Como parece no haber nada más excéntrico (serás indulgente y, horror, acrítico) que disfrutar de lo que realmente lo es, la grata sorpresa que depara "Tin aai hoi gok", el romance que el hongkongnés Lee Chi-ngai filmó en 1996, plantea de nuevo, sin remedio, la cuestión de la que no terminará nunca de librarse película alguna que no venga incardinada dentro de una obra de la que se tengan (buenas) referencias previas. Tanto es así, que lo fácil será suponer que es producto de la casualidad si notamos que en algún momento funciona, lo cual sin duda deja en peor lugar aún a los que lo seguimos pensando una vez que finaliza, al revisarla, al pensar en ella y al comentarlo, pudiendo llegar al paroxismo absurdo de estar tentado de defenderla de lo que no se ha dicho ni escrito acerca de ella.Abandonada esa idea, convendrá empezar por el principio y con gran alegría volver a decir que aún quedan por encontrar películas tan emocionantes, insólitas, imaginativas y desconcertantes como esta, que ni siquiera se parece un poco a las escasas compañeras de filmografía que pueden recuperarse en Occidente de la obra de este cineasta poco conocido e inactivo desde hace más de una década.Quizá si fuese, como decía Sarris, un "one shot director", se le podría haber valorado más y de hecho no faltan las obras estimadas en demasía por el simple hecho de no tener con qué compararlas, como si resumiesen todo cuanto fueron capaces de alcanzar cineastas de involuntaria, casual o maldita brevedad. A veces se hace uno cineasta sin nacer bendecido con los dones precisos y hay que hacer varias tentativas para llegar a algún buen sitio, equivocarse mucho e ir en dirección contraria para aprender a no hacerlo.
"Tin aai hoi gok", por su voz en off, su ambiente portuario, su audaz dinamismo físico y temporal y por varias escenas que viven en algún lugar entre lo onírico y lo surrealista, conecta paradójicamente con el cine de una auténtico autor, que quizá Lee Chi-ngai ni estime ni conozca, Raúl Ruiz. Efectivamente el carácter del film recuerda al gusto recurrente del chileno por las historias sin límites avistados, donde más a gusto campan los sueños, las leyendas, los laberintos de la razón, con una narrativa en constante retroalimentación, con personajes interesantes que surgen de todas partes, con múltiples caminos que se abren e impiden que se pueda anticipar nada... pero es otro su sentido del humor y del ritmo, otro su humanismo y está atravesado por una ingenuidad no elaborada ni tampoco evitada: por supuesto se trata de una película mucho más vulnerable.
Gracias a que precisamente no sigue modelo cinematográfico alguno, o a que sigue el único posible, el del afecto hacia todo que irradia vida, son posibles escenas tan asombrosas como la de la pesquisa para encontrar a la niña extraviada e iluminada por la imagen azulada de la pantalla, la del florecimiento nocturno de los rosales, las del antefinal en el acantilado "del fin del mundo" en Escocia... en realidad si algo está filmado en esta película es porque vale la pena saber de un personaje o cambiar a un nuevo escenario o reparar en un detalle, aquí no hay transiciones ni planos de base que soportan a otros mayores, el vértigo es absoluto incluso en las circunstancias del film - un personaje desahuciado - porque nadie sabe cuál será la siguiente parada del camino.
La confianza en dicha premisa, la que evita que el film se asemeje a una serie de disparates que se atropellan unos a otros, no es autosugestión ni una flaqueza, sino resultado de apreciar un encadenado de singulares aventuras con un lado oculto desolador (la enfermedad, el abandono, la marginación de discapacitados) pero ni un solo subrayado, tan admirablemente que uno, en secreto, espera que tal estremecimiento tal vez diga también algo de uno mismo.