Revista Cultura y Ocio

Héroes de Orcómeno

Por Igork


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Tu vida es aburrida. Como la mía, ya lo sé. Bien se podría definir el vivir como una larga concatenación de tedios. Por eso escribí Vamurta, por eso la puedes leer. No hay héroes en mi barrio. Sí los hay en la ciudad-fortaleza de Orcómeno, el gran bastión murriano que mira al sur, donde tras el gran Desierto de Aicar, afirman los que han vuelto, se extienden unas llanuras habitadas por tribus nómadas tras las cuales aparece el violento verdor de una jungla inexplorada. Un fragmento más de Vamurta. Este se corresponde al capítulo 21 del primer libro. En esta escena no ocurre nada, al igual que en los inter-tedios.

Héroes de Orcómeno
21 Los esclavos
«
Durante todo aquel día de primavera no había dejado de llover. El agua había convertido el suelo arcilloso de Orcómeno en un inmenso barrizal por el que transitaban penosamente los pocos guardias y esclavos que, llegado el crepúsculo, aún seguían con sus quehaceres. Dasteo y Arisas contemplaban, desde una de las torres, calados hasta los huesos, las obras que pronto serían concluidas. Ese inmenso y poderosísimo enclave en medio de los campos vacíos y cerca del mar, una punta de lanza para guarnecer futuras migraciones de los murrianos del oeste. Cubiertos con capotes y recortados contra un lienzo gigantesco de nubarrones y bancos de niebla, los dos hombres grises se preguntaban cómo podía ser tomado ese bastión, una vez dispusiera de toda su artillería, como se denominaban esas armas que habían cambiado la forma de hacer la guerra. —Se hace tarde y estoy cansado. Bajemos y resguardémonos en casa, Arisas. Hoy queda poco por hacer. Los dos descendieron de la torre y cruzaron el castillo a paso lento, empequeñecidos entre las moles que eran las esferas, encerrados por las paredes lisas y húmedas de las murallas. Cuando estaban a punto de alcanzar la puerta de su celda, escucharon un grito que desgarró la tenue melancolía del atardecer. Una voz que fue seguida por el crujir de la gran puerta al ser abierta. Resonaron cascos de ciervos en el patio, apareciendo tres murrianos montados y, en lo que dura un suspiro, Orcómeno despertó de su letargo. Bramidos y órdenes llegaban desde todos los rincones. A pesar del aguacero, los murrianos que estaban de guardia empezaron a trotar de un lado para otro. Los primeros soldados salieron de debajo de los grandes globos en los que se alojaban, y tras ellos apareció un aluvión, armados, con las cotas y las corazas a medio abrochar. Dasteo vio al comandante correr como un poseso y dar instrucciones a los oficiales con gestos cortantes, casi violentos, a la vez que frente a la puerta ondeaban los primeros estandartes. El chapoteo de las pezuñas de aquel ejército en el barro, las salpicaduras y las imprecaciones, hacían que el golpeteo rítmico de la lluvia fuera una melodía olvidada.
—¿Es un ataque, Dasteo?
Dasteo observaba aquel rápido despliegue con preocupación, sabedor de que nada bueno para los suyos podía significar. A pesar de que la visibilidad cada vez era menor, poco a poco se iban dibujando los batallones, formados en un sinfín de cuadros frente a la puerta principal. Los oficiales seguían dando órdenes a los grupos de arcabuceros, de infantería y de arqueros para conseguir que sus soldados trazaran figuras regulares sobre el barro. Tal como había empezado toda la jarana, esta cesó de repente, y la lluvia volvió a señorear en el bastión. Aquel bosque de lanzas parecía querer herir las franjas de nubes bajas, que corrían veloces por encima de cascos y emblemas mojados. Esperaron rígidos mientras la noche se posaba sobre ellos. Antes de que la oscuridad fuera absoluta, les llegó un murmullo que pronto fue un retronar cercano. Bajo la puerta que miraba al norte, apareció una columna de murrianos a la carrera entrando en la fortaleza, y tras ellos, montadas en ciervos de gran envergadura, dos Reinas, a la cabeza de un pequeño escuadrón de jinetes. Descendieron de sus cabalgaduras con brío, a la vez que sonaban las trompetas para anunciarlas y darles la bienvenida. Desde sus pequeñas ventanas, los esclavos asomaban la cabeza para contemplar el espectáculo. El comandante corrió a recibirlas y hablaron brevemente. —Creo que nuestro protector las teme tanto como las tememos nosotros —apuntó, sarcástico, Dasteo. Sus largas cabelleras de pelo rizado, apelmazadas por la lluvia, destacaban entre la masa de aceros opacos de las tropas que las recibían. Cubiertas por una coraza sucia, y una túnica de grueso terciopelo oscuro, pasaron entre los soldados, con expresión marcial y circunspecta. Cuando parecía que iban a gritar algo, se escucharon risas, que respondían a alguna broma con que las Reinas obsequiaban a la soldadesca. No parecía preocuparlas que sus pezuñas se hundieran medio palmo en el lodazal y convirtieran sus calzones en dos estacas recubiertas de porquería. Al poco tiempo, fueron encendidas todas las antorchas. Aquellas dos se disponían a visitar la fortaleza por sorpresa. —Ya he visto bastante. Ahora sí, vayámonos a cenar y a secar nuestras ropas.»
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