La historia de Henry podría haber sido la de cualquier otro niño de Sierra Leona, uno de los rincones más pobres del planeta: nacido en el seno de una familia que nunca existió como tal, el pequeño de ocho años arrastraba su existencia por las calles de Lunsar, aquejado de una enfermedad a la que ningún médico del país había encontrado solución. En julio de 2013, un grupo de voluntarios españoles se cruzó en su camino y se puso en marcha una cadena de solidaridad que le ha devuelto la sonrisa y que, si todo va bien, terminará con la infección que carcomía su cuerpo.
«Cuando no se puede obtener ninguna reacción de un niño de seis o siete años, hay algo que no marcha en absoluto».
En el documental Miguel, sobre el terreno hay una secuencia que el periodista y corresponsal de guerra Miguel Gil Moreno de Mora grabó en Bar el-Gazar, Sudán, en 1998. El país estaba sumido en una terrible hambruna. En la imagen, una niña camina con un bebé en brazos, tan débil que casi se diría que le pesan los huesos. El paso firme de la niña es suficiente para zarandear sus piernas. Cuenta en ese documental la entonces fotógrafa de Associated Press Corinne Dufka que, a menudo, Miguel dejaba la cámara a un lado e intentaba sacar la vida que había dentro de aquellos niños moribundos: les dedicaba muecas, intentaba hacerles reír… Unas veces con éxito y otras, no. Un día le dijo a la fotógrafa: «Cuando no se puede obtener ninguna reacción de un niño de seis o siete años, hay algo que no marcha en absoluto. Hay algo que ha fallado rotundamente». Hasta hace ocho meses, Henry Kamara era uno de esos niños: parecía imposible arrancarle una sonrisa.
Henry nació el 14 de octubre de 2004 ese pequeño rincón de África Occidental al que los conquistadores portugueses tuvieron a bien llamar Sierra Leona. Dos años y medio antes, en enero de 2002, se habían firmado los acuerdos de paz con los que concluyó la guerra civil que había desangrado el país durante una década. Henry llegó al mundo cuando Sierra Leona estaba renaciendo de sus cenizas. El país arrastraba los traumas que había provocado el conflicto y que, más allá de estadísticas desoladoras, tenía su reflejo en personas con nombres y apellidos. Una de ellas era Margaret Bai, una niña de doce años. La pequeña fue víctima de una violación a principios de 2004. Nueve meses después dio a luz a Henry.
Margaret Bai sólo tenía trece años cuando dio a luz a Henry.
La hermana Elisa Padilla, superiora de las Misioneras Clarisas en Sierra Leona, conoció casi desde el principio la historia. La religiosa había aterrizado en el país por primera vez en 1990, poco antes de que empezara la guerra. En 1999, cuando los misioneros se convirtieron en objetivo de los rebeldes, la congregación en pleno abandonó esa tierra. Regresaron en septiembre de 2002 y la hermana Elisa se puso al frente de un colegio femenino en Lunsar, una de las principales localidades del país.Margaret y su madre, Henrieta, acudieron a la misionera cuando supieron que la primera estaba embarazada.
Henry guarda celosamente una foto que da testimonio de aquellos meses: en ella aparece una niña con el pelo recogido por un pañuelo, sentada en la cama de un hospital con un recién nacido en brazos. A priori, nadie diría que es su madre. Ella, al parecer, tampoco fue capaz de asimilarlo. Los esfuerzos de la hermana Elisa para que continuara sus estudios no bastaron para que Margaret superara el trauma de la violación. La abuela, Henrieta, se hizo entonces cargo de Henry. La religiosa le define como sumamente inteligente y observador. «Juega y se divierte danzando y con el fútbol», añade. Fue en uno de esos partidos, cuando Henry tenía siete años, donde comenzaron los problemas.
Henry sufría una grave infección en su pierna izquierda que se había extendido por varios puntos de su cuerpo.
