La cuidad de Puebla de los Ángeles, escenario de los hechos aquí relatados,
fue fundada en 1531 por el religioso franciscano fray Toribio de Benavente.
Vivía en Puebla un tal don Pedro de la Torre, hombre entrado en años de cultura más que ordinaria, que poseía a la vez las virtudes y los defectos que hacen a los hombres admirados y despreciados al mismo tiempo. Tenía conocimientos de Medicina y Teología, había estudiado Arte y Gramática; pero era un jugador empedernido, actuaba como curandero en una mezcla de ciencia y hechicería y debió ser bígamo, pues al llegar al Nuevo Mundo casó con una india a la que llamó Luisa, pero en el tiempo que nos ocupa, estaba casado con una joven belleza de poco más de veinte años llamada Leonor de Osma, que además de a su esposo, tenía enamorado a don Hernando Nava y a don Francisco Peralta, ambos amigos de Cetina y, como se verá, rivales entre sí por el amor de la dama.
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Amigos como son Cetina y Peralta, acompañaba a veces el primero al segundo en sus rondas galantes. En aquel año de 1557, el primer domingo tras la Pascua de Resurrección, Domingo de Cuasimodo, quiso Peralta llegar hasta el balcón de doña Leonor y pidió el enamorado a Gutierre lo acompañara en su cortejo. Van, pues, los amigos de ronda en noche cerrada y oscura cual boca de lobo, cuando ante la casa de don Pedro de la Torre, que era la de doña Leonor de Osma, cerca de la encrucijada de Santo Domingo, yendo delante Cetina, vio éste dos sombras que se les acercaban. Volviose Cetina a dar aviso a su amigo, mas al volver su vista al frente para afrontar el peligro, recibió en el rostro la fría caricia del acero que surcó su piel sobre la mejilla, en tajo desde la oreja hasta el ojo, cayendo el herido de bruces sobre el camino, y su rostro hundido en el lodo.
Se pidió enseguida ayuda, la más próxima la de don Pedro de la Torre, que para eso era médico, que viendo la profundidad del corte y gravedad de la herida curó sin coser nada, pues nada bueno, sino la muerte del agredido, podía esperarse, al mezclarse piel, carne y hueso destrozados por el golpe.
Y así, muerto por el arrebato de un celoso enamorado, ante el balcón de doña Leonor encontró su fin el hombre y nació a la inmortalidad el poeta al que otra dama inspiro su madrigal más famoso:
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.
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Podría terminarse en este punto el relato para ungir al poeta muerto con el aura de la eternidad que se otorga a las víctimas inocentes, pero quizá quedara incompleto, y el lector insatisfecho, sin conocer cómo al asesino se le aplicó la justicia con deliberada indulgencia.
Huidos los agresores, se supo que era el principal de ellos don Hernando Nava al que acompañaba Gonzalo Galeote; que era Nava amante de doña Leonor y los celos le movieron en contra de su rival; y que era Peralta y no Cetina, que llevó la peor parte por ser primero en la marcha y la noche tan cerrada, el blanco erróneo de su malsano impulso. También, porque consta, que Nava se acogió a sagrado, refugiándose en la Iglesia de Santo Domingo, de donde fue sacado a la fuerza por las autoridades, y que tras ser condenado por la justicia a ser degollado, se le conmutó, sin duda por influencia de su madre(1), la pena de muerte por otra que le permitió vivir. El 7 de julio de 1554, en la Plaza Mayor de México, se le cortó la mano derecha y fue entregado de nuevo a la jurisdicción eclesiástica de la que había sido arrebatado, y que nada más hizo en su contra, siendo manco, mas vivo y libre.(1) Era Catalina Vélez Rascón, la madre de Hernando Nava, mujer de mucho dinero y por ende de poder, que sin duda influyó en el trato que la justicia dispensó a su hijo.