Revista Cultura y Ocio

Guillermo Carnero y "el discurso del métido". La pregunta de la poesía

Por Agora

La obra de Guillermo Carnero nos ofrece en sus vetas la experiencia de lo poético como pregunta sobre sí misma. De manera más acusada en poemarios de su juventud, como en El sueño de Escipión, Variaciones y figuras de un tema de La Bruyère o El azar objetivo, todos ellos de la década de los setenta, la creación poética se vuelve una compleja reflexión de sus propios márgenes.

El autor relaciona su poética con el ave marabú, animal que devora cadáveres y restos podridos y que, sin embargo, ofrece con su plumaje un material exquisito para el adorno y la ostentación. El poeta, del mismo modo, aúna la destrucción y lo bello en una “estética del lujo y de la muerte”, como acertó a decir José Olivio Jiménez, con el fin de extraer de la ruindad de la vida la expresión bella y elegante de la palabra poética. Sin embargo, el propio Carnero llegará a ironizar sobre esa retórica de lo bello que él mismo exige. Así, en su interesante poema «Discurso del método», de 1974 (en Variaciones y figuras) se abandona todo sentimentalismo, incluso aquél apegado a la nostalgia y a la decadencia de sus anteriores poesías, para mostrar un discurso hilvanado bajo la retórica de los estudios de teoría literaria:

En este poema se evitará dentro de lo posible, teniendo en cuenta

las acreditadas nociones de «irracionalidad» y «espontaneidad»

consideradas propias de esta profesión,

usar o mencionar términos inmediatamente reconocibles

como pertenecientes al repertorio de la Lingüística; si se los usa será:

a) sujetándose a hacerlo de manera asistemática, lo que se justifica

en razón de que quien pueda leerlos en su verdadero sentido

tendrá igualmente presente su contexto;

b) admitiendo que en su valor operativo para los efectos de este poema

es fácil que tengan, en la Estética tradicional o en el habla común,

equivalentes adecuados (...)

La búsqueda de sentido a través del verbo poético obliga a Carnero a concebir una escritura que se ajuste a una disolución (una riqueza) entre el plano del significado y el del significante, que confíe en una pluralidad controlada y que sostenga, por el desvío de la lectura, interpretaciones solapadas a los “términos inmediatamente reconocibles”. Se renuncia, por ello, a la proclama o a la “poesía de combate” que había marcado las décadasanteriores, y a los excesos surrealistas. La expresión poética no es una tarea fácil, ni tan siquiera exacta o con ánimo de exactitud, sino que remite a un punto medio entre el discurso diáfano y lo absurdo:

La carga poética resulta de la imprevisibilidad,

o dicho de otro modo: de la articulación dudosa

entre el plano de la expresión y el plano del contenido,

entre dos límites: la univocidad del significado,

que funde ambos planos en uno; y la completa incertidumbre

que produce un mensaje caótico.

LLamaremos al primer vicio poesía de combate

o de algún otro modo igualmente heroico;

y al segundo no le daremos nombre: pensaremos en Artaud

y tonterías como L’absurde me marchait sur les pieds, etcétera.

Sobre este poema, tal y como señala Bellveser (1974), se ha hablado mucho, hasta el punto de negar su condición de poético, como si alguien pudiera asegurar la fórmula mágica que define qué es poesía o qué condiciones son estéticamente necesarias para que se cumpla con los requisitos de la literatura. Porque, ¿dónde estaría la tan traída y llevada función poética? ¿Dónde las rimas, los metros, el gusto exquisito por los adjetivos y sustantivos? Bousoño parece prevenirnos de todo ello al afirmar, por un lado, la proyección transgresora de toda poesía metapoética, en la medida en que rompe con los esquemas dados, con las formas sedentarias de pensar, y nos entrega a la alquimia del verbo, por decirlo con Rimbaud, y a ese delirio de ruptura en nuestra relación con el lenguaje. Por cuanto tiene de revolucionario, de transgresor, las intenciones de estos metadiscursos serían plenamente poéticas y su alcance totalmente original. Porque la metapoesía se alza contra el poder, contra los discursos establecidos y sus versiones estáticas, impositivas, de lo verdadero, y busca ese “azar objetivo”, lo imprevisible (La carga poética resulta de la imprevisibilidad) para que el desgaste de las palabras brille bajo la nueva acuñación del asombro. Quizá no haya sentimentalidad en su poesía, como se ha dicho tantas veces, o quizá haya que descubrir una nueva forma de sentimentalidad, que consiste en esa personificación de las palabras, en esa imposición del poema, que se vuelve tangible, que se hace carne, y que nos arrastra con él. Podemos tocar la poesía de Carnero porque su lenguaje no es ahora transparente, no remite a un mundo al otro lado del cristal, sino al dibujo de sus vidrieras.

