Revista Salud y Bienestar

Hacer cola: ¿Sí, no? ¿Mucho, nada? Esperar o no esperar es un reflejo de tu clase social

Por David Ormeño @Arcanus_tco
"El que nos hace esperar celebra su poder sobre nuestro tiempo de vida, y el hecho de que jamás lleguemos a saber si nos están haciendo esperar a propósito es lo que le confiere a este poder un carácter ominoso". Andrea Köhler

Mark Oliver Everett aún era un joven desconocido que trataba de hacerse un hueco en el mercado discográfico cuando estaba en Correos y apareció una limusina negra. De ella salió su ídolo y se puso a hacer cola detrás de él.

"De nuevo una experiencia irreal para un chaval de Virginia. Little Richard esperando en Correos como cualquier persona normal", escribió en Cosas que los nietos deberían saber.

A cualquiera le sorprende ver a sus dioses bajar a tierra y compartir el aire con ellos en los momentos más mundanos. Cómo no iba a dudar Everett de que Little Richard estaba ahí. "Es necesario dudar cuando se espera", decía Flaubert. Un sociólogo ha encontrado la explicación a esa sorpresa.

Javier Auyero, director del Laboratorio de Etnografía Urbana de la Universidad de Texas, estudió las colas como fenómeno social y concluyó que perpetúan nuestra situación en el mundo y, concretamente, nos recuerdan la clase social. O lo que es lo mismo: esperar es de pobres.

El dinero permite evitar las colas y las esperas en general mientras se hace ostentación de cierta riqueza y poder. A menudo, evitar las colas con la ayuda del dinero es una forma de vivir más. Lo que se paga, a fin de cuentas, es el tiempo. Y ahora, hasta la espera se puede comprar.

A ese plasta de la cola del cine que desespera a Woody Allen en Annie Hall tampoco le resultó creíble la presencia del hombre al que había dedicado horas de estudio, disertaciones y mansplaining.

El personaje en cuestión no paraba de hablar en voz alta de Marshall McLuhan y Allen tenía la cara de desesperación de quien ve una película mientras el de detrás se la cuenta. Harto como estaba, Allen encontró la manera de callar a aquel erudito que aseguraba tener mucho que decir de McLuhan. No solo no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, sino que él mismo estaba ahí para aclararlo.

No lo creyó hasta que no tuvo más remedio que aceptar que el propio McLuhan estaba ahí explicándole que no había entendido nada. Allen se acerca a cámara y dice a los espectadores: "Si la vida pudiera ser siempre así...".

Hacer cola: ¿Sí, no? ¿Mucho, nada? Esperar o no esperar es un reflejo de tu clase social

Según concluyó Javier Auyero, autor de Los pacientes del Estado, "hacer esperar a los pobres es una herramienta de control para el poder, que le permite vigilar y castigar".

La paciencia convertida en valor quizá no sea más que una forma de abrazar la pobreza y de asumir con estoicismo la propia muerte, así como la tentación de construir pirámides y de encargar un retrato a un pintor que nos eternice, ambas opciones solo disponibles para los que más dinero tienen. Al pobre no le queda más remedio que conformarse con su mortalidad. Al rico, en cambio, se le olvida que va a morir igual que el pobre, pero se engaña a base de simulacros de inmortalidad.

Pero ¿cómo es posible que la paciencia se haya convertido en virtud si su raíz latina ( pati) alude al sufrimiento? Buscamos la utilidad a cualquier sufrimiento para hacerlo llevadero. Si no la tiene, la inventamos.

Rose viajaba en primera clase cuando el Titanic se hundió. En una de las escenas de la película de James Cameron, Rose se queda con la mirada perdida hablando de la espera como un auténtico suplicio cuando recuerda a los que aguardaban un bote salvavidas. Ella, a pesar de su riqueza, sabe que la paciencia no es precisamente una virtud, sino la aceptación de un castigo: "Esperar a morir, esperar a vivir... esperar una absolución que nunca llegaría".

"Las esperas, las filas y la interminable burocracia se transforman en una herramienta de dominación del poder contra los marginados en sus espacios suburbanos", dijo Auyero en una entrevista para Sott. Unas esperas que, aseguró el sociólogo argentino, no son inocentes, sino que "precarizan" la vida de los más pobres porque además de perder un tiempo del que podrían disponer para otras cosas, a menudo están expuestos a la incertidumbre: ni siquiera saben si esa espera va a servir de algo.

