Esta obra maestra de Mario Monicelli, León de Oro en el festival de Venecia (cuando los premios podían medirse en cantidades de cine por metro cuadrado de celuloide), pertenece a ese reducido grupo de filmes imperecederos, películas que mantienen eternamente su frescura y la hondura y humanidad de su sentido, que trascienden el paso del tiempo. Surgida durante un breve bache en el devenir del cine italiano, entre el agotamiento ya evidente del neorrealismo en su formulación clásica y la incipiente aparición de otras formas de mirar la realidad italiana como la comedia popular, la película representa una evolución natural en la filmografía de su director tras el gran éxito de crítica y público que supuso Rufufú (I soliti ignoti, 1958), y conjuga los elementos narrativos que vendrían a convertirse en una especie de marca de fábrica, y por extensión, de señas de identidad del cine italiano en general a raíz de su paralela utilización por otros directores cuya obra gozaría de gran aceptación, como Dino Risi: la commedia all’italiana, el humor como bisturí, espejo deformante y trinchera moral frente a los corsés políticos, económicos, sociales y culturales, formas todas ellas de avalar la estupidez organizada. Monicelli y sus guionistas, la pareja formada por Furio Scarpelli y Agenore Incrocci y el futuro colaborador de Sergio Leone, Luciano Vincenzoni, optaron por un contexto temporal inusual para el cine italiano de finales de los cincuenta, la Primera Guerra Mundial: un pasado remoto, perdido más allá de las nebulosas del régimen de Mussolini y de los desastres sufridos a causa de la Segunda Guerra Mundial, que apenas se recordaba, que no era objeto de reivindicación ni de crítica, que permanecía ajeno a la atención de los italianos, ni siquiera por parte de la clase intelectual. La perspectiva de la historia, la elección como personajes protagonistas de dos cobardes entrañables, de dos golfos simpáticos próximos al espíritu picaresco, no tenía intención patriótica ni de exaltación heroica sino una vocación humanista de corte antibelicista, el desmontaje de los bellos discursos oficiales y de las proclamas de la propaganda nacionalista por medio del humor más ácido y corrosivo, aunque no desprovisto de ternura y compasión. Un plano histórico concreto que obedecía a una vocación universal y a la huida de cualquier interpretación que pudiera reducir la película a una mera crítica satírica del periodo mussoliniano.
La historia sigue las andanzas de Oreste Jacovacci (un soberio Alberto Sordi), un romano pícaro y cobarde nato cuya debilidad funciona como brújula moral -no se cree la parafernalia política y militar sobre la guerra ni las consignas de los mandos y de los partes de guerra oficiales, no se enardece con los himnos y las marchas; su único objetivo en la guerra es sobrevivir-, y Giovanni Busacca (Vittorio Gassman, otro tanto), un milanés orgulloso y fanfarrón, otro cobarde que sin embargo alardea con chulería de un falso carácter intrépido y de una hombría que su comportamiento en el frente desmiente. La mezcla resulta tan explosiva como reveladora: Monicelli convierte su rivalidad (norte frente a sur, la modernidad opuesta a la tradición, bravuconería frente a astucia) en metáfora de una Italia en proceso de cohesión y reconstrucción tras la pesadilla de la guerra. Sordi, en uno de sus papeles más finamente calibrados, dota a Jacovacci de una humanidad que desarma incluso cuando hace trampas y resulta más cuestionable. Gassman, por su parte, despliega su repertorio de gestos grandilocuentes en desafío continuo a la gravedad y al ridículo. Juntos funcionan como un motor cómico cuyo combustible es la desesperación, no el gag visual ni el chiste chocarrero. Alrededor de ambos, completa el reparto un reparto coral sencillamente impecable —Silvana Mangano, Folco Lulli, Tiberio Murgia— que aporta textura y ritmo a la narración, además de un elenco de secundarios y de figurantes cuyos rostros parecen extraídos directamente de archivos fotográficos de la época, pero a la vez imbuidos de esa chispa vital propia de ese humor sabio y desencantado.
