Cuando era niño nada me perdía más que jugar. Jugar, especialmente a videojuegos, era mi razón de ser por aquel entonces. No concebía el concepto de estudiar para tener un porvenir; estudiaba para que después me dejasen jugar. Jugar movía mi existencia con autoritaria firmeza y yo no rechistaba. No obstante tenía un problema: tenía pocos juegos. Este problema se deriva de mi absoluta dependencia de mis padres que, menos mal, hoy he subsanado en la medida en que le es posible subsanarlo a un joven en la España actual. Ahora tengo juegos, muchos más de los que podía imaginar por aquel entonces; mi biblioteca de Steam es virtual porque de ser física necesitaría comprar un par de estanterías nuevas y la estantería real ha visto cómo poco a poco el espacio que ocupaban los juegos de mesa y la enciclopedia Vox dejaba paso a más y más juegos. El que un día fue un seguero empedernido, hoy posa su contemplativa mirada en unos estantes repletos de juegos para consolas de Nintendo, Sony y Microsoft (y SEGA, claro). En mi infancia habría dejado que una jauría de perros sarnosos me devorase el hígado a cambio de los juegos que tengo ahora mismo (si con 7 años me llegan a enseñar un juego actual os aseguro que me da una embolia). Es evidente que he superado el problema de poder disponer de juegos, me he resarcido pero bien de todas aquellas joyas de Saturn y Dreamcast que sólo podía ver a través de las páginas de la por aquel entonces idolatrada (hoy vilipendiada) Hobby Consolas. Pero la vida es como es, Murphy planea y Dios ejecuta, y así como la tostada cae del lado de la mantequilla, el superar un problema conlleva encontrarse con uno nuevo. No os será ajeno a la mayoría, supongo: falta de tiempo. Así es, el sacrilegio de ver cómo poco a poco consigues una gran colección de juegos mientras vas asumiendo que nunca te acabarás la mayor parte.
Y, consecuentemente, la forma de jugar cambia. De exprimir cada título hasta niveles enfermizos y ralentizar mi progresión conscientemente para evitar llegar pronto al final pasamos a abandonar un juego al más leve síntoma de pérdida de interés, a contentarme con ver unos títulos de crédito sin reparar en finales alternativos, coleccionables, multijugadores competitivos, cooperativos, niveles de dificultad, logros o vaya usted a saber qué. He llegado a un punto en el que cuando dudo entre varios juegos busco en internet la duración de cada uno y escojo el más corto (el tema de las duraciones daría para otro artículo, la verdad) cuando hace años era al revés. Así que si me preguntan qué juegos actuales me gustan más no tengo que pararme a pensarlo ni un segundo: aquellos que consiguen hacerme jugar como antes. Y si hay un juego que ha conseguido eso ese es, claramente, Toy Story 3.
Hubo un tiempo en que videojuego de Disney era sinónimo de calidad. Como sus películas, en los añorados tiempos de Mega Drive y Super Nintendo, e incluso antes, cualquier paseo de Mickey y sus colegas por los circuitos de una videoconsola suponía un torrente de diversión, imaginación y belleza con el que pocos juegos de la época podían competir. Clásicos como Ducktales o Castle of Illusion (con recientes y recomendables remakes, por cierto) pueden dar buena fe de ello.
Tras esta era dorada vino una época oscura; la cantidad de juegos de Disney que no fuesen adaptaciones de películas se vio drásticamente reducida y dichas adaptaciones se convirtieron en juegos del montón, a menudo tan competentes como olvidables. Se trata de un período en el que, pese a intentos como Epic Mickey o el juego que nos ocupa, persiste hoy día, caracterizado por propuestas pensadas para aprovechar el tirón del bombazo de turno de Pixar en las taquillas de todo el mundo, condicionadas por las prisas de llegar a tiempo para el estreno de la película.
Y no es que Toy Story 3 se libre de esos problemas; se fijó como fecha de lanzamiento del juego la de la peli, el desarrollo sigue el argumento de la misma a rajatabla, es obra de Avalanche, que no es que fuesen la Rare de los 90 ni mucho menos (lo más destacado que hicieron quizás fuese la olvidada saga Tak)… Lo que uno podría esperar de esto es lo que esto ofrece: un desarrollo previsible, entretenido, con algunos momentos de acción bastante inspirados y una mayoría de secciones de plataformas lastradas por un control demasiado alejado de la excelencia. Lo que diferencia a Toy Story 3 de la mayoría de juegos tridimensionales basados en películas de Disney es que la cosa no se queda ahí.
El modo historia está ahí para cumplir el expediente y, de hecho, sólo tendrás que completar su primer nivel para poder desbloquear el plato principal; Toy Box. Y ahora un inciso: tendemos a llamar sandbox (cajón de arena) a cualquier juego de mundo abierto, y tendemos a llamar juego de mundo abierto a cualquier juego con un escenario bastante grande por el que nos podemos mover sin demasiadas limitaciones evidentes. Pero si tomamos el género como lo que promete –un cajón de arena- quizás descubramos que muchos de sus principales exponentes no hacen demasiados méritos para pertenecer a él. Bien, partiendo de esta base, Toy Story 3 es uno de los mejores y más fieles exponentes del sandbox que yo haya probado.
