Revista Cultura y Ocio

hijos de la mercromina

Publicado el 16 octubre 2013 por Tradux @TraduxNews
hijos de la mercromina
Cumplo años. Es algo que me hace feliz.
Más que nada, no me agrada la alternativa.
Me hago "adulto" a marchas forzadas. Lo noto en que comienzo a generar anécdotas. Mis recuerdos tienen ya más de treinta años, y mi mundo de adolescente era otro. Ni mejor ni peor. Distinto.
Soy hijo de la generación mercromina, omnipresente en casa. Recuerdo también la aspirina infantil, su color y sabor característico. Pasar a tomar la aspirina de adulto, blanca y de mal sabor, era algo así como un rito de paso, un abandonar la infancia. Hoy el Betadine (yodo), el Apiretal (paracetamol) o el Dalsy (ibuprofeno) han tomado el relevo. En los 90 se prohibió la aspirina infantil: provocaba el Síndrome de Reye, una enfermedad mortal.
En mi infancia los cines eran grandes salas, como teatros lustrosos, y los acomodadores se engalanaban con pajaritas y chalecos. Y una pequeña linterna. Sobre todo los de la Gran Vía, en Madrid. En este ambiente de oropel, de adornos hechos de pan de oro y falsa seda vi aparecer la inmensa nave de Darth Vader. Mi mente no estaba saturada de imágenes espectaculares; estaba abierta y virgen al asombro.
Hoy nada sorprende a mis hijos. No me extraña. Todos los días los bombardean con escenas brillantes y veloces. Los cines de ahora son asépticas naves industriales en las que se suceden infinidad de salas, atiborradas de películas. No hay un bar a la antigua usanza, lleno de humo, una escalera dorada que sube al anfiteatro ni lámparas de araña. Todo ritual necesita de un escenario. Si en unos minutos verás volar a Superman, tienes que adentrarte primero en un recinto en el que se respire magia. Porque, cuando eres niño, crees en la magia.
En el barrio había pequeños cines con sesión doble, películas de "serie B" del oeste o de miedo. Los carteles eran más pequeños, y anunciaban monstruos de cartón piedra o un asomo de destape. Las películas se proyectaban sin descanso.
Recuerdo el primer vehículo con dirección asistida y servofreno. La primera ventanilla eléctrica. El primer aire acondicionado. Salíamos del coche portando bajo el brazo, como si de un tesoro se tratara, grandes armatostes de la marca Blaupunkt que desencrastábamos del salpicadero. El riesgo de encontrar la ventanilla rota te obligaba a ello. Soñábamos con amplificadores, grandes subwoofers en el maletero, tunear el coche con un horroroso alerón. Me produce una extraña melancolía lo pavorosamente hortera que éramos. Con veinte años, ¿qué otra cosa podíamos ser? Patéticos pavos reales llenos de granos frente a las chicas.
¿Saben? Con otros ropajes y distintas costumbres, creo que en la actualidad sucede lo mismo.
Las tiendas de discos eran un lugar en el que el tiempo se detenía, los tocadiscos tenían dos velocidades, 45 y 33. Y antes los dentistas hacían más daño, estoy seguro. Los badenes en las carreteras provocaban una sensación de hormigueo en el estómago que nos encantaba ¡más deprisa, papá!. El lunes, llamábamos de usted a los profesores.
Había rombos en los televisores. Dos rombos te obligaban a ir a la cama. Comprábamos carretes de fotografía de 100 ASA, 200 si íbamos a hacer fotos en interiores; e intentábamos que nos devolvieran el precio de las que salían desenfocadas. Malguardábamos los negativos mezclados en paquetes. Han desaparecido casi todos ¿Adónde fueron? No recuerdo haberlos tirado. Creo en la existencia de los duendes.
Las zapatillas deportivas se llamaban "Paredes", y las motocicletas eran renqueantes Vespinos con pedales, por aquéllo de las cuestas. En nuestro dormitorio colgaban imágenes de coloridas Riejus o Derbis de motocross, con cambio y arranque a pedal. Soñábamos con ellas y con la libertad.
He visto perros abandonados e infestados de garrapatas, flacos y asustados. ¡Me alegra tanto que mis hijos no los hayan visto! Jamás olvidaré su mirada perdida, ni el sentimiento de culpa que me atenazaba.
Detenerse en un bar de carretera era entrar en un museo de carteles de toros, de las primeras "máquinas tragaperras" sonoras, con enormes manivelas, sencillas en su uso. No las sofisticadas e inescrutables máquinas de hoy. Había más futbolines. ¡Mamá, 25 pesetas! Y expositores planos con casetes y un candado. Chistes de Arévalo, canciones de Mari Trini. Me gustaba mirarlo todo.
Y no es que lo eche de menos. Discutir quién se levanta para cambiar de canal (al otro canal), ver programas como "La Clave" o "Informe Semanal"; los fines de semana acababan tarde, con el himno de España y la bandera. Luego, durante toda la noche, la carta de ajuste. Eran tiempos de Spectrum, de gruesas botellas de Coca-Cola (no había latas; tampoco tetrabrick), de máquinas de escribir, con tinta en color negro y rojo y relojes "Casio" con calculadora. Recuerdo los enormes bolígrafos con siete colores, los Geyperman, los Exin Castillos, aquélla chica de clase que tenía el pelo sedoso y rubio.
Cualquier tiempo pasado fue... ayer.
¿Cómo se llamaba aquélla muchacha?
Antonio Carrillo

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