Revista Cultura y Ocio

Hacia Lofoten, nostalgia de los últimos elfos

Por Zogoibi @pabloacalvino
Un día ventoso en la isla de Senja

Un día ventoso en la isla de Senja

Al cabo de diez días conduciendo por Noruega y escribiendo este diario, he agotado ya mi escaso vocabulario de adjetivos sin haber podido apenas transmitir una idea aproximada de lo irresistible, lo majestuosamente bonito que es este país, pese a tantas fotos que acompaño (aunque sólo sean un tercio de las que tengo): tan vistosas son casi todas que sólo en escogerlas tardo más que en redactar el texto; y no sé ya, como digo, qué palabras usar para dar cauce a mi asombro sin repetirme. Así que hoy ni siquiera voy a intentarlo; no haré infructuosos ejercicios literarios, sino que dejaré caer las imágenes y dejar que hablen por sí solas.

Me había quedado ayer a mitad de camino hacia el archipiélago de Lofoten, haciendo noche en el idílico camping de Tranoybotn, en Senja; y esta mañana ha amanecido el día ventoso, con un cielo poblado de cambiantes y variadas nubes que parecen caprichosos brochazos de un pintor sobre el celeste.

Un cielo salteado de nubes sobre la isla Senja

Un cielo salteado de nubes sobre la isla Senja

El comedor está cerrado, con un letrero de luego vengo en la puerta, así que ni siquiera puedo desayunarme un café. Poco importa, en realidad, ya que casi nunca lo hago. Recojo mis cuatro posesiones, ajusto las maletas en la moto y, tomando de regreso el desvío que me trajo hasta aquí, vuelvo a la carretera principal para continuar viaje hacia el oeste, al puerto de Gryllefjord, donde he de coger el ferry a otro puerto llamado Andenes.

Pequeño golfo junto a Lavollksjosen

Pequeño golfo junto a Lavollksjosen

Aunque apenas me separan sesenta quilómetros de Grylle, avanzo muy despacio porque voy parándome cada dos por tres a hacer fotos o un breve vídeo. Me llama en especial la atención el pequeño archipiélago de Bergsoyan, un cúmulo de diminutas islas muy juntas unas de otras que, desde la costa, parecen como una maqueta; o como si se mirasen desde un avión.

Archipiélago de Bergsoyan

Archipiélago de Bergsoyan, frente a Hamn

Ya tengo algo de hambre cuando llego a Hamn, en una de cuyas diminutas islas hay un encantador hotelillo con un restaurante que mira sobre una idílica playita de agua cristalina. Le echo un vistazo al menú por si se me antoja pedir algo, pero los precios son de infarto; no es lugar para mí.

Playa junto al hotel Hamn i Senia

Playa junto al hotel Hamn i Senia

Antes, no obstante, de volver grupas, me doy una vuelta por el islote; hay junto a él otro, apenas una roca, de nombre Skjaholmen, con una calita de fondo somero y arenoso que invita al baño. ¡Qué lugar para refrescarse un día caluroso! No hoy, que sopla un aire frío y está medio nublado.

Skjaholmen

Skjaholmen

Gryllefjord es un puerto pequeño, muy protegido de vientos y marejadas, que vive de la conexión marítima entre esta isla de Senja (condado de Troms) y la de Andoya (condado de Nordland), enlace que puede ahorrarle a uno doscientos quilómetros de carretera litoral llena de curvas. He llegado sin conocer los horarios, como de costumbre, y en esta ocasión no he tenido tanta suerte como en otras; me toca esperar dos horas largas. Me planteo si no valdrá la pena quedarme aquí a dormir, y pregunto en el hotel que hay junto a la terminal, un establecimiento estilo “culo del mundo” que tiene también tienda, bar, restaurante y gasolinera. Pregunto si hay habitaciones y me dice la mujer que sí, pero que no me apure si no estoy seguro, porque no se va a ocupar.

Valle glaciar de Lakselva, pasado Hamn

Valle glaciar de Lakselva, pasado Hamn

Aprovecho la espera dándome una vuelta por el pueblo –tres elongadas calles paralelas al fiordo– y para curiosear entre las embarcaciones que ni se mecen siquiera sobre las tranquilas aguas del puerto. A medida que avanza la tarde el cielo va despejándose un poco y sol de poniente se cuela bajo las nubes altas, sacando alegres destellos blancos a las casas y a los barquichuelos.

Puerto de Gryllefjord

Puerto de Gryllefjord

Ruta de hoy, de Tranoybotn a Gryllefjord

Ruta de hoy, de Tranoybotn a Gryllefjord

Poco a poco van juntándose vehículos sobre la explanada de embarque: turismos, caravanas y algunos camiones. Un hombre que anda por allí paseando a su perro se pone a hablar conmigo. Lo he visto hace ya rato y lo tomé por un vecino del pueblo, pero no: aguarda, como yo, la llegada del ferry para embarcar. Tiene una conversación interesante, inteligente, y sabe escuchar. Se llama Frode. En buena compañía el tiempo transcurre más aprisa, y la llegada del barco interrumpe nuestra charla. Todos a sus puestos para subir los coches por la rampa de la bodega. Frode viaja en un camper con su pareja, otro tipo también agradable.

