18 de febrero de 2014. Localidad bonaerense de Ayacucho.
Un hombre oriundo de Balcarce conduce el auto donde también viajan su esposa y sus dos hijos mellizos de un año de edad. Llueve copiosamente, y sin embargo el padre de familia acelera sobre la calzada resbaladiza de la Ruta 29. Un camionero los ve pasar, a toda velocidad, en el vehículo de andar inestable.
Por esa misma ruta, pero en sentido contrario, viaja otro joven matrimonio con sus niños de 9 y 13 años. El auto no consigue esquivar el bólido que se le viene encima, girando cual trompo. La colisión inevitable mata al primer matrimonio y a los hijos del segundo.
Éste no es el avance de una película. Se trata, en cambio, de la crónica de un choque automovilístico que ocurrió un mes atrás, y que dejó huérfanos a dos chicos y sin vida a otros dos. El daño es irreparable, y difícilmente exista consuelo para una y otra familia. Acaso el sufrimiento de la segunda resulte todavía más insoportable, primero porque sus muertos son (eran) niños, segundo porque la tragedia fue producto de la negligencia ajena.
Con perdón de los lectores alérgicos a los textos autorreferenciales, me permito redactar éste en calidad de ex compañera de colegio de la madre que perdió a sus dos hijos en este accidente vial. Aunque a distancia, asistí a la pesadilla originada en la muerte inmediata de Bruno y en la lucha infructuosa que Iara llevó adelante antes de fallecer ayer. De esta experiencia como testigo surge la necesidad de expresarme en primera persona del singular.
Insisto en escribir ‘accidente‘ con bastardillas porque rechazo toda hipótesis sobre el destino, la fatalidad y/o cierta voluntad divina. Creo en la causalidad; por eso estoy segura de que aquel martes lluvioso Karin y los suyos habrían corrido mejor suerte si el automovilista balcarceño hubiera manejado con prudencia, a velocidad reducida.
Para esa misma fecha yo también viajé en auto con mi familia. Rumbo a la provincia de Entre Ríos, nos cruzamos con otros conductores (de autos, camiones, micros, motos) empecinados en violar principios básicos de seguridad vial, y por lo tanto en poner en peligro la vida propia y ajena. La tragedia acecha en las rutas argentinas por obra y gracia, no de uno o dos compatriotas inconscientes, sino de cierta inconducta colectiva.
Según estadísticas de la asociación civil Luchemos por la Vida, el año pasado 7896 personas murieron en accidentes de tránsito en nuestro país: un promedio de 22 por día. A fines del mismo 2013, cuando algunos padres de víctimas se presentaron en la Cámara de Diputados para exigir modificaciones al proyecto de ley que busca sancionar el manejo vehicular homicida con penas más duras, uno de ellos sostuvo que los delitos viales (este conciudadano también se niega a emplear el término ‘accidente’) constituyen la “primera causa de muerte en la Argentina“.
Experiencias personales y datos duros advierten una y otra vez sobre nuestra responsabilidad ciudadana por acción u omisión. La mayoría de nuestros coterráneos transgrede las normas de tránsito porque las conoce pero subestima, o porque directamente las ignora. Dejemos entonces de echarles la culpa al estado precario de las rutas, a la escasez de controles policiales, a un parque automotor cada vez más desbordante, a la falta de voluntad política para sancionar con mayor severidad, a las inclemencias climáticas, a la presunta lentitud o impericia del otro.
Es cierto que todos estos factores influyen. Por eso mismo debemos abandonar las costumbres temerarias y aumentar nuestra prudencia vial. Demostremos que realmente apreciamos y defendemos la vida.
Algunos compatriotas memoriosos recordarán la campaña que tiempo atrás equiparaba autos y armas por su naturaleza letal. Los afiches y spots televisivos en cuestión difundieron una ilustración muy parecida a la que Juan Pérez Gaudio diseñó hace tres años. Hoy la rescato para Espectadores con la esperanza de promover una suerte de consigna contagiosa, complementaria del esfuerzo de concientización que eventualmente llevan adelante el Estado y/u ONGs.