No sé si hoy día Lenin hubiera podido sortear el tránsito rodado e ir más allá de la estación de Finlancia, en la actual ciudad de Petersburgo, otrora Petrogrado y durante mucho tiempo, incluso, Leningrado. Hoy los automóviles hacen poco aconsejable cruzar desde la orilla del río Neva hasta ella, y esto fue lo primero que se me ocurrió al llegar, no sin esfuerzo, hasta aquel lugar mitificado por la Historia. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Para Jesús Ángel Espinós, que habita doblemente Petersburgo.
Sin embargo, aquel lugar un tanto inhóspito, gris y cargado de Historia, como el propio acorazado Aurora, alba de la revolución, me trajo el de un emotivo libro de Edmund Wilson, precisamente el titulado “Hacia la estación de Finlandia”. Allí traza su autor la peculiar epopeya historiográfica de aquellos que soñaron la Historia para, quizá, convertirla en pesadilla, desde autores como Vico y Michelet hasta el mismo Lenin. Este libro era para mí completamente desconocido, y ha llegado a constituir una maravillosa laguna de saber. Me que me fue dado conocer en la salita de una casa sevillana, una noche. Fue María José Barrios quien me lo mostró con entusiasmo al leerme un párrafo delicioso de Michelet. El historiador francés recreaba, con plena conciencia de hacerlo, el mito renacentista de la imprenta, y convertía a su inventor en santo. Desde entonces, la estación de Filandia ha constituido para mí un doble mito, el del libro de Wilson y el del lugar al que su relato tiende, tan lejano en el espacio y, sobre todo, en el tiempo. Aquel día fue de intenso caminar por Petersburgo. Cruzamos el río Neva, tras recorrer los bellos canales de una ciudad que tanto me recuerda a Ámsterdam, pues ya conocéis nuestra pasión por recorrer las ciudades a pie. La ciudad nos pareció un paraíso tras haber padecido la lluvia y el frío humano moscovita. A Petersburgo fuimos, entre otras muchas cosas, para sentir los lugares donde había habitado el poeta Ossip Mandelstam, cuya evocación ovidiana yo estudiaba por aquel entonces. También nos estremecimos recordando las historias trágicas tanto de él como de los poetas de su generación, cuyas vidas sucumbieron bajo la suela comunista. Al llegar al nuestra particular meta, tras no poco esfuerzo, mis recuerdos son literalmente grises. Recuerdo que la estación de Finlandia es un frío edificio soviético donde aparece la estatua de Lenin, quizá uno de los pocos lugares donde todavía se justifica su presencia en una Rusia que intenta recrear con vehemencia la época de los zares. Materialmente nos sirvió para acceder a un servicio público y apenas es posible entender en su estado actual por qué la incipiente Historia del siglo XX dio allí semejante giro. La Historia termina convirtiéndose en relato, los muertos acaban siendo frías cifras, los pequeños anhelos de la gente normal se desvanecen ante las líneas maestras de los grandes acontecimientos, como nosotros nos desvanecíamos ante los imponentes edificios soviéticos. Por ello, una vez superé el mito de llegar hasta aquel lugar, ya sólo me quedó el libro de Edmund Wilson, unido al recuerdo de una cálida noche sevillana en una salita también llena de recuerdos, pero esta vez recuerdos personales, del tamaño de nuestros sueños. FRANCISCO GARCÍA JURADO