No le gusta ir al gimnasio por las mañanas. Llámenla rara. Va con sueño, como de bulto. Suena el despertador. Llega tarde a spinning. No encuentra la ropa del gym. Primero mira en la habitación del pánico, de la plancha, dice. Agua. Después en el tendedero número uno. Nada. Tendedero número dos. No hay suerte. Desiste rescatar nada del cesto de la ropa sucia. Y se hace una bolsa con unas mallas flojas y una camiseta descolorida del Decathlon. Odia ir desconjuntada.
Su chico no entiende su enfado. Qué más da, le dice. Pero ¿tú vas a sudar o a hacer networking? Pues también es verdad. Se toma un café bebido, se pone un chándal mortal. Y su chico, quien jamás se fija en su vestimenta así le maten, se detiene. ¿Vas a ir así vestida? Oh, oh. Le encanta su vieja camiseta de Triki. Sí, ¿por? Te hace muchas tetas, concluye. Y ella, que es de pecho breve, sonríe. Ha acertado, entonces. No comprende cómo la libido de ese ser despeinado puede estar funcionando desde las 8 de la mañana cuando la suya se despierta, se despierta… En fin. Dejémoslo en que a veces, algún día, si hay suerte, se despierta.
Llega atropellada al gym. Y la reciben con una sonrisa y un gorro de Papa Noel. Ho, ho, ho. Y piensa que quizá ya vaya siendo hora de sacar los adornos navideños. Y en el mostrador ve una lista inacabable de nombres. ¿Y esto? Es para la nueva clase. ¿No te has enterado? Hay lista de espera. Es muy aeróbica. Especial para quemar grasa y para definir abdominales. Y, de repente, siente unos deseos irrefrenables de ponerse a saltar, la imperiosa necesidad de matar a alguno de los de la lista para practicar una clase que, hasta hace unos segundos, no había oído hablar en su vida. Cosas del marketing.
Maldiciendo su suerte se dirige al vestuario. Y acude a su clase de spinning. A su lado, un chulazo ajustado que no había visto en su vida. Y ella disfrazada del payaso de Micolor. Tenía que haber subido a la clase de la barriga. Dammit.
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