Revista Arte

Hasta la Libertad, siempre. El hombre que amaba a los perros

Por Lasnuevemusas @semanario9musas

Cinco años de investigación y escritura le demandaron a Leonardo Padura la publicación de El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009).

Mucho antes de este lienzo estupendo su pluma acompañaba al detective habanero Mario Conde, un exteniente de la policía con una fuerte cultura literaria y alcohólica, desde sus jóvenes treinta ( Pasado perfecto, 1991) hasta sus convulsionados sesenta ( La transparencia del tiempo, 2018). De este variado entrenamiento en la intriga resulta un texto de potente densidad filosófica y riqueza lingüística.

En las novelas de ficción histórica conocemos antes de iniciar la lectura todas las vicisitudes de los personajes, sus recorridos vitales, las inconfundibles efemérides, episodios reconocibles y epílogos legendarios, en suma, el arco narrativo de sus biografías. Este saber anticipado nos permite dirigir la atención a esas zonas conocidas por el discurso público, pero escatimadas a la intimidad de sus acciones cotidianas, como la traza psicológica de sus procesos mentales. Y es en la restitución de sus voces de ficción donde un autor nos permite volver a explorar ciertos hechos a la luz de configuraciones insospechadas.

Estamos al tanto, por ejemplo, de los amoríos de Frida Kahlo con Lev Davídovich Bronstein (o simplemente, Trotski, nombre tomado de uno de sus carceleros en Odesa), del peregrinaje de este último entre París, Estambul y Noruega cuando fuera expulsado de la URSS por Stalin en 1929, y de su postrera estancia en México. Del mismo modo, sabemos de su asesino Ramón Mercader (de su doble falsa identidad: Frank Jackson / Jacques Monard, novio de Sylvia Ageloff. Y no nos olvidamos de El soldado 13, y del otro nombre que la trama le reserva), sabremos también del piolet que llevaba oculto en su chaqueta el 21 de agosto de 1940.

Estos últimos datos nos conducirán a la reconstrucción de un solo episodio en la vida del revolucionario de octubre, a su final, a su grito de horror. No obstante, nada agregarán a los motivos intrínsecos del criminal, al vínculo de este con su madre, a sus vacilaciones y complejos, a su afición por los perros, hasta que su voz sea puro relato. Es decir, literatura.

Aquí es donde la información trasciende y se convierte en algo más que una fuente documental para formar parte de una atmósfera de soterramiento que todo lo abarca vinculando desde lo real y la ficción los hilos de un drama del intenso siglo XX.

La kilométrica y excepcional novela de Padura narra sucesos concretos de la Historia en una amalgama conectada a seres reales e imaginarios cuyo desarrollo revela una trama que hipnotiza, llevándonos y trayéndonos en el tiempo desde 1929 hasta 2004. El narrador principal será el cubano Iván Cárdenas Maturell. Un escritor cuya vida seguirá el itinerario de la Revolución, sus preceptos y principios, sus desvíos, su colapso. La censura, el monitoreo de sus cuentos, el castigo a la homosexualidad del hermano, la precariedad material de su familia y de su pueblo tomarán el rumbo de una desdicha cada vez más pronunciada hasta convertirlo en un símbolo de la frustrada utopía. Mancillada por la cerrazón ideológica y su versión decadente de la Verdad y la Justicia.

Hay otros narradores. Tomarán la palabra el desconocido que Iván ve en la playa, aquel hombre que amaba a los perros (esos majestuosos Borzoi), y el relato seguirá a los conspirados en el Este y el Oeste, y escucharemos al exiliado, y las voces de aquellos que lo reciben en un continente tórrido y exótico, pero también la del asesino final.

La prosa de Padura es siempre precisa, no entrega detalles al azar. Contundente en sus reflexiones, lúcida en la indagación de la conducta humana, delicada y conmovedora con los personajes más sufrientes, sus diálogos son memorables, cristalinos. Hay momentos de una crudeza que sacude y conmueve, imágenes que evocan verdades difíciles, duras, escenas en que los actos de un personaje describen su bondad o sordidez en pequeñas cumbres de belleza.

Se reflexiona, claro, sobre arte y literatura. Sobre las posibilidades de que la escritura, ese timón en pleno naufragio, cambie una porción efímera de opaca realidad. Si es que esto es posible. Y debe confiarse en que sí, al menos en esa dirección el reclamo en boca del amigo de Iván, su indignación, su digna tristeza durante los tramos finales será un corolario perfecto con fuerza de argumento.

No hay reparto de glorias póstumas para los personajes históricos ni justificaciones proselitistas, hay honestidad. Más bien, una posible versión de sí mismos en una íntima cercanía respecto de sus actos, indelebles, en el mundo real como seres de carne y hueso, y es justo e inteligente que así sea. El esplendor no es aquí para ellos, tal vez, no lo sea para nadie en los términos que este adjetivo lo amerite, pero el triunfo no será de las consignas pervertidas en sus propios extremos, sino la de los hechos, los hechos objetivos, puros e irreversibles. Porque ¿existe, acaso, un modo de nombrarlos sin la claridad suficiente otorgada por su propio peso? ¿Hay una separación cabal entre una doctrina y su práctica? ¿Podrá hoy hacerse -sin escozor- una apología de las ideas puras sin considerar lo que estas han representado en su transliteración de la realidad?

Y los seres nacidos de la pluma de Padura dirán que no. Ellos son el resultado del dolor y el miedo, suspendidos en su incomprensión ante las multiplicaciones del absurdo, peligrosamente parecidos a esos otros de sustrato real.

En la frontera de todas las posibilidades de la libertad, la reivindicación de los valores humanos frente a lo irracional de las ideas trastornadas tiene un sabor muy parecido al deleite.

"Leyendo y escribiendo sobre cómo se había pervertido la mayor utopía que alguna vez los hombres tuvieron al alcance de sus manos, zambulléndome en las catacumbas de una historia que más parecía un castigo divino que obra de hombres borrachos de poder, ansias de control y pretensiones de trascendencia histórica, había aprendido que la verdadera grandeza humana está en la práctica de la bondad sin condiciones, en la capacidad de dar a los que nada tienen [...] Dar hasta que duela, y no hacer política ni pretender preeminencias con ese acto, y mucho menos, practicar la engañosa filosofía de obligar a los demás a que acepten nuestros conceptos del bien y la verdad porque (creemos) son los únicos posibles, y porque además deben estar agradecidos por lo que les dimos, aun cuando ellos no nos lo pidieran [...] Me satisfacía pensar que tal vez algún día el ser humano podía cultivar esta filosofía, que me parecía tan elemental, sin sufrir los dolores de un parto ni los traumas de la obligatoriedad: por pura y libre elección, por necesidad ética de ser solidarios y democráticos".


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