Una confesión antes de comenzar a disertar sobre Happy End. Quien se sienta tras el teclado tan solo está familiarizado con el segmento más reciente de la filmografía de Michael Haneke. Únicamente La cinta blanca, probablemente la muestra más convencional de su producción, ha atrapado, sin una adhesión inquebrantable, el interés y la atención de este cronista. Por suerte o por desgracia, el singular modo de expresarse del cineasta alemán no nos ha conseguido emocionar con sentimientos que embargan a tantos otros, apasionados de su obra.
Uno ha de acercarse a un tipo tan particular con precaución a pesar del entusiasmo mostrado por las recomendaciones de amigos cinéfilos que tienen en gran estima al director. Tal vez Caché (Escondido) no fue la mejor elección para una primera toma de contacto. Esos planos tomados con teleobjetivo para retratar la acción desde el punto de vista de un mirón apostado tras la maleza, sin dejar que el espectador escuche las conversaciones que se producen entre los intérpretes, más que la inquietante sensación que sesudos críticos decían haber captado provocaron displicencia y profundo aburrimiento.
En el momento de la reflexión, pocos minutos después de terminar el visionado de esta película, nos invade la intuición de que el proyecto se articuló de detrás hacia delante, comenzando la casa por el tejado en lugar de cimentarla sobre una sólida base. Y de la imaginación surge la figura de un Haneke que, en un instante de inspiración, idea la que a la postre sería la última secuencia del filme, que por respeto al lector no destriparemos, y exclama: tengo que hacer un largometraje que termine así.
Genialidad y fuerza no le faltan a ese perfecto colofón, el problema se encuentra en los cien minutos anteriores. Desiguales, utilizando en determinados momentos la misma técnica desarrollada en Caché y que, como ya se ha dicho, no seduce al autor de estas líneas y deshilvanando retales de unos personajes que adquirirán relativo sentido tras ese potente final. De la adinerada familia que el realizador ubica en el centro de esta historia para despellejarla de manera implacable tan solo los roles de la niña y su abuelo, incorporado por el veterano Jean-Louis Trintignant, despiertan cierto atractivo del que no somos conscientes hasta pasados dos tercios de metraje.
Por más que el juego en torno a la cámara del teléfono móvil con el que se abre la cinta y el que se articula gracias a los mensajes a través del ordenador cree cierta sensación de misterio, la intercalación de tiempos muertos entre secuencias con más enjundia no hace sino desesperar a la audiencia. El de Haneke es un cine difícil, no apto para todos los paladares, a pesar de ello y de no comulgar con el irregular camino tomado para desembocar en su excelente remate, no hemos de negarle la ironía y el acierto a la hora de escoger el título. Más que un Happy end, a la conclusión queda un poso de amargura.
Copyright del artículo © Manu Zapata Flamarique. Reservados todos los derechos
Copyright imágenes © Les Films de Losange, Wega Films. Cortesía de Golem Distribución. Reservados todos los derechos.
Happy End
Dirección y guión: Michael Haneke
Intérpretes: Isabelle Huppert, Jean-Louis Tringtignant, Mathieu Kassovitz
Fotografía: Christian Berger
Montaje: Monika Willi
Duración: 107 min.
Francia, Austria, Alemania, 2017
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