Así se nos insta a que no descifremos lo real, porque “descifrar es un estable pájaro”. Lo que arrastraría a nuestro conocimiento hacia una caída irreparable. Hay, sin embargo, que amontonar las máscaras, las figuras, las formas, sobre aquello que queremos comprender, cubrir lo interpretable con las gruesas capas del verbo, con las láminas de la palabra poética, sus pedrerías, sus nombres imposibles, sus adjetivos pesados:


Descifrar es recluir salas vacías entre los muros por que existen

y amontonar en ellas tesoros, diademas

y mascarillas funerarias de metales exóticos,

porcelanas en que otros comieron y llevan su divisa,

antiguos relojes parados que señalan el curso

de las constelaciones en sus órbitas muertas;

pertenencias de otros (…)

(“Variación III”)

Descifrar pertenece a otros, implica asistirse por el discurso del otro, que su palabra me acompañe, que su poder se me imponga de tal modo que sólo las porcelanas de su verbo o los relojes de su voz tengan sentido, otorguen significado a las cosas. Pero el poema tiene el poder de reconstruir el mundo, de montar otra vez el armazón de nuestra realidad, como si de un ejercicio de bricolaje se tratara. Lo que está en juego es la capacidad de convertir en palabras la experiencia. Así, el poeta es un bricoleur, compone su entorno de experiencias y sensaciones, acumula materiales, signos, discursos, a través de los cuales decir la realidad, y sin embargo no decirla, porque nada nuevo queda por decir, como apuntara La Bruyère en una cita que el propio Carnero utiliza al frente de Variaciones y figuras.

Habría por tanto una “exploración hacia el centro del poema” en este libro (López: 58), hacia lo desconocido, que no es, sin más, la realidad o alguna parcela de ésta, sino el efecto de parcelación, los mecanismos a través de los cuales se completa una visión del mundo, se dota de una estructura insólita a las cosas, aunque todos los ríos del poema vayan a acabar envarados en las albuferas de su propio lenguaje, no sin dejarnos, en el torbellino de sus aguas, por los meandros y bucles de la corriente, toda la belleza de sus artificios. El poema constituye entonces un desgarro en el tejido de la lógica, una escisión que acaba con los convencionalismos de nuestro lenguaje. Bastaría con ver el poema, a medio camino entre la crítica y el homenaje, sobre la figura y pensamiento de Carl Linneo:

ELOGIO DE LINNEO


El poder de una ciencia
no es conocer el mundo: dar orden al espíritu.
Formular con tersura
el arte magna de su léxico

en orden de combate: el repertorio mágico
de la nomenclatura y las categorías,
su tribunal preciso, inapelable prosa
bella como una máquina de guerra.
Y recorrer con método
los desvaríos de su lógica; si de pájaros hablo,
prestar más atención a las aves zancudas.


La búsqueda del poema opera en las publicaciones de esta década por una destrucción del lenguaje, del lenguaje poético más concretamente, hurtándole a la tradición las galas majestuosas de otra época (galas con que el mismo Carnero llegase a cubrir sus primeros poemas) y devolviéndonos, irónicamente, ese reflejo irrisorio de los lenguajes científicos. Sin embargo, algo más importante está en juego, y es la sacralización de los lenguajes de la ciencia: “toda terminología especializada adquiere, por su sentido arcano / y supuestamente preciso, un valor poético”, nos dice en «Discurso del método». Como una moneda envejecida hasta el punto de perder su troquelado, la ciencia no sería otra cosa que el lenguaje que ha extraviado el adorno, el componente mágico, conjurador, y que esquiva la profundidad de la palabra poética para entregarnos una exactitud que es, ahora, ley, regulación, código. La ciencia hace de lo sagrado régimen, de la poesía un discurso de poder, un “pájaro estable” condenado a caer en picado. No hace muchos años Gamoneda ha puesto de relieve los mecanismos del vocablo científico en relación al poético en su Libro de los venenos, con comentarios sobre la obra médica de Dioscórides, resucitando esos valores mágicos del verbo, su capacidad para diseñar un mundo de símbolos, una serie de analogías internas entre las cosas. La ciencia borra las correspondencias secretas entre las cosas, sus hilos secretos, subterráneos. No en vano,esa escisión entre el lenguaje de la ciencia y el de la poesía tendría un momento álgido en la obra y el pensamiento de Baudelaire, cuando, a través de su teoría de las correspondencias, rescata lo que ya se manifestaba como oculto a los ojos de su época ante los inminentes avances de la mecanización y la tecnología: por debajo de los discursos racionales, de la lógica, hay un delirio de semejanzas, inmensos ribazos de identidades aún por conquistar, que constituirían ese filón irrenunciable de la palabra poética. En Carnero, la aventura verbal transita por las mismas orillas, y el juego de arrastrar consigo a los lenguajes científicos no es otra cosa que un intento por impulsar ese pájaro estático de las interpretaciones, de elevarlo y permitirle continuar su vuelo.