Las explicaciones del niño al llegar a casa fueron confusas: según contó, estaba jugando al fútbol en el colegio cuando sintió que alguien lo había empujado. Al mirar atrás, no vio a nadie, pero lo único cierto fue que el dolor le impedía caminar. Henrieta comenzó entonces un peregrinaje por varios centros sanitarios y por «doctores nativos» que utilizaban la medicina natural. Ninguno acertó a darle un tratamiento: las complicaciones de la fractura y las limitaciones de un país con apenas doscientos médicos —sesenta veces menos de lo que necesita una población de seis millones de habitantes, según Naciones Unidas— hicieron el resto.
Quienes trataron a Henry fueron conscientes de que su fémur no sólo estaba roto, sino que estaba infectado, y en una maniobra desesperada le hicieron tres incisiones en el muslo para que el pus supurara. El niño empeoraba por momentos: caminaba asido a una estaca de madera, arrastrando la pierna rota, llevando un pañuelo con el que limpiar sus heridas y soportando un dolor difícilmente medible. Con ese aspecto —serio, con la piel brillante, con sus labios gruesos acostumbrados al silencio y sus ojos grandes, como si ya hubieran visto muchas cosas— Henry cruzó la puerta de la misión de las clarisas en Lunsar el pasado 14 de julio.
La hermana Elisa Padilla incluyó en el equipaje de Henry varias fotos de su infancia.
El primer eslabón de la cadena
«You are not gonna cry» («No vas a llorar»), le dijo sor Elisa a Henry cuando se despidieron. La religiosa creía que el niño estaba llamado a hacer algo grande por Sierra Leona. Con esa convicción se lo entregó a un grupo de voluntarios españoles que durante el mes de julio se hospedaron en Milla 91, el pueblo donde las hermanas gestionan la clínica Virgen de Guadalupe, que atiende a una población de unos quince mil habitantes. Entre los voluntarios había varios médicos y quizá alguno de ellos podía encontrar la luz al final del túnel. «You won’t cry» («No llorarás»), le dijo a Henry.
Vestido con una equipación del F.C. Barcelona que lleva el dorsal de Andrés Iniesta, sin más equipaje que su bastón y su pañuelo, el pequeño se acomodó en la furgoneta. Era noche cerrada cuando el vehículo alcanzó Milla 91. «Era un niño perdido, asustado y triste», recuerda Marta Alústiza, estudiante de 3º de Medicina en la Universidad de Navarra. Henry, todavía amodorrado y nervioso por ocupar el centro de atención de una veintena de desconocidos, parecía recordar la promesa que le había hecho a la hermana Elisa unas horas antes y se esforzaba por contener las lágrimas. Olga Ramírez, pediatra en el centro de salud Collado Villalba (Madrid) y también voluntaria, fue la primera que lo examinó: «La hermana Patricia dice que cuando llegan niños así de enfermos a la clínica, duran como mucho una semana. Seguramente ni una intervención quirúrgica podría salvar su vida». La noticia supuso un mazazo para los voluntarios. En los días posteriores se volcaron con él y trataron de arrancarle una sonrisa con juegos, trucos de magia, chucherías y todo tipo de atenciones, pero el rostro del pequeño permanecía inmutable.
Marta Alústiza comprendió que en las dos semanas que le restaban en Sierra Leona debía permanecer junto a Henry y hacer que se sintiera querido. Durante ese tiempo las noticias no hacían más que empeorar: una radiografía mostró que la osteomelitis, la infección que le carcomía el fémur, se había extendido también hasta la cadera y que muy pronto lo haría hasta la sangre. En ese punto ya nada salvaría su vida. Con ese pronóstico, Txema Alústiza, el padre de Marta, radiólogo y también voluntario, regresó a España. Probablemente fuera la dedicación con la que su hija había atendido a Henry, o quizá la lucha callada del niño por sobrevivir, lo que sacudió la conciencia de este médico. Él no estaba dispuesto a abandonarlo a su suerte.
La amistad que entablaron Henry y Marta Alústiza empujó a su padre, Txema, a buscar una solución para el niño.
En busca de una solución
A su llegada a España el 21 de julio, el doctor Alústiza comenzó una carrera contrarreloj para salvar a un niño cuya vida se extinguía. Txema planteó el caso en su hospital de San Sebastián, y los médicos señalaron que no había otra posibilidad que la amputación. Era 24 de julio. ˆMe acordé entonces de que Nina García, una empleada de la limpieza que trabajaba en el tercer piso, colaboraba con una ONG que traía niños de África para tratarlos aquí —recuerda el doctor—. Así que fui a buscarla».
