la resistencia de su rival. Cuentan que al terminar la partida el propio Spassky se levantó a aplaudirle.
En la séptima firmaron tablas, pero una nueva victoria de Fisher en la octava partida decantaba la final de manera clara a su favor (5-3). Entonces, los componentes del equipo soviético le acusaron de recurrir a dispositivos electrónicos prohibidos, e incluso de intentar hipnotizar a su rival con la mirada. Llegaron a desmontar las sillas, la mesa y las lámparas en busca de unas pruebas que nunca se encontraron.
Con Spassky derrotado psicológicamente, que el norteamericano ganara el título parecía cuestión de tiempo. Y efectivamente, así fue. Sumó otras tres victorias por una del soviético, y en otras nueve firmaron tablas. El 31 de agosto se iniciaba la partida 21, que fue aplazada después de 40 jugadas; a la mañana siguiente, Spassky comunicaba por teléfono que abandonaba la partida, lo que ponía el marcador en un definitivo 12,5 a 8,5. Bobby Fisher era el nuevo campeón del mundo de ajedrez.
Humillación y gloria
Para la sociedad norteamericana había sido mucho más que una simple victoria deportiva. Sobre un tablero de ajedrez, Estados Unidos había ganado aquella peculiar batalla de la Guerra Fría. “Los rusos han sido aniquilados. Ya se habrán arrepentido de haber empezado a jugar”, dijo Fisher a la BBC con su peculiar arrogancia. A partir de ese momento, se convirtió en un héroe para sus compatriotas al contrario de lo que le ocurrió a Boris Spassky, quien cayó en desgracia por haber sido el primer soviético en perder el título mundial en 24 años… y a manos de un estadounidense, para mayor deshonra. “Si de mí dependiera, irían todos a la cárcel”, dijo Leonidas Breznev, máximo mandatario de la URSS, en referencia al equipo soviético que acudió a aquella final. Inmediatamente, Spassky sería postergado por el establishment deportivo de su país en favor de una nueva promesa, Anatoli Karpov, quien le derrotaría en las semifinales clasificatorias para el Mundial de 1975.
En 1978 llegaría de nuevo hasta la final del Mundial, donde se encontraría con el nuevo “jugador maldito” del ajedrez soviético, el disidente Víktor Korchnoi. Spassky tuvo la desdicha de ser derrotado por Korchnoi, lo que le hizo pasar definitivamente a la “lista negra” de las autoridades soviéticas. Sintiéndose maltratado, se nacionalizó francés en 1984. Jamás se pudo quitar de encima el estigma de aquel enfrentamiento contra Bobby Fisher, una derrota que le marcaría de por vida y tras la cual nunca volvería a ser el jugador dominante que fue, pese a lograr triunfos de mérito como el del prestigioso Torneo Internacional de Linares en 1983, en el que aventajó entre otros grandes maestros a Karpov. A sus 76 años, sigue dando conferencias y jugando partidas simultáneas por todo el mundo, aunque su delicado estado de salud le ha obligado a bajar el ritmo. Pese a todo, siempre será un campeón de leyenda.
Por su parte, Bobby Fischer dijo que iba a jugar muchos torneos y que defendería su título tantas veces como hiciera falta. Pero fiel a su forma de ser –excéntrico e imprevisible-, sencillamente desapareció. Cuando en 1975 tuvo que defender su corona puso una serie de exigencias inaceptables para la FIDE, que le despojó del título y proclamó campeón al aspirante Anatoli Karpov. No volvería a jugar al ajedrez hasta casi dos décadas después, en 1992, cuando disputó un torneo de revancha contra Boris Spassky, al que de nuevo derrotó. El encuentro, organizado por un empresario yugoslavo, se disputó en Sveti Stefan, localidad de la actual Montenegro, y tenía el aliciente de una suculenta bolsa de cinco millones de dólares para los contendientes (3,35 millones para el ganador y 1,65 para el perdedor).
Pero este nuevo enfrentamiento con Spassky le acarrearía importantes problemas con la justicia de su país por haber jugado en suelo yugoslavo, saltándose el veto que Estados Unidos tenía sobre el país balcánico. Además, respondió a la carta de prohibición de su gobierno escupiéndola en público, con lo que pasó en pocas horas de ser héroe a villano para la opinión pública. Aquellos hechos podían acarrearle hasta diez años de cárcel, por lo que jamás regresó a su país. Tras vivir en distintos lugares (Bulgaria, Filipinas, Hungría, Japón…) y pasar ocho meses en prisión en este país asiático por un incidente con su pasaporte, en 2005 se nacionalizó islandés, considerándose un refugiado político. En esta isla se coronó campeón del mundo, y aquí pasaría los últimos años de su vida. No se tendrían noticias suyas hasta 2008, cuando se conoció su fallecimiento a los 64 años de edad a causa de una enfermedad renal. Caprichos del destino, vivió tantos años como casillas tiene un tablero de ajedrez.