Hay tristezas que siempre se recuerdan, parece que fueron ayer. A principio de siglo, mi hermana menor y su esposo ya estaban en la disidencia, recibiendo golpes a diestra y siniestra. Todos los fines de semana eran encerrados en calabozos. Hubo un momento en que invitarlos a una reunión significaba que todos serían golpeados. A veces fueron usados para despistar a la policía política y salían en direcciones contrarias a donde en realidad se realizaría el encuentro. La propia disidencia les sugirió que se fueran del país, eran propensos a ser sancionados por años y perjudicarían a sus tres hijas menores.
Los viernes, después de la escuela, me dejaban las niñas y partían a su lucha. El domingo en la noche cuando no regresaban, ya era la prueba de que se encontraban detenidos. Aparecían el lunes o el martes, con varias libras menos de peso, y la suciedad y el olor típico que se adquiere en los calabozos. recogían las niñas y apenas conversaban de lo sucedido, aunque no hacia falta. La tristeza, humillaciones y resignación de no ser la última vez, escapaba de sus ojos como una jauría de perros rabiosos. Lo más doloroso era la niña menor, de nombre María. Tendría unos cuatro años, era delgada como un pelo, y apenas veía una patrulla policial o un uniformado, le comenzaban los temblores y pedía que no se la llevaran presa a ella ni a sus padres. El día que fueron a la entrevista en la SINA, hubo que conversar con ella en varias ocasiones para que aceptara acceder al edificio. Ya estando en los Estados Unidos, seguía con aquel temor contra las patrullas y sus agentes. Sus hermanas, mayores por pocos años, la amenazaban con “llamar a la policía si no recogía los juguetes” para que María cooperara, y de inmediato ella cumplía el pedido.
Gracias a Dios hoy María ya es una muchacha libre, alejada de la ira de los dictadores Castro.
Ángel Santiesteban-Prats
14 de mayo de 2015
Prisión Unidad de Guardafronteras
La Habana