Estoy de Urdangarín hasta el moño. Enciendo la tele y lo veo, abro los periódicos y está ahí. En la radio, no pasa ni una hora que no se escuche un comentario de él y de sus negocios, de las personas que lo rodean, del regatista con el que corrió la última regata, el deportista con quien estuvo en los juegos de Atlanta y elogia su disciplina. Estoy harta de si la imputan o no a su esposa, la infanta Cristina, si los niños salen por la puerta de adelante, de atrás o del medio, debido a la persecución de los periodistas.
Me importa un bledo si el rey o el Santo Pontífice le dijeron en 2006 que abandonara los negocios. Si los deportistas que le hicieron la gracia en las conferencias que organizaba, llámese Rafa Nadal, Samuel Etó o quien sea, se sienten engañados, y también si Jaume Matas estaba presionado por ser quien era.
Estoy harta de que se diga que la justicia es igual para todos los ciudadanos. De que se nos tome el pelo casi sin querer queriendo y de que Urdangarín, con esa sonrisa de ‘no mato a una mosca’, padre ejemplar, esté presente en todos los rincones.
Y pienso, sin querer, en las cosas que pasarán por la cabeza de Leticia, aquella presentadora de la 2 de Televisión Española. Lo siento, me resulta inevitable.