«Beata la piazza que non ha bisogno di eroi»
Claudio Magris
Hay escritores a los que uno ama u odia con fervor, pero ante los que no puede, en modo alguno, restar indiferente. Es el caso de Thomas Bernhard. El estilo de sus textos, singular e inmediatamente reconocible, así como su contenido, que constituye una eterna variación sobre los mismos temas, le han valido los más entusiastas admiradores así como los críticos más despiadados. En Austria especialmente, mencionar siquiera su nombre equivale a enzarzarse en una discusión sin salida posible. No es extraño: Bernhard fue, ante todo, un artista de la polémica. Pocos escritores la cultivaron como él, y no hay duda de que disfrutó sobremanera levantando la ira de un sector y otro de la sociedad. Una sociedad que lo adoraba y lo detestaba con toda su alma, sin término medio; lo mismo que él a Austria, por la que sentía «una especie de amor-odio que es la clave de todo lo que escribo». La de Bernhard era la complicada y contradictoria postura de quien insulta duramente a su país y a sus conciudadanos, pero rechaza cualquier oportunidad de éxodo. No hay que extrañarse por ello: las contradicciones marcaron toda la vida de Bernhard. De hecho, le siguieron incluso a la tumba, puesto que, cuando por fin parecía que el escritor comenzaba a ser reconocido por los austríacos como una de las voces más significativas de su nación, Bernhard determinó en su testamento que sus obras no pudieran ser representadas ni impresas en Austria mientras tuvieran vigencia los derechos de autor (imposición que, en realidad, no ha sido siempre cumplida).
En cualquier caso, el mayor escándalo de su carrera literaria (lo que no es poco, si tenemos en cuenta que Bernhard se pasó media vida en los tribunales pleiteando), fue el que provocó el estreno, el 4 de noviembre de 1988 (pocos meses antes de su muerte) de la obra de teatro Heldenplatz, dirigida por su director-fetiche, Claus Peymann. Heldenplatz, (literalmente, La plaza de los héroes) le había sido encargada a Bernhard a instancias de Peymann, y tras muchos ruegos, para conmemorar, por un lado, el centenario del Burgtheater, el gran centro teatral vienés, y por el otro, para recordar el medio siglo que había pasado desde la anexión o Anschluss de Austria a la Alemania nazi, que se había llevado a cabo en 1938 tras el discurso que Hitler ofreció a los entusiasmados austríacos en la Heldenplatz vienesa.
Cuando Bernhard aceptó, finalmente, el encargo, las autoridades austríacas empezaron a temerse lo peor. En efecto, el controvertido autor no había desaprovechado ninguna ocasión para arremeter contra su país, y más concretamente contra el Estado austríaco. Por añadidura, ahora, después de los recientes acontecimientos del caso Waldheim, que había destapado, en 1986, el pasado nacionalsocialista de este presidente conservador, la situación de Austria era muy crítica, y en consecuencia la voz de Bernhard sumamente peligrosa. Aunque Bernhard había rehusado decir nada concreto sobre el caso Waldheim, todo el mundo conocía el fervor anti-nacionalsocialista del escritor y su dura postura crítica hacia el Estado austríaco y hacia un pueblo que nunca había querido aceptar su parte de culpa en los hechos. Por ello, y aunque prudentemente no se había dado a conocer el tema de la obra, no tardó en crearse una campaña anti-Bernhard (encabezada, entre otros, por el mismo Waldheim) que le tachó a él de traidor a la patria, y al texto, de ofensa al pueblo austríaco.
Con todo, y a pesar del sabotaje (realmente malicioso en algunos momentos) de los detractores, Heldenplatz se estrenó según lo previsto y cosechó gran éxito en la sala. Desde entonces, y sin hacer mucho caso del testamento de Bernhard, la obra ha sido representada numerosas veces en el Burgtheater, ahora bajo la dirección de Peymann. En cuanto a Bernhard, después de muerto, sus obras han vivido un proceso de canonización –magnífica ironía que probablemente le habría encantado y asqueado en la misma medida– protagonizado por el mismo pueblo y los mismos políticos que exigieron en otro tiempo su sangre. Ha sido elevado, en definitiva, a la categoría de clásico nacional. No obstante, lo cierto es que su obra sigue provocando resquemores, y que en el caso concreto de La plaza de los héroes, que es al fin y al cabo su texto más político, todavía deberán pasar algunas décadas antes de que pueda ser juzgada con objetividad.