Mientras subía los pisos, Txema recordó que era pleno verano, que quizá aquella mujer estaba de vacaciones o que tendría otro turno de trabajo. Pero no: allí estaba. «No hay problema —le dijo ella—. La ONG se llama Tierra de Hombres. Te doy el número del responsable en Bilbao, Alfonso Roncero”. A las once de la mañana, Txema le telefoneó y le contó la historia de Henry. Por segunda vez en pocas horas, recibió un sí como respuesta.
El responsable de la ONG contactó con la persona que podría tener una solución: Mikel Sánchez, director médico y responsable de Traumatología del Hospital Quirón de Vitoria. Su experiencia le había granjeado titulares de prensa como «El mago de las rodillas». En su haber conservaba una ilustre lista de pacientes, que incluía al tenista Rafa Nadal y al rey Juan Carlos I. Aquella misma tarde recibió en su correo electrónico el informe médico de Henry.
«Me llegaron unas radiografías de escasa calidad, pero ya se veía que era un problema francamente complicado», recuerda el doctor Sánchez. Enseguida pensó en quiénes podían ser los «magos”»en esta ocasión: Gorka Knörr y Francisco Delgado, especialistas en microcirugía en el Hospital Universitario de Toulouse. Los tres se reunieron el 30 de julio. Esa tarde, Txema Alústiza recibió la respuesta de Mikel Sánchez: «Lo tienen muy claro: no hay que amputar, hay que injertar el peroné en el fémur. Dicen que lo operan».
A pesar del grave estado en el que se encontraba Henry, el doctor Sánchez encontró una solución para salvar su pierna.
Txema no salía de su asombro: «Tierra de Hombres, con central en Lausana (Suiza), se encargaría de todo: voluntarios de acompañamiento veinticuatro horas al día durante el ingreso y una familia de acogida cuando le dieran el alta. El Hospital Quirón asumiría el coste de la hospitalización, y el equipo médico de Mikel Sánchez, junto con los cirujanos venidos de Toulouse, pagaría el material. Todo en bandeja en cuatro días. Alucinante».
La odisea diplomática
Sólo quedaba un trámite, y no precisamente menor: traer a Henry a España, gestión que debían realizar las Misioneras Clarisas. La hermana Elisa, al tanto de todas las gestiones desde Sierra Leona, y convencida ya de que «el milagro de tratar a Henry en España era posible», pronunció otra de las frases clave en la aventura del pequeño: «Hay una voluntaria española, Isabel Villaizán, que regresa a España el 22 de agosto. Si conseguimos el visado a tiempo, podría volar con ella».
Los trámites burocráticos, sin embargo, presentaban una complejidad casi insalvable. Pero Beatriz Alústiza, la hija mayor de Txema, recordó entonces que una de sus amigas era la hija del embajador de España en Sudáfrica, Juan Sell, que se mostró dispuestísimo a colaborar. Gracias a ese contacto, el papeleo se resolvió en pocas horas y Henry consiguió el visado para salir de Sierra Leona. Su madre, Margaret, que hoy tiene veintiún años y a quien no resultó fácil localizar, firmó una carta en la que asumía el riesgo de la operación. Mientras tanto, las misioneras preparaban al niño para amortiguar el impacto que suponía salir del décimo país más pobre del mundo, subir en un extraño aparato que surcaría el cielo y aterrizar en España, cuya única referencia en su cabeza era su camiseta del F. C. Barcelona. Le compraron «revistas con aviones» y le enseñaron «buenos modales». «Le explicamos que tenía que ser muy fuerte porque iba a pasar mucho dolor, pero que regresaría caminando», cuenta la hermana Elisa desde Sierra Leona.
Vuelo a España
Su compañera de viaje fue Isabel Villaizán, economista que hoy trabaja en una promotora urbanística en Madrid. Un día la hermana Elisa le preguntó: «¿Te llevarías a Henry a España?». Isabel aceptó la misión. «Tú has venido hasta aquí para llevarte a este niño en un avión», agregó la religiosa sonriendo.