Sobre esta superposición de lenguajes se ha hablado mucho en la poesía de Carnero. Su obra presentaría dos niveles perfectamente hilvanados, el poético y el metapoético (cfr. Lanz, 2000: 19), vale decir, lenguaje de la lírica frente al científico o aparentemente ligado a la exactitud y a la objetividad de la ciencia. Sin embargo, no es ésa la perspectiva que desde aquí contemplamos. En Carnero, se hace evidente lo que ya afirmaron autores como Blanchot o Foucault, y es que la obra se interroga sobre sí misma, se constituye en esa interrogación que la sobrepasa y la cruza: “«¿qué es la literatura?» no es en absoluto una pregunta de crítico, ni una pregunta de historiador o de sociólogo que se interrogan ante cierto hecho de lenguaje. Es en cierto modo un hueco que se abre en la literatura, hueco donde tendría que alojarse y que recoger probablemente todo su ser” (Foucault, 1996: 63). Antes que pensar en esa superposición de niveles habría que constatar en Carnero ese juego verbal por establecer su propia duda, lo que es ya de por sí un guiño anticartesiano. El poema es y no es, se compromete con su propia incertidumbre, tantea la imposibilidad, su negación. Escribir y, al mismo tiempo, desescribir.

Entonces, ¿qué decir de las cosas, cómo componer un mapa de realidad, establecer un mundo en la palabra poética? Nada de eso tendría validez en la poesía de Carnero. El poema vaga por sus propias oquedades, deambula entre sus vetas, en su secreto, en su intimidad. La superficie porosa del lenguaje es constantemente atravesada por el verso. ¿No existe la realidad, entonces? No al menos una realidad de sentido, de certezas, sino un juego de más-caras y superposiciones que nos ocultan el trasiego de las cosas bajo los códigos desde los cuáles nos es posible pensar, sentir, creer, escribir.

La realidad, entonces, queda desasistida al convertirse en objeto literario, lo que hace de la literatura un constante discurso del método, una poética ininterrumpida cuyo único objetivo es la pregunta sobre sí misma. Se escribe para preguntarse qué es escribir, qué es la poesía, en qué consiste. En ningún caso para hallar respuestas. O en las certeras palabras de Carlos Bousoño: no se pretende transcribir una ilusión de la realidad, hacer fácil y reconocible lo real, sino que, en último término, el poema es una “ficción de arte” (cfr. Bousoño, 1979), cuyo acometido no es encontrar los referentes necesarios para componerse, sino crear él mismo sus propios referentes, manejar su propio campo de conceptos, redes, capilaridades, a la búsqueda de una figura, una figuración fantasmagórica, un simulacro, diría Klossowski, cuyo acierto sea el de cumplir el poema como una totalidad, hacer independiente su existencia. La poesía se vuelve así metapoesía, y el poema una hipótesis cuyo ejemplo no es lo demostrable, la realidad cuantificable y racional, sino la imposibilidad misma de lo real que prende en el verso como la pólvora. Así, el poema halla su lugar en ese intersticio, en las oquedades. Su convicción le empuja no a clamar lo real, ni a rechazarlo de pleno por la llegada del absurdo, sino a agujerear la propia dimensión del lenguaje, a recorrer a través del poema las cárcavas del sentido, los vacíos de esa extensión irresuelta del verbo. Se desvela así el carácter imaginario de la obra, el no-lugar de la palabra poética, frente a las cosas reales, materiales, del mundo.

Jorge Fernández Gonzalo

Bibliografía citada

BELLSEVER, Ricardo (1974): «Guillermo Carnero contra el miserable tráfico de las palabras», en Las Provincias, 29 de septiembre, p. 33.

BOUSOÑO, Carlos (1979): «La poesía de Guillermo Carnero», en CARNERO, Guillermo, Ensayo de una teoría de la visión, Madrid, Hiperión, pp. 11-68.

CARNERO, Guillermo (1979): Ensayo de una teoría de la visión, Madrid, Hiperión.

–––––– (2010): Dibujo de la muerte. Obra poética (1966-1990), Madrid, Cátedra (2ª edición revisada y ampliada).

FOUCAULT, Michel (1996): De lenguaje y literatura, Barcelona, Paidós.

JIMÉNEZ, José Olivio (1972): «Estética del lujo y de la muerte: sobreDibujo de la Muerte de Guillermo Carnero», en Papeles de Son Armadans 194, mayo, pp. 145-157.

LANZ, Juan José (2000): «Teoría y práctica poética: la metapoesía de Guillermo Carnero a través de los poemasEl sueño de Escipión yVariación I. Domus Aurea», en,Poesía en el Campus 47, pp. 19-29.

LÓPEZ, Ignacio Javier (2010): «Introducción», en CARNERO, Guillermo, Dibujo de la muerte. Obra poética (1966-1990), Madrid, Cátedra, pp. 11-80 (2ª edición revisada y ampliada).


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