Para Mara,
en su séptimo cumpleaños.
Tino era un joven rinoceronte que vivía en un lugar increíble de África llamado cráter del Ngorongoro. El cráter del Ngorongoro es un sitio fantástico para vivir si eres un rinoceronte, pero también si eres un búfalo, un león, una cebra, una gacela de Thomson o un guepardo, incluso si te ha tocado ser un buitre o una hiena. Porque allí la tierra es muy rica y crecen todo tipo árboles y plantas con las que alimentarse o echarse a la sombra a dormir la siesta cuando aprieta el calor.
Sí, era una suerte vivir al aire libre en un sitio tan fantástico, disfrutando del frescor de las charcas en la época de lluvias o de la sombra de las acacias en la estación seca. Viendo ponerse el sol detrás de las colinas, escuchando los misteriosos sonidos que trae la noche y tratando de hacer figuritas uniendo los millones de estrellas que cubren el cielo. Sin embargo, por increíble que parezca, Tino no era completamente feliz.
La principal causa de su tristeza era que, al ser tan feo, sus amigos, es decir, el resto de jóvenes rinocerontes del cráter del Ngorongoro, estaban siempre gastándole bromas pesadas y riéndose de él. A veces, incluso, no le dejaban jugar y le decían:
—Vete, no queremos que juegues con nosotros porque eres muy feo, y los feos traen mala suerte.
Aunque no era cierto que los feos trajeran mala suerte, sí lo era que Tino era poco agraciado. En realidad, era feo incluso para ser rinoceronte, que ya es decir. Tenía un ojo más alto que otro, la nariz torcida y era muy paticorto. Pero lo peor de todo era que tenía unas orejas muy muy pequeñas y redondeadas, cuando la moda entre los jóvenes rinocerontes era lucir unas enormes orejas puntiagudas rematadas en unos pelillos que los más presumidos se peinaban cada mañana nada más desperezarse.
A veces Tino se ponía triste, no por ser feo, que eso a él le importaba poco, sino porque su amigos le decían que su aspecto traía mala suerte y no querían jugar con él. Un día, caminaba solitario y pensativo en medio de un bosque muy espeso cuando se encontró con una cazadora que le apuntaba con un rifle. En vez de asustarse y echar a correr, que no hubiese servido de nada, mantuvo la calma y le dijo.
—No irás a dispararme, ¿verdad?
—Sí —le respondió ella, sin dejar de apuntarle con el arma—. Soy una gran cazadora de rinocerontes y quiero tu cabeza para mi sala de trofeos.
Entonces Tino, con toda la tranquilidad del mundo, le explicó que su cabeza no le iba a servir de nada porque, como eran tan feo, iba a desentonar entre su espectacular colección de trofeos. Además, hasta era probable que le trajera mala suerte.
—Pues la verdad es que tienes razón. Eres feo incluso para ser un rinoceronte. ¡Vaya orejas más pequeñas! —dijo la cazadora— ¿Sabes qué? En vez de dispararte, te invito a una limonada.
Y fue así como Tino y la cazadora, que se llamaba Señora Malvarrosa, se hicieron amigos. Ella le invitaba a limonadas y él le enseñaba los mejores sitios para bañarse y los lugares más tranquilos para tumbarse por la noche a escuchar los rugidos de los leones y el canto de las cigarras mientras jugaban a hacer figuritas uniendo los miles de millones de estrellas que cubrían el firmamento.
Cuando se terminó la estación seca, la Señora Malvarrosa se despidió de Tino.
—Ya es hora de que me vaya —le explicó—. Enseguida llegarán las lluvias y el clima húmedo me va fatal para los huesos. Cuando quieras, puedes venir a visitarme a mi casa de Nueva York. Te invito.
Y le dio una tarjetita en la que estaba escrito su nombre y la dirección exacta de su apartamento.
Pasó el tiempo y Tino siguió teniendo problemas con los rinocerontes más presumidos de su generación, que continuaban rechazándolo por ser feo. Una tarde su abuela, al verlo triste, lo llevó hasta lo alto de una colina desde la que se divisaba todo el cráter del Ngorongoro, con sus bosques, sus praderas, sus charcas y sus riachuelos, y le explicó que el mundo era demasiado grande y demasiado hermoso como para preocuparse por los comentarios de la gente que se cree más guapa que tú. Esa misma noche, el joven rinoceronte decidió irse de viaje. Metió todas sus cosas en una gran mochila de color naranja y por la mañana, muy temprano, se despidió de sus padres y de sus abuelos, y se marchó.
Cuando llegó a Nueva York, Tino se sorprendió de ver a tanta gente y, sobre todo, de que todo el mundo fuera corriendo a todas partes. La Señora Malvarrosa lo recibió de maravilla en su apartamento, e incluso derribó algunos tabiques que no eran realmente necesarios para que pudiera moverse a sus anchas, porque había crecido una barbaridad desde la última vez que se habían visto.
Enseguida se hizo amigo de Burgui, la gata de la Señora Malvarrosa, que era pequeñaja, pero muy negra y muy peluda. Tino le habló de su hogar y le contó los problemillas que tenía con sus amigos por ser tan feo.
—Has venido al lugar adecuado —le dijo Burgui—. Aquí la gente está tan ocupada con sus cosas que nadie se fijará en si eres feo o guapo. Lo más probable es que ni siquiera se den cuenta de que eres un rinoceronte.