Para romper esa barrera y oponerse a un sistema que roba tiempo a quien no lo puede pagar, algunos músicos han optado por eliminar en sus conciertos la zona vip. Josh Homme, cantante y guitarrista de Queens of the Stone Age, lo hizo en el último Madcool, cuando pidió a los agentes de seguridad que permitieran a cualquiera llegar a la primera fila, independientemente de que hubiera pagado para llegar hasta allí sin perder el tiempo.

Quien se cuela en la fila del súper está abusando de su poder. A menudo es alguien que sabe que su edad le permite robar tiempo a los más jóvenes sin que estos se atrevan a reprocharle nada -aunque, en el fondo, sepan que no siempre es justo-.

¿Quién no conoce a alguien, no demasiado mayor ni débil, que utiliza su edad para ponerse delante en una cola a la que ha llegado el último? Circula un meme protagonizado por Miércoles, de la Familia Adams, que dice: "Cuando una señora mayor se me cuela descaradamente, siempre le digo: "Pase usted primero, no desperdicie el poco tiempo que le queda"". Pero eso solo lo diría Miércoles.

Y eso, aunque sea humor negro, también es la realidad: la espera nos roba vida. Aproximadamente, cuatro años de nuestras vidas transcurren en colas. Uno se siente bendecido cuando de pronto se abre la caja de al lado y oye: "Pasen en orden de cola".

Alegra ser el primero en la otra caja, pero es una trampa: ser el primero en esa fila significa ser quien más ha esperado de todos cuantos quedan ahí. Hay filas tan lentas que dan lugar a formas de enfrentarse a la inmortalidad como la amistad o el amor. El cuento de Cortázar sobre un atasco en la autopista, tan prolongado que comienzan a surgir relaciones entre las personas atrapadas en un punto, ocurre en la vida real a diario.

"No tengo nada en contra de la igualdad de los ciudadanos, etcétera, pero yo también tengo un violín y un arco para valorar, así que también tendré que volver a hacer cola, y quién sabe a cuántos les tocará hacer lo mismo, qué cosa más absurda"

Uwe Tellkamp en La torre

Pero ya no toleramos la espera como lo hacíamos antes de conocer las redes sociales. La doble aspa azul, el visto, la posibilidad de saber a qué hora leyeron nuestro mensaje, nos ha convertido en seres desesperados que no soportarían las cartas que nuestros abuelos aguardaban con ilusión -pero también cierto miedo- durante días o meses. Así también dominan las redes sociales.

La espera, en tiempos de Facebook y Whatsapp, produce fricciones. "Me dejó en visto", se dice con dolor, como si ya solo viviéramos para responder mensajes de manera inmediata. Y, así, también los hay que demuestran su poder sobre el otro dejando en visto intencionadamente, prolongando la espera. Las llaman relaciones de amistad o amor, pero en esos casos no se trata más que de una lucha de poder entre quien espera y quien prolonga su silencio.

Ocurre igual con esta frase: "Ya te llamaremos". "Tenemos que hablar" funciona de manera parecida. Todos sabemos lo que significa, pero entre la frase y el momento de la ruptura media una espera más o menos duradera que una de las partes ha impuesto.

Alguien ya se ha dado cuenta de que hemos empezado a no tolerar la espera. Por eso, la nueva forma de poseer el tiempo ajeno consiste en pagar a alguien para que haga cola en lugar de quien paga. Ya puedes pagar a repartidores de Glovo para que hagan cola por ti en un restaurante de Madrid que no acepta reservas, según escribió Javier Aznar en una columna recientemente.

Existe, incluso, una aplicación -iQueue- en Singapur que permite contactar con quienes esperen por otros a cambio de dinero. Bienvenidos al mundo de la espera monetizada.

En El tiempo regalado, Andrea Köhler asegura que "hacer esperar es privilegio de los poderosos". La espera es una protagonista más en La Odisea, en Las mil y una noches, en El proceso, en Esperando a Godot y en La Esposa joven.

En esta última novela, la Esposa joven -así la llama Alessandro Baricco- llega a la casa de su futuro marido, que está de viaje. Nadie sabe cuándo volverá, ni siquiera si lo hará, pero ella se queda en la casa de la familia a esperarlo.

Ahí reside el poder del hombre ausente: ella ha llegado puntual, al cumplir los 18; él, en cambio, lleva tiempo volviendo porque su deseo vital consiste en ser ilocalizable. En su libertad reside su poder. Y en no permitirle saber, a quien le espera, cuándo llegará. Ni si lo hará.


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