Siempre pensé que sería yo quien lo acabaría dejando. Ese había sido siempre mi modus operandi: tres años de amor incondicional – como mandan los cánones amatorios – y una ruptura adulta sin sobresaltos. “He sido feliz contigo, pero siento que empieza a faltarme algo que tú no puedes darme”. Y lo entendían, claro, tenían que entenderlo. Es por ello que, después de haber sido siempre el dejador, me parecía impensable ser ahora el dejado. No obstante, así era: sin motivo aparente, sin armar un escándalo, sin dejar un post-it en la nevera dándome una explicación. Mi móvil había decidido dejarme.
Bueno, tal vez lo del post-it hubiera sido peorEs cierto que llevaba tiempo dándome señales de que algo iba mal, pero no les daba demasiada importancia. “Ya se le pasará”, pensaba. Y, hasta ese momento, así había sido. Es cierto también que aquella mañana los signos de aquel inminente final eran ya demasiado evidentes: tardé veinte minutos en felicitar a un amigo en Facebook. “No te pongas así, es solo un amigo. Un conocido, más bien. No exageres, venga, si sabes que solo le felicito por compromiso”. Al final cedió, pero sus rabietas no me lo pusieron nada fácil.
No voy a negar que ya sabía que a aquello no le quedaba mucho tiempo. Llevábamos ya dos años y ocho meses y, atendiendo a mis hábitos, estaba escrito que nuestra relación no iba a llegar a la próxima primavera. Hacía tiempo que necesitaba más de él pero, cuando me atrevía a reclamárselo, se limitaba a decirme que necesitaba más espacio. Reconozco que yo también hacía tiempo que había dejado de ser feliz con él, pero no estaba preparada para el final ni, mucho menos, para sustituirlo por otro. Es verdad que no era el más alto, ni el más listo, ni el que estaba más en forma, pero era el mío, joder. Yo lo había elegido y lo aceptaba tal y como era.
Al principio, fue bastante duro. No es fácil acostumbrarse a la soltería después de tanto tiempo. Sales a la calle y te sientes indefenso, ves a las demás parejas mostrándose su amor en público, sonriéndose, acariciándose, poniéndose ojitos, dándose la mano… “¿Por qué no os vais a un hotel?” Piensas, mientras miras hacia otro lado. Debía infundir tanta lástima que una amiga se prestó a ayudarme: quería emparejarme con un ex suyo. Más listo y más guapo que el mío. Y, lo mejor de todo, libre como un pájaro. Al principio me dio un poco de reparo: “¿estás segura de que no te importa?” “No, tranquila, entre nosotros ya no hay nada”.
Cielos, ¿es que no vais a dejar nada para la intimidad?Pero no era cierto. Mirase por donde mirase, allí estaba mi amiga. Presente en miles y miles de recuerdos que él se empeñana en sacar a la luz todo el tiempo. Traté de borrarlos y de empezar a construir los míos propios con él. Sabía que no olvidaría a mi amiga, pero yo tampoco podía soportar verla en todas partes.
Ahora estamos juntos y lo cierto es que me siento un poco culpable. No me gusta utilizar a los demás como a un parche para olvidarme de aquello que estuvo allí antes. Además de que está bien claro que es solo algo pasajero, algo para olvidar y poder mirar hacia adelante. De hecho, ya he conocido a uno nuevo con el que tengo planes reales de futuro. Nos hemos conocido por internet y no sé mucho de él, pero lo he visto en algunas fotos y parece muy mono. Hemos quedado para vernos esta semana. Nervios. Escalofríos. Mariposas en el estómago. Oh, ya vuelve a empezar todo otra vez.