El argumento de Heldenplatz es notoriamente escueto, por no decir prácticamente inexistente. En palabras de José María Guelbenzu, la escritura de Thomas Bernhard «está basada en su capacidad de incidencia sobre asuntos de gran desnudez argumental que, al ser relatados y descritos, van adquiriendo una calidad de tupido capaz de convertirlos en muy complejas manifestaciones de la conciencia de nuestro tiempo» . La falta de acción es sintomática del ambiente de estatismo que se respira en sus obras. Lo que en la mayoría de ellas se plantea es una situación, que sirve a los protagonistas para monologar obsesivamente sobre una serie limitada de temas que se convierten finalmente en una tonadilla hipnótica. Así sucede en Heldenplatz: los Schuster, familia de judíos burgueses e intelectuales austríacos, se ha reunido con motivo del enterramiento de Josef Schuster, que se suicidó en su casa de Viena. Josef había emigrado hacia Inglaterra en el año 1938, cuando Hitler anunció en la Heldenplatz la anexión de Austria a Alemania. Cincuenta años después, cuando decide finalmente volver, se encuentra que la situación de intolerancia y antisemitismo continúa igual que siempre, que nada ha cambiado en el fondo. Ahora, a lo largo de tres extensos actos, su mayordoma Zittel, sus hijas, su viuda (que dice oír gritos que nadie más oye cuando está cerca de la Heldenplatz) y su hermano Robert recuerdan sus opiniones, y constatan que la impresión de Schuster sobre los vieneses no era en absoluto desacertada.
El antisemitismo y la tangible presencia del nacionalsocialismo en Austria son temas predilectos para Bernhard, que ya los había abordado en varios textos anteriores. Pero de hecho, como constata el traductor de (casi) toda su obra al español, Miguel Sáenz, estos temas no parecen interesarle más que para poner en evidencia la naturaleza íntima de sus compatriotas. Así, en Heldenplatz, estructurada simétricamente en torno a una serie de paralelismos bien engarzados (el suicidio de Josef en 1988 y el de su hermano pequeño en el año 1938; el exilio a Londres en el momento de la Anschluss y el exilio actual de su familia; la dicotomía música/teatro; etc.), el judaísmo de los Schuster es un aspecto accesorio (aunque importante), y es más bien la actitud de Austria y de sus habitantes la que aparece retratada sin tapujos por Bernhard.
Cabe decir que Heldenplatz no es la mejor obra de Thomas Bernhard. Así lo atestigua, por ejemplo, Miguel Sáenz, quien ha tenido la oportunidad y privilegio de conocer de muy cerca el conjunto de su producción. Por otro lado, tampoco importa mucho, porque, como dice el mismo Sáenz, «en cualquiera de sus libros está todo Bernhard» . De hecho, pocos escritores contemporáneos han dejado tras de sí un legado literario tan unitario y coherente como el que ha dejado este escritor austríaco. De él ha dicho Peymann que apenas tres líneas son suficientes («a Dios gracias») para reconocer su autoría, y lo cierto es que es verdad. Su prosa, levantada a partir de repeticiones periódicas y saltos abruptos de un tema a otro, causa en el lector una curiosa y adictiva fascinación, que lo hace participar, de un modo realmente curioso, del tono esquizofrénico de sus personajes. Es el efecto de la brillante y estudiada musicalidad de su escritura: sus personajes acaban convirtiéndose, como ha apuntado Claude Porcell, en marionetas que interpretan música. La premio Nobel Elfriede Jelinek, considera que «en su prosa, para no tener que pensar en el espanto hasta sus últimas consecuencias, aquel hombre de formación musical desarrolló su propia técnica de la repetición, pero rítmicamente estructurada, semejante a un movimiento sinusoidal ininterrumpido, a cuya regularidad nadie podía sustraerse, aunque todo lo hubiera dicho ya cien veces». Este es, sin duda, el mayor encanto de Bernhard.