Peñón junto a Gryllefjord

Peñón junto a Gryllefjord

Ya zarpamos, y pronto dejamos a babor el enorme risco en cuya base transcurre la apacible vida de Gryllefjord. Navegamos por el mar de Noruega, cruzando las veinte millas de la ancha boca del Andfjorden. El agua es de un color azul marino intenso como se ve pocas veces. A nuestra estela queda la montañosa y accidentada isla de Senja, la segunda mayor del país.

islaSenja

Isla de Senja

Hacia el sur, en la lejanía, asoman sobre el mar en varios horizontes los picos del archipiélago de Lofoten. Los pocos pasajeros que estamos haciendo el trayecto nos movemos por cubierta, a la caza de buenas fotos, como hormigas en busca de alimento, de una banda a otra y por la regala de popa, excitados por la majestuosa combinación de tierra, mar y cielo.

Senja en primer término y Lofoten en la distancia

Senja en primer término y Lofoten en la distancia

Pasado un rato me reencuentro con la parejita en una mesa del salón y reanudamos la charla. Simpatizamos bastante, quizá en parte porque esta vez puedo relajarme con la tranquilidad de que no van a tirarme los tejos. Quedamos amigos y acordamos que los visitaré cuando pase por su pueblo, cerca de la frontera con Suecia, a mi regreso a la Tierra. Lo digo porque Noruega no parece de este planeta.

Atardecer en Andoya

Atardecer en Andoya

Ya llegamos. Me despido de ellos en la bodega, justo antes de salir. El sol lleva un rato queriendo ocultarse cuando pongo pie sobre la isla de Andoya. Aquí el tiempo ha cambiado considerablemente. Aunque nos separan treinta y cinco quilómetros de Senja, esta costa se siente más desprotegida y expuesta al mar abierto, más pelada, fría y ventosa. Son apenas las ocho y media pero no hay un alma por las calles, desapacibles y barridas por el viento, de Andenes, que fue un importante puerto pesquero a principios del pasado siglo y que aún a finales mantenía la población gracias a su base aérea; pero en las dos últimas décadas la ha perdido a ritmo acelerado, y si a duras penas le queda alguna actividad es por los whale safaris, una serie de negocios locales que prometen el avistamiento de ballenas desde sus lanchas.

Playa oeste y faro de Andenes

Playa oeste y faro de Andenes

Me cuentan Frode y su novio que ya sólo queda gente mayor en estos pueblos; y yo, al recorrer la veintena de calles desiertas y ver las casas dispersas, no puedo evitar preguntarme, ¿cómo se vivirá en un lugar como éste?, ¿qué tipo de vida harán sus gentes? A los jóvenes, a las nuevas familias, nada los ata aquí, y los pocos niños que haya no se quedarán después de acabar la escuela. Emigrarán a las ciudades, a las universidades, al Mundanal Ruido Donde Suceden Cosas. ¡Qué lugar tan desolado parece este Andenes, retirado en una solitaria isla a la que sólo puede llegarse por ferry o cruzando el único puente, en su otro extremo! Las ventanas de las casas que miran a poniente, recibiendo los últimos rayos del sol, brillan quizá con nostalgia del pasado esplendor pesquero, o con la de marcharse hacia el crepúsculo.

Sueños de ocaso

Sueños de ocaso

La recepción del hostal donde he reservado una habitación por internet, el Viking, está en un hotel vecino, Norlandia Andrikken. Imagino que serán del mismo propietario. Sin yo pedírselo, porque viajo solo, el atento recepcionista me hace un buen descuento sobre el precio al que la había reservado. Son ya varias las veces que, en Noruega, de propia iniciativa me han hecho una rebaja.

Tiene Andenes una pequeña iglesia que parece de juguete, como una casita de madera pintada en blanco, con su tejado a dos aguas y su delgada torre apuntada; sin más adornos ni florituras, con esa sencillez y austeridad características del culto protestante. Bien feíta, la verdad; igual que todas las demás que tengo aquí vistas. Parece como si tuvieran un único modelo y lo fabricaran en serie para instalarlo en todos los pueblos. Muy pragmático, eso sí, sobre todo teniendo en cuenta los pocos feligreses que debe haber.

Aprovecho las últimas luces dándome un paseo por la playa, tan llana que, al subir la marea, el agua se extiende sobre la arena como si se derramara un lavabo por el suelo de una casa. Más allá, hacia el suroeste, una dentada mole rocosa de afilados colmillos se interpone entre el mar y el cielo.

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No sé por qué, así me imaginaba yo, cuando leía los libros de Tolkien, el lugar de donde los barcos elfos zarparon al abandonar la Tierra Media, como cuenta la hermosa leyenda: …los postreros eldar zarparon de los Puertos Grises a bordo de las últimas Naves Blancas que construyó Cirdan, para seguir el Camino Recto. Y así desapareció para siempre este Pueblo de las Estrellas, rumbo a aquel lugar fuera del alcance de los Hombres Mortales, que sólo lo conocen por las leyendas y, tal vez, por sus sueños…

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