El guion está construido desde un brillante y muy inteligente uso del equilibrio tonal. Cada episodio encierra una verdad amarga, cada diálogo esparcido con aparente ligereza alude a una tragedia subterránea. La comedia mantiene la risa a flote sobre un mar de fatalidad, no como evasión sino como mecanismo de reflexión y de supervivencia; la ironía como chaleco salvavidas, como seguro método de aproximación a la barbarie, la carcajada como escudo protector tras el cual hacerse preguntas sobre el absurdo de nuestra condición humana colectiva. Una mirada profundamente moderna que destapa las mentiras del heroísmo y la fragilidad del ser humano común. No hay falsedad ni impostura, solo un simple pero certero retrato social de una humanidad herida bajo el disfraz del humor. La estructura narrativa encadena momentos memorables con una fluidez sorprendente (por ejemplo, la secuencia del reclutamiento, una especie de ballet caótico donde oficiales y soldados pierden más tiempo intentando organizarse que preparándose para combatir). La cámara observa a una distancia irónica el chapucero funcionamiento de la maquinaria militar, a base de inercia y desinformación, nada que ver con la pompa ceremonial y la sincronización robótica de los desfiles. El humor físico, los cuerpos que chocan, los papeles que vuelan, las órdenes contradictorias ejecutadas con torpeza subrayan la precariedad de una institución que pretende ganar una guerra, que se erige en espejo del heroísmo pero que se sostiene sobre la improvisación y el sometimiento a las leyes del azar. Las escenas en las trincheras, en cambio, adoptan un tono más sombrío, aunque sin renunciar a la ironía. Rotunno ilumina a ras de barro, sombras densas que envuelven a los personajes y los convierten en figuras casi fantasmales. Los soldados comen, discuten, se protegen y se engañan en un paisaje que parece absorberlos lentamente, que todo lo iguala. La comedia surge no por la ligereza en el tratamiento de un asunto serio, sino como reflejo y desesperación, por instinto vital. No se ríe de la guerra, sino que echa mano del humor para soportarla, para sobrevivir a ella, para superar el miedo y el terror. Monicelli se permite la crueldad de mostrar cómo los momentos más cómicos son, a menudo, los más desesperados: soldados peleándose por pan duro, por un lugar seco donde dormir, por un instante de respiro. La comicidad brota de la miseria, como en la secuencia en la que Jacovacci y Busacca intentan evitar una misión peligrosa: usan excusas absurdas, fingen dolencias, se contradicen en cadena a la vez que la cámara muestra su torpeza casi coreográfica; Sordi se mueve con una precisión milimétrica entre la mueca cómica y el gesto trágico; Gassman exagera hasta el límite sin romper la credibilidad de su personaje. La risa del espectador se congela en miedo al comprobar que esas ficciones no funcionan, que la guerra por fin los va a alcanzar con toda su crudeza. Este tramo final del filme, que en su día descolocó a los espectadores y motivó ambiguos enjuiciamientos críticos, supone un cambio de tono; el humor se retira y las sombras se alargan. Los diálogos se vuelven lacónicos y los silencios pesan. La cámara se vuelve estática. Los personajes, que antes parecían capaces de burlar a la muerte a base de ingenio, descubren que el destino no tiene sentido del humor.
La película implica, además, un retrato lúcido de la identidad italiana. Las discusiones interminables entre Jacovacci y Busacca, sus diferencias de acento, de temperamento, de humor, reflejan una Italia que no es nada monolítica, que no se reconoce entre regiones y dialectos, que sigue pendiente de cohesión. La guerra aparece, sin embargo, como el espacio donde norte y sur se ven obligados a convivir, a detenerse en la burla y a descubrir que solo su cooperación, su confianza mutua, puede evitarles el máximo sacrificio. En cuanto a su estética, el blanco y negro de Rotunno combina la crudeza documental del neorrealismo con una expresividad luminosa casi teatral. Los rostros emergen entre sombras como si el claroscuro fuese parte de la atmósfera de la guerra. El barro se termina convirtiendo en un personaje más. El humo de las explosiones envuelve los cuerpos creando imágenes que oscilan entre la fotografía periodística y la alegoría visual. Bajo este tratamiento de la imagen late un mensaje profundamente humano: la cobardía como forma de lucidez, la risa como refugio, la amistad como acto de resistencia. Monicelli no juzga a sus personajes; los acompaña, los abraza, sufre y padece con ellos, lamenta su final. Son personajes que, más que apelar al espectador, lo representan.
El rodaje resultó en buena medida tan accidentado e incómodo como el propio conflicto que reproducía. Monicelli quiso filmar en trincheras reales, que el barro fuera auténtico, que el cansancio de los personajes, su suciedad, su desamparo, fueran palpables. Giuseppe Rotunno recordaba con ironía: “Mario quería que los actores se hundieran, literalmente, en la historia”. Sordi comentaba que había pasado más tiempo sacudiéndose lodo de las botas que memorizando su texto. El objetivo de Monicelli era que esa incomodidad no se interpretara, que fuera real, que el público la percibiera porque los intérpretes la habían vivido. Que el peso del uniforme, el frío, la humedad y la confusión se filtraran en cada gesto, que el espectador los sintiera. Un factor de puesta en escena que contribuye decisivamente a la pervivencia de la película. Sus personajes contradictorios, asustados, entrañables, siguen estando vigentes. La mirada de la película sobre la guerra, esa combinación de ternura, violencia irracional y honestidad, continúa desarmando. En última instancia, la película expresa con claridad que conservar el humor es indispensable para mantener la humanidad, y que la comedia es el más lúcido acto político.