Y así fue. Nadie reparó en el aspecto de Tino. Nadie lo excluyó por ser feo ni le dijo que daba mala suerte. Se lo pasó de maravilla paseando por las calles llenas de gente y de automóviles, visitando museos y asistiendo, en compañía de su anfitriona, a fiestas elegantísimas donde se bebía vino tinto y se recitaban poesías en inglés. Además, pudo cumplir su sueño de asistir a clases de arte dramático y, como era muy aplicado, enseguida hizo su debut como actor secundario en un musical titulado El rey león.
Cada día, al volver al apartamento, contaba sus aventuras a la Señora Malvarrosa y a Burgui. Muchas veces se encontraba a la gata durmiendo dentro de su gran mochila de color naranja, donde guardaba toda su ropa perfectamente ordenada. En una ocasión Tino le preguntó por qué se metía en la mochila y ella le dijo que era porque olía muy bien.
—Es un olor que me recuerda algo, aunque todavía no he averiguado qué es —se explicó Burgui.
A pesar de que su carrera como actor iba cada vez mejor y de que Nueva York le gustaba mucho y ya tenía muchos amigos con los que se llevaba estupendamente, Tino empezó a echar de menos el cráter del Ngorongoro. Un día decidió comprarse un equipo deportivo completo e ir a hacer ejercicio a Central Park, que es como un bosque en medio de la gran ciudad. Le propuso a Burgui que le acompañara, pero la gata le aseguró que ella nunca salía de casa.
—Soy una gata muy muy casera. Vete tú y luego me cuentas —le dijo.
Así que Tino, cuando terminaba la función en el teatro, volvía al apartamento, contaba las aventuras del día a la Señora Malvarrosa y a Burgui, se ponía la ropa deportiva y se iba a hacer un poco de ejercicio a Central Park. Luego se duchaba, cenaba ligero y se asomaba a la ventana. Quería que Burgui aprendiera a formar figuras uniendo estrellas y a distinguir el canto de las cigarras y el rugido del león entre los numerosos sonidos de la noche. Pero Nueva York está llena de luces que no dejan ver las estrellas y de ruidos de coches y sirenas de los bomberos que impiden escuchar el canto de las cigarras e incluso el rugido de los leones, si es que hay leones en Nueva York.
Un día mientras cenaban, Tino le dijo a Burgui y a la Señora Malvarrosa:
—He pasado una temporada estupenda con vosotras, os quiero mucho y nunca os olvidaré. Esta ciudad es increíble, pero echo de menos al aire libre. Creo que ha llegado el momento de volver a casa.
—Escríbenos —le dijo la Señora Malvarrosa.
—Claro, estaremos en contacto —respondió Tino.
Los tres se abrazaron, cantaron alegres canciones de despedida y brindaron por que tuviera un buen viaje.
A la mañana siguiente, muy muy temprano, recogió todas sus cosas, las metió en su gran mochila naranja y, sin hacer ruido para no despertar a sus queridas amigas, se fue.
Los padres y los abuelos de Tino lo recibieron con una alegría enorme e improvisaron una fiesta de bienvenida. Por todo el cráter del Ngorongoro se corrió rápidamente la voz de que había vuelto y todos los rinocerontes acudieron a abrazarlo y a darle besos, y a felicitarle por su éxito como actor secundario en el musical El rey león. A nadie se le ocurrió decir que era feo o que traía mala suerte. En realidad, todos estaban bastante impresionados por lo mucho que había crecido, por lo elegante que estaba y por todas las cosas que había aprendido en su largo viaje.
Cuando se terminó la fiesta, Tino estaba muy cansado, pero tenía ganas de ver las estrellas y escuchar los sonidos de la noche, así que cogió su mochila, que todavía no había tenido tiempo de vaciar, y se fue hasta lo alto de la colina desde la que su abuela le había enseñado los bosques, praderas, charcas y riachuelos del cráter del Ngorongoro. Se tumbó y empezó a unir estrellas y a tratar de distinguir, al mismo tiempo, el canto de las cigarras y el rugido de los leones, pero de repente oyó un ruido muy extraño que lo sobresaltó. Miró a un lado y a otro pero no vio a nadie, así que volvió a tumbarse en la hierba fresca, sintiendo en la cara la suave brisa nocturna.
De nuevo empezó a hacer figuritas con las estrellas y aguzó el oído para distinguir el lejano rugido de los leones, pero de nuevo se sobresaltó con el mismo ruido extrañísimo de antes. Rebuscó a su alrededor cada vez más nervioso, hasta que por fin se dio cuenta de que algo se movía dentro de su mochila naranja. Al principio le dio un poco de miedo, pero luego pensó que un rinoceronte no tiene por qué tener miedo de nada, y trató de abrirla con mucho cuidado. En cuanto desabrochó la primera hebilla, una bola de pelo negro saltó a sus brazos. ¡Era Burgui!
Tino se llevó una gran alegría.
—Pero bueno, ¿qué haces tú aquí? —le preguntó entre risas.
—Mi buen amigo, hasta a la gata más casera le gusta disfrutar del aire libre.
Y así fue como Burgui se quedó a vivir con su amigo Tino, el rinoceronte más guapo de todo el cráter del Ngorongoro.