Hay que levantar el país. Es una frase que muchas veces oigo, insanamente. Como esa otra, que se repite de serie en serie y de película en película, ¿estás bien? O es argumento nunca-visto-antes de tanto cine americano o made in Hong Kong: Hola, me llamo Joe y tengo un pistola. Hola, Joe, ¿estás bien? Me llamo Joe y tengo una pistola. Voy a utilizar mi pistola. Pum-pum-pum. The End.
¿Qué país hay que levantar? ¿El de Ruiz Mateos o el de Félix Millet? ¿El de La Caixa o el del Santander? ¿El de sí, señora Merkel de Rajoy y lobbies vinculados o el María Teresa Fernández de la Vega y los siete zapateros? ¿El de Ortega Zara que paga a sus empleadas 800 euros al mes? ¿El país de CiU, el del PP, el del PNV o el del PSOE? Por eso envidio tanto las sociedades que funciona y no usan las banderas como alfombra para tapar la corruptela.
En realidad, siento que mi país es muy pequeño. El tramo de calle donde vivo más dos travesías a la izquierda y dos a la derecha. A lo sumo, acaso también, los bosques por donde salgo a correr y nunca encuentro a nadie, excepto algún cazador extraviado y alguna bruja de edad que busca su libro de encantamientos perdido por los caminos de tierra rojiza y raíces, que sobresalen como dedos de orco, por los que vuelvo a casa, al igual que un invisible Ulises a tiempo partido que asusta al encontrar sus propias huellas en el viaje de vuelta, pensando que puede haber alguien más en Ítaca.
Hay que levantar el país