Isabel y Henry se conocieron la víspera del viaje. «Lo vi comiendo, sentado en una silla de ruedas con la que no alcanzaba bien la mesa. Se le veía desvalido, pero era un angelito». La madre y la abuela del niño le entregaron a la hermana Elisa una maleta con algo de ropa y unas fotos de familia. «Después se marcharon, no sé si llegaron a despedirse de él», explica Isabel.
Las posibilidades de supervivencia de Henry en Sierra Leona eran nulas: no había tratamiento posible.
Ya en el aeropuerto, el niño iba vestido con un uniforme escolar y, colgando del cuello, llevaba un rosario y una imagen de María Inés Teresa, fundadora de las Misioneras Clarisas. La despedida con la hermana Elisa fue fugaz: «No siempre salen las palabras deseadas. Simplemente lo abracé fuerte. Él entendió el resto». Instantes después, los voluntarios enfilaban la pasarela de acceso al avión.Henry, en brazos de Isabel, contemplaba las dimensiones de los aviones que despegaban en la pista cuando surgió el primer contratiempo. «Los trabajadores de Brussels Airlines me dijeron que no se hacían cargo del niño si no subía por su propio pie», explica Isabel. «No podía decirles lo que de verdad le pasaba a Henry, porque nos hubieran puesto muchas más pegas para acceder». Pero el pequeño puso todo su empeño en subir cada escalón hasta alcanzar la cabina.
Una vez en su asiento, Henry recordó las indicaciones que le había dado la hermana Elisa: «Ponte el cinturón de seguridad y métete un caramelo en la boca, así no se te taponarán los oídos». Instantes después sobrevolaban el continente africano. Unas horas más tarde aterrizaron en Bruselas. Allí comenzó la pesadilla de Isabel: «Estaba sola con Henry en un pasillo oscuro del aeropuerto, esperando una silla de ruedas. La espera se me hizo eterna y, cuando por fin teníamos la silla, fuimos hasta los controles de seguridad. Nadie me había dicho que me iban a hacer un pequeño interrogatorio sobre la situación del niño. Dudé incluso de si íbamos a pasar el control, pero finalmente nos dejaron acceder a la puerta de embarque».
Los nervios consumían a Henry, que, agotado, no paraba de preguntar si habían llegado a España. «Me acerqué a una azafata y le pedí un favor: “Dile que estamos en España”». Henry empezó a aplaudir y se lanzó a la ventanilla, buscando a Txema y a Marta. Durante el resto del trayecto fue reuniendo las chocolatinas y refrescos que repartían a los pasajeros para regalárselos al doctor y su hija. Al llegar a Madrid, Isabel abandonó sus maletas y se lanzó con Henry al exterior. «Vimos un montón de globos y unas pancartas». Los recuerdos emocionan a la voluntaria: «Lo había pasado fatal y en ese momento me derrumbé, descargando toda la presión». Fue entonces cuando las palabras de la hermana Elisa cobraron sentido: «Lo tengo claro: fui a Sierra Leona por Henry».
Las posibilidades de supervivencia de Henry en Sierra Leona eran nulas: no había tratamiento posible.
Camino de San Sebastián
En la cabeza de Marta Alústiza se atropellaban las inquietudes desde que su padre le dio la noticia. Durante unas semanas Henry se alojaría en su casa de San Sebastián. Sus hermanos —Beatriz y Jon— y su madre —Elena Zavala— se habían contagiado del entusiasmo con que padre e hija les habían hablado del pequeño. El 22 de agosto se plantaron en el aeropuerto de Barajas. En cuanto vieron aparecer a Isabel y al niño, echaron a correr. Las lágrimas de emoción de unos se entremezclaban con las de tensión acumulada que desbordaban a la voluntaria española.
«Era otro niño», considera Marta, que se sorprendió al ver cómo cualquier cosa llenaba de alegría al pequeño. «En la ducha, al ver que podía regular la temperatura del agua, se puso a bailar. Los yogures le fascinaban. Pasaba horas viendo a niños jugar al tenis o escuchando música en el iPod. En el paseo de La Concha lo conocía todo el mundo: lo veían pasear en la silla de ruedas, tirada por el perro de unos primos. Parecía un coche de caballos», relata entre risas. Durante esas semanas, Jon Alústiza, de dieciséis años, se convirtió en el mejor amigo del pequeño. «¿Desde cuándo a Jon le gustan los niños?», se preguntaba su madre, Elena. El matrimonio no dudó en asumir la custodia legal de Henry mientras permaneciera en España.