Lo que propone Toy Box es un pueblo de vaqueros, un poblado del oeste, en el que Woody es el sheriff. Dicho pueblo se irá expandiendo conforme juguemos, añadiendo un pantano, un rancho, un puerto espacial… de todo. Y he aquí uno de los grandes aciertos: todo es personalizable. Conforme vamos solventando las misiones que los habitantes nos encomiendan ganamos dinero con el que comprar nuevos edificios, edificios que podremos colocar donde queramos y decorar a nuestro antojo. Del mismo modo funcionan los habitantes, que deberán ser desbloqueados ya sea comprándolos o encontrándolos por el escenario, que es inmenso y está lleno de objetos ocultos, lo que fomenta sobremanera la exploración. Pero aquí de lo que se trata es de experimentar: no sólo dispondrás de cientos de atuendos y apariencias sino que irás desbloqueando opciones como cambiar el clima del mundo o el tamaño de los muñecos. Quizás suene poco interesante, pero en cuanto veas a un Mr. Potato del tamaño de un edificio de tres pisos caminar por la Calle Mayor con una faldita hawaiana puede que cambies de opinión. Las opciones son casi ilimitadas y explorarlas se convierte en un entretenimiento sorprendentemente adictivo.
A esto se suma que la cantidad de misiones es elevadísima pero que, aun así, consiguen ser variadas y siempre divertidas, cosa que no puedo decir de todos los sandbox que presumen de su gran número de cosas por hacer (GTA V y el remolcar coches averiados, te miro a ti). Estas misiones están inspiradas en la forma de jugar de un niño, a menudo con cosas un tanto absurdas, de esas que se te ocurrían sobre la marcha con los muñecos que tenías a mano y desembocaban en Spiderman luchando contra Ken Príncipe sobre un cesto para la ropa sucia reconvertido en rascacielos para la causa… perdón, me he desviado. Decía que las misiones son por lo general inconexas, lo que fomenta el enfoque del juego hacia partidas cortas y capaces de soportar la inconstante atención de un niño, pero al mismo tiempo no toman a estos por estúpidos; los niños son lo que son, niños, y Toy Story 3, al igual que la película en que se basa, entiende las muchas dimensiones que esto puede suponer. Ojalá hubiese jugado a esto hace veinte años, porque al rejugarlo hoy día lo entendería de nuevas maneras, como los mejores cuentos infantiles (Principito, con cariño te miro a ti). El resumen de esto es que los guiones de las misiones van desde “mis vacas se han perdido, ayúdame a recuperarlas” a Hamm, el gruñón cerdito hucha, pidiéndote ayuda para ganar un debate político por la alcaldía del pueblo en el que se enfrenta con un hombre… mudo (exacto, un debate político entre un cerdo banquero y político y un mudo, quien no entienda lo sublime que esto resulta y las lecturas que tiene… pues que no siga leyendo porque está perdiendo el tiempo, me temo).
La guinda del pastel es un modo cooperativo a pantalla partida ideal para compartir el juego entre un padre y su hijo. Es la forma ideal de jugar con un niño, de recorrer un mundo maravilloso lleno de rincones por descubrir, aprendiendo nuevas formas de interactuar ya sea construyendo una tienda de golosinas (yo la puse al lado de la escuela, voy a ir al infierno) y decorándola con paredes de lava o combatiendo al malvado Emperador Zurg en nombre de la Alianza Galáctica. Todo ello salpimentado, claro, con un aspecto visual insuperable gracias al increíble diseño artístico de unas películas fabulosas, con personajes entrañables y momentos que están entre los mejores que un niño puede pasar delante del televisor. Se intuye cuando la pantalla de bienvenida es un fondo azul con las letras de Toy Story mientras suena una de las canciones más bonitas de la historia del cine (qué diablos, ¡la más bonita!) y pulsas start para descubrir que el menú principal es una de aquellas alfombras con las calles de una ciudad dibujadas.
Quería reivindicar Toy Story 3, además, porque se produce el curioso fenómeno de que muchos adultos que aceptan lo buenas que son las películas de Pixar y las disfrutan sin pudor pese a su enfoque infantil, no son capaces de lo mismo respecto a sus juegos, y repudian Toy Story 3 por ser un juego para niños pese a mis insistentes, desesperadas y, por lo visto, poco convincentes peroratas. No obstante hoy día puedes contar con los dedos de las manos los euros que te costará este juego, y si tienes un niño cerca, ya sea tu hijo, tu hermano, tu primo, tu sobrino o el que todavía llevas dentro, le harás un gran favor comprándolo y sentándote en el suelo con las piernas cruzadas y el mando en las manos, jugando juntos y merendando un bocata de Nocilla.
Por el esfuerzo que has dedicado a este tablero debes de estar soltero…
-Bo Beep al jugador.
La entrada Hay un amigo en mí es 100% producto Deus Ex Machina.