Por J.C.Vinuesa
Comentario
Durante la última invasión de Irak, en marzo de 2003, la soldado estadounidense Jessica Lynch fue detenida por las fuerzas resistentes durante una incursión en la ciudad de Nassiriya. Según las versiones más verosímiles, la joven cayó herida durante una emboscada y fue posteriormente ingresada en un hospital y diligentemente atendida antes de que la entregaran, días después, a sus compañeros. Sin embargo, y gracias a la estratégica planificación del Rendon Group -un prestigioso gabinete de relaciones públicas-, la opinión pública recibió como información una historia absolutamente heroica que concluía con una ejemplar, arriesgada y exitosa misión de rescate ejecutada por el ejército de los Estados Unidos. Jessica Lynch se convirtió en una heroína, acaparó las portadas de las revistas más relevantes e incluso inspiró un telefilme –Saving Jessica Lynch, dirigido por Peter Markle y emitido por la NBC- que transformaba la normalidad de los hechos reales en un emocionante relato. Pero todo fue una monumental operación de propaganda que apelaba a los mecanismos más moldeables de la psicología social.
La última producción del insigne Clint Eastwood no
puede resultar más oportuna en un contexto en el que la sociedad de masas está
más expuesta que nunca al control ejercido con la complicidad de los medios de
representación. Banderas de nuestros padres, aunque se remonta a los
estertores de la II Guerra Mundial, pone el dedo en esa llaga mediante una
narración compleja que diserta sobre una serie de cuestiones que ya fueron
objeto de la vitriólica mirada de Preston Sturges en Salve, héroe victorioso. Eastwood, sin embargo, utiliza
una perspectiva dramática que parte de la legendaria fotografía que realizó Joe
Rosenthal para la agencia Associated Press y en la que se podía ver a seis
combatientes estadounidenses izando una bandera en un peñasco de la isla de Iwo
Jima.
Aquella imagen se convirtió en una magnífica oportunidad para los gobernantes de un país que estaba harto de la guerra. La coyuntura obligaba a volcar el estado de la opinión pública y a conseguir como fuera una recaudación multimillonaria mediante la venta de bonos. Por esa razón, y con la aquiescencia de la clase política, se puso en marcha una campaña propagandística en la que se obligó a participar a los tres supervivientes que quedaban de entre los protagonistas de la estampa. Tres jóvenes que, por otro lado, tenían plena conciencia de que mediaba un abismo entre la creencia que el pueblo tenía del significado de aquella composición y la rutinaria verdad de los hechos. Para narrar su amarga historia, Eastwood se apoya en un guión que adapta el bestseller homónimo de James Bradley, hijo de John “Doc” Bradley (Ryan Phillippe), uno de los soldados implicados. Es más, en una acertada operación de los guionistas Paul Haggis y William Broyles Jr., el filme utiliza una estructura en principio confusa pero que acaba sumando más matices ideológicos a un conjunto de por sí complejo dada su hondura moral.
De esta forma, el relato mezcla varias líneas argumentales que incluyen la recogida de testimonios por parte del escritor -y su posterior creación de la obra literaria- y el montaje alterno del laureado regreso junto a la enunciación de lo que realmente aconteció durante la batalla. Todo un sofisticado mecano narrativo que adopta el punto de vista estadounidense a la espera del estreno de Cartas desde Iwo Jima, largometraje rodado por el propio Eastwood –en japonés y con un presupuesto significativamente menor- con una focalización nipona y que remata el peculiar díptico propuesto por quien está considerado como el último cineasta verdaderamente clásico.
Banderas de nuestros padres es un filme monumental, notable y maduro. Su personalidad visual posee un empaque que rechaza los falsos adornos, si bien las secuencias estrictamente bélicas recuerdan en demasía a las de Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg, productor de esta última aventura de Eastwood. Pero, a pesar de todo, el autor de Bird, Sin perdón, Mystic River y Million Dollar Baby vuelve a hacer gala de una soltura ejemplar por su naturalidad, algo en lo que recuerda inevitablemente al maestro John Ford.
El especial cuidado estético que se aprecia en el filme vuelve a ser fruto, por otro lado, de una importante labor de equipo. Sobresale, en este sentido, la oscura fotografía -casi monocromática- de Tom Stern, quien introduce sabrosas dosis de una oscura aspereza muy matizada y poética. Además, y complementariamente, la música del propio Eastwood sigue esa misma pauta que huye de la estridencia para añadir sutiles matices dramáticos a la obra. Y, para moldear definitivamente el filme, el montador Joel Cox consigue que el espectador pase de las dudas del comienzo a la comprensión armoniosa de todas las piezas en más de dos horas que se pasan en un suspiro. Porque, además, y como suele ser habitual en las últimas películas del cineasta, el metraje va a más a medida que avanza y está salteado de algunos pasajes que ilustran el estado de gracia en el que se encuentra el artista. Sirva como ejemplo el montaje alterno en el que los tres protagonistas parodian la escena del izado en un estadio de fútbol mientras recuerdan la caída en el frente de sus colegas, un momento en el que colisiona con dureza la estúpida mitificación de la conducta heroica con la crudeza que representan la violencia y el dolor, únicas verdades sobre las que se levanta una guerra.