El helado fue uno de los descubrimientos favoritos de Henry al desembarcar en San Sebastián.
El optimismo no ocultó que la operación era el verdadero propósito del viaje. Henry estaba muerto de miedo. Txema recuerda que un día lo llevó a su hospital para enseñarle cómo era la máquina en la que, al día siguiente, iban a hacerle un tac. Cuando vio el artilugio, el niño, que iba en brazos del médico, se agarró con fuerza alrededor de su cuello. «En ese momento pensé que yo era lo más cercano a un padre que Henry había tenido nunca», confiesa Txema.
La primera prueba
Los exámenes médicos a los que sometieron a Henry revelaron que su situación era más grave de lo previsto. El niño sufría una infección —técnicamente, una osteomelitis crónica multifocal hematógena— que afectaba a seis huesos: el fémur —el que estaba en peor estado—, los dos húmeros, un antebrazo, el otro fémur y una costilla. A ello se unía una anemia genética, común en países africanos, que favorece la aparición de trombos en los huesos. Ambas dolencias, unidas a una inmunidad baja y una mala nutrición —Henry pesaba veintiún kilos y acumulaba un retraso en el crecimiento de dos años— habían favorecido que la infección se extendiera. Pero, para los médicos, ya no había vuelta atrás: fuese como fuese, había que operar.
«En cuanto me abrazó, pensé que yo era lo más cercano a un padre que Henry había tenido nunca».
Henry entró en un quirófano del Hospital Quirón de Vitoria a las ocho de la mañana del 7 de septiembre. La operación duró doce horas. Participaron cinco cirujanos ortopédicos y once anestesistas y colaboradores. Cuando abrieron el fémur izquierdo, se dieron cuenta de que la osteomelitis había destruido también la cadera. Adoptaron entonces una solución provisional: le implantaron un fémur de cemento que retirarían en una segunda operación en la que se le trasplantaría el peroné. Mientras tanto, le trasfundieron un volumen de sangre superior al que tenía en todo su cuerpo. «Fue muy largo y complejo, pero todo salió a la perfección», explica Mikel Sánchez.
La noche y el día siguiente eran claves: los médicos no estaban seguros de que Henry soportara una cirugía tan agresiva. Varios miembros del equipo médico fueron testigos del momento en que el niño se despertó. «Abrió los ojos poquito a poco —recuerda el doctor Sánchez— y, cuando se dio cuenta de que habíamos terminado, me cogió la mano y nos dijo “Thank you” (“Gracias”)».
«En cuanto me abrazó, pensé que yo era lo más cercano a un padre que Henry había tenido nunca».
Una nueva familia
«A este sí que me lo llevaría a casa». Cecilia Sebastián, de 42 años y auxiliar de enfermería del Hospital Quirón, no imaginaba que ese pensamiento que acababa de pronunciar en voz alta iba a convertirse en realidad. Era el 9 de agosto y, aquella noche, retomaba su trabajo después de pasar tres semanas de vacaciones junto a su marido, Javier Granados, de 43 años, y su hija, María, de diez. Henry, convaleciente, dormía en una de las habitaciones del hospital. «¿De verdad? ¿Lo dices en serio? Porque no tiene familia de acogida», aseguró una de las voluntarias de Tierra de Hombres que acompañaba a Henry en la clínica. La auxiliar no lo dudó: «Claro que sí».
Durante dos días, Javier estuvo pensando en lo que suponía llevarse a Henry a su casa. Por fin, se sentó con su esposa y le habló en terminología ciclista: «Mira, Ceci —le dijo—, me estás pidiendo que suba el Tourmalet y no sé si voy a poder. ¿Por qué no hacemos una primera etapa en llano y me llevas a conocerlo?». Fueron al Hospital Quirón y a Javier apenas le hizo falta asomarse a la habitación y ver a Henry postrado en la cama. Embriagado por la emoción, se echó a llorar y abandonó la sala. «Adelante, Ceci. Nos lo llevamos». María, que ya llevaba varios días escuchando hablar de Henry en casa, tampoco pudo contener las lágrimas al enterarse de la noticia, mientras se echaba en brazos de su madre.
