Cuatro años hace de mi primera y última visita a una peluquería infantil.
Calle céntrica de una ciudad cualquiera, año 2016. Un letrero de vivos colores y caligrafía estudiadamente infantil servía de antesala a una estampa hermosísima, muy difícil de describir con palabras, durísima de puro traumática, pero a la que intentaré aproximarme para ustedes.
Cruzo la puerta. No existían las mascarillas, la distancia social era apenas de 5 centímetros y el hidrogel sonaba a poción de los libros de Harry Potter. Vivíamos despreocupados.
De entrada, los azules, lilas y rosaditos que componían la ostentosa decoración del local ya suponen una dura prueba para mis daltónicos ojos, pero los tolero bien porque sé que el rarito soy yo. Discapacidad, me gusta decir. Las gafas de sol se convierten en mi mejor aliado en el duro trance.
Ya dentro del angosto espacio, diviso a mano izquierda a un papito con un déjame entrar, rollo hípster y cara de "malditocondónrotosiyosóloqueríaunpolveterápido", sentado en un chéster junto a su hijo como de ocho añitos ya con el pelo cortado, o eso parece, que sujeta en una mano una tablet y parlotea que da gusto, poseído. Voces estridentes no, gracias. Utilizo para amortiguar los ruidos dos estoperones de algodón que arranco a un unicornio de peluche. Sigo mi camino.
Enfrente, en otro sofá, una mamá junto a una diabólica niña al lado también entregada al parloteo con media lengua y jugando con lo que parece una segunda tablet. Mientras hace por controlar a la malévola criatura de la tablet, da de comer -lo intenta- a un bebé de género desconocido para mí, que está sentado en un carrito portándose fatal. El vómito podría ser tóxico... Cuidado con esta zona del local.
De fondo, como si fuera la hilandera del cuadro de Velázquez, la afanada peluquera, con pelos fatales a pesar de ser peluquera o precisamente por ello (recuerda siempre que el peor cabello que conoces lo tiene tu propia peluquera), intenta mantener un equilibrio inestable sobre la punta del dedo gordo del pie izquierdo mientras con una mano sostiene la que es la tercera tablet del local, y con la otra utiliza la afeitadora para retocar al pequeño cliente, amarrado a la silla con cuatro cadenas, cuyo corte de pelo es estilo Paquirrín año 1985 durante el concierto en la vuelta a los escenarios de Isabel Pantoja. Canneeeeeeee.
De fondo, una TV de plasma reproduce en bucle los grandes éxitos de Pocoyó. Sufro.
Transcurrió un angustioso minuto y medio durante el cual intenté hacerme escuchar sin éxito entre el bullicio, hasta que por fin la profesional del equilibrismo, la puericultura y el estilismo infantil levantó la mirada de su complejísima tarea, se recolocó las gafas de pasta y pronunció un "hola".
"No pretendía interrumpirte, es que estabas muy concentrada... Solo quería una tarjeta", balbuceé yo.
"Tranquilo, no pasa nada, sssielo ", repuso ella con una sonrisa muy franca y sincera pese a que le corría una reveladora gota de sudor por la frente. Me señala el lugar donde están las tarjetas.
Esquivando sonajeros, barbies y una cuarta tablet con la pantalla resquebrajada, logré llegar hasta el diminuto mostrador en el que reposaba el montoncito de pequeñas cartulinas con el teléfono y redes sociales de la empresa.
A la vuelta, se me planta delante un ser no identificado de no más de 90 centímetros de largo, amenazante, baboso, aterrador...
Mi vida pasó por delante de mis narices en apenas una décima de segundo.
Por suerte, pude anticiparme a las oscuras intenciones del pequeño chacal, me puse la tarjeta entre los dientes, apreté las mandíbulas, tomé impulso, di un doble mortal agrupado en el aire con media pirueta y logré aterrizar a duras penas entre bigudíes y plastelinas, atravesé la puerta de un brinco, para luego salir al galope, aullando calle arriba, con el botín aún entre mis fauces.
Luego, ya a salvo, con una tila en mis aún temblorosas manos, le saqué una foto con el móvil a la tarjeta y se la pasé a mi examiga para que pidiera cita. Para su retoño.
No me he atrevido a pasar nuevamente por la zona. Creo que han puesto un compro oro.