El lenguaje es, así, el núcleo de la producción narrativa y dramática de nuestro autor. Sus escritos, carentes en muchas ocasiones de puntuación, se recrean en su propia ambigüedad: «Mis piezas son esqueletos: la carne tiene que ponerla el propio lector», decía Bernhard. Por otro lado, su lenguaje es un lenguaje que establece una relación dictatorial en la misma comunicación humana; en él se plasma una lucha de poder de todos contra todos. Las actitudes despóticas, que el mismo Bernhard conoció en su admirado abuelo, el escritor Johannes Freumbichler, se reproducen en los personajes de sus obras, que son la mayoría de las veces oprimidos y opresores al mismo tiempo, en un magnífico juego de espejos que no parece tener fin. La mayordoma Zittel tiraniza a la criada Herta, pero a su vez es tiranizada por su madre nonagenaria como lo era por el profesor Schuster. La misma familia Schuster, maltratada por los vieneses en tanto que judía, no duda en criticar negros y comunistas, o incluso en ejercer su despotismo dentro de la misma familia. Siempre hay un personaje que domina y monologa, y otro que calla y asiente. Pero en el fondo el lenguaje resulta ser siempre el que subyuga a todos cuantos caen en sus manos, estableciendo en cada frase la imposibilidad de aprehenderlo todo, de recuperar de la nada y del olvido todo aquello que, como ha dicho Fernando Savater, a ella se precipita.
También el humor, asimismo, resulta un aspecto fundamental de las obras de este artista que no solo lo fue de la polémica, sino también de la exageración y de lo grotesco. El de Bernhard es ese extraño humor de pesimista que puede resumirse perfectamente en el título de un breve y esperpéntico relato llamado «¿Es una comedia? ¿Es una tragedia?». Al final, uno acaba por no saber de qué se trata exactamente, y concluye, a falta de mayores evidencias, que debe de ser una comedia. Al menos así lo han hecho por lo general sus lectores españoles, ya que no tanto los austríacos (por fortuna, Bernhard ha tenido en España un auténtico séquito de admiradores, que incluye a Javier Marías, J.M. Guelbenzu, Luís Goytisolo o a Juan Benet, entre tantos otros). La culminación de la tragedia/comedia Heldenplatz coincide claramente con su final, en el que la trastornada viuda de Josef Schuster, comiendo con su familia, va oyendo en su cabeza el creciente griterío de las masas en la Heldenplatz (griterío que solo ella y el espectador pueden escuchar, en una clara reminiscencia del aclamado discurso de Hitler) hasta caer desplomada en la mesa mientras Robert Schuster blasfema contra Austria y contra el mundo entero. Un final muy propio de Bernhardt, cuyos personajes, según ha apuntado agudamente el crítico Schmidt-Dengler, no mueren, como los héroes trágicos, atravesados por una espada, sino que acostumbran más bien a caer grotescamente sobre un plato de sopa.
La señora Schuster, en definitiva, no fingía. El clamor progresivo de los gritos de La plaza de los héroes era una realidad que el espectador o el lector ha podido comprobar. Pero, ¿qué quería significar Bernhard con el griterío? ¿Estaba afirmando la continuidad del presente respecto a un pasado marcado por el nacionalsocialismo que todavía hoy parece arraigado en el corazón de los austríacos? ¿O estaba, peor aún, constatando con su crescendo, que no solo las cosas no han cambiado, sino que van cada vez a peor, precipitando el mundo hacia mayores barbaries que las del pasado? A la vista de estos últimos gritos, que apenas permiten hablar a Robert Schuster, parece que el mensaje es claro: los austríacos están destinados, según pretende Bernhard, a no aprender, a repetir una vez y otra el mismo guiñol. Al fin y al cabo, como dirá el Profesor Robert, «Austria misma no es más que un escenario». El mundo entero no es más que un escenario, añadimos nosotros. ¿Pero qué se representa? ¿Es una comedia? ¿Es una tragedia? Y nos repetimos a nosotros mismos, una vez más: es una comedia, una comedia…