Cecilia Sebastián, auxiliar en el Hospital Quirón, en Vitoria, su marido, Javier Granados, y su hija, María, se convirtieron en la familia de acogida de Henry.
Por fin llegó el día en que Henry recibió el alta. «¿Esta es tu casa?», le preguntó el niño a Cecilia al alcanzar el portal, en el barrio vitoriano de Lakua. «Sí, es mi casa», contestó ella. «Y… ¿mía también?». Aquella pregunta estremeció a la madre de acogida. «Sí, tuya también». Desde entonces, cada día supuso una nueva lección para Cecilia y Javier: «Lo más difícil son las curas porque, a veces, sin darnos cuenta, le hacemos daño. No grita, se queda tumbado y le salen un par de lágrimas que le recorren la carita, pero no dice nada. Cuando tiene un dolor muy fuerte, se pasa por la pierna el rosario que se trajo desde Sierra Leona». Javier tiene claro que ahora su prioridad es Henry, e incluso está dispuesto a reducirse la jornada laboral para atenderlo: «No es capaz de comer más de media bolsa de chucherías. Reserva la otra mitad para María. Por mucho cariño que le damos, no queremos que olvide de dónde viene y que volverá. Muchas veces le preguntamos por su abuela y sus amigos, y si nos los presentará si algún día vamos a verle a su país».
El 19 de octubre, Henry se despidió de Cecilia, Javier y María para afrontar su segunda prueba de fuego. La operación, dirigida por Gorka Knörr y Francisco Delgado, era una obra de ingeniería que solo se había realizado una vez en España y muy pocas en el mundo. Había que extirpar el peroné y todas sus arterias y venas, e implantarlo en el lugar del fémur para que creciese como el hueso original. Antes de comenzar, con el equipo médico al completo en el quirófano y Henry tumbado en la camilla, el niño volvió a sorprender a todos: «Levantó la mano y dijo: “Cinco minutos”. Se quedó calladito, con los ojos cerrados, reflexionando. Al cabo de un rato nos dijo: “Ya está”. Eso un niño tan pequeño no lo hace nunca. Nos quedamos impresionados», relata Mikel Sánchez. Cuando le colocaron la mascarilla para anestesiarlo, comenzó a respirar rápido, sabiendo que así se dormiría pronto. Trece horas después, abandonó la sala de operaciones. La intervención, otra vez, había sido un éxito.
Cecilia Sebastián, auxiliar en el Hospital Quirón, en Vitoria, su marido, Javier Granados, y su hija, María, se convirtieron en la familia de acogida de Henry.
Henry salió del quirófano con una estructura metálica externa con hierros incrustados a la altura de la rodilla y la cadera. Quedan por delante meses de rehabilitación hasta que el peroné se fortalezca lo suficiente para soportar su peso. El plazo es, al menos, de un año. «Tenemos que estar seguros de que todo funciona bien porque, una vez en Sierra Leona, va a ser muy difícil tratarlo», asegura Mikel Sánchez.
La cadena de solidaridad que ha desatado Henry en los últimos meses sigue creciendo. Para la hermana Elisa, «Dios está poniendo a su alrededor todo lo que necesita para recuperar su salud. Espero verlo de vuelta y siguiendo una vida normal». Mientras Henry piensa que todos los eslabones de esa cadena —las misioneras, los médicos y las enfermeras, los cooperantes y su nueva familia— han contribuido a salvarlo, ellos están seguros de que ha sido el niño quien, en alguna medida, los ha salvado a ellos de olvidar algunas lecciones importantes. Todos, en un momento u otro del proceso, habían pronunciado las mismas palabras que el traumatólogo Mikel Sánchez: «Lo que yo he aprendido con Henry es que la gente es buena».
La cadena de solidaridad que ha ido despertando Henry a su paso ha permitido que el niño recupere su sonrisa.
© Este reportaje ha sido publicado en el número 682 de la revista Nuestro Tiempo. Escrito junto a Gonzalo Araluce, autor del blog El